Por Kurt Scheel.- Imagine una pared. Ahora imagine que un tanque de la Segunda Guerra Mundial le pasa por encima y la reduce a arenisca. Eso es consociativismo.
La democracia, contrario a lo que algunos creen, no se acaba en las urnas o asambleas. La democracia requiere una suerte de permanencia de las decisiones que un pueblo se otorga a lo largo del tiempo. Si lo anterior no se produce, existe el riesgo de que el sistema jurídico de ese Estado choque con la vigencia de los principios, deberes y derechos que ese mismo pueblo se ha otorgado a través de su Constitución. La Constitución, por su parte, es el candado de la reja que asegura que nadie se apodere fáctica o ideológicamente del Estado sin antes pasar por una aprobación mayoritaria.
Los antiguos filósofos griegos reconocían a la democracia como el gobierno del pueblo (los muchos). De esta manera, la democracia es un debate del pueblo, no de élites políticas. Y si lo que un grupo desea es lo contrario, entonces el nombre de ese sistema no es democracia, sino otro. ¿Acaso no suena a la Latinoamérica del Siglo XXI?
Estamos frente al peligro de que exista un aferramiento al poder por parte de élites políticas (sin distingos de ideología en específico) para cooperar y turnarse los gobiernos y, a su vez, no permitir la entrada de terceras fuerzas, generando una potente tendencia a chocar con los ideales democráticos. Latinoamérica tiene miedo de echar raíces y ello es el resultado de una sociedad profundamente dividida.
Una democracia consociativista se caracteriza por reunir una cultura política fragmentada, junto con una élite que sigue estrategias consensuales y no competitivas. Básicamente, dos bandos políticos que concentran el poder y se disputan escaños, operando como un veto de minorías y avallasando el ajedrez democrático.
Existen cuatro elementos que caracterizan a una democracia consociativista: cooperación entre élites, capacidad de veto de las minorías, principio de proporcionalidad en todos los ámbitos de la vida pública, y un alto grado de autonomía para los diferentes segmentos o subculturas (Lijphart).[1]
El tremendo peligro de todo esto aparece cuando las élites políticas deciden renunciar a la regla de la mayoría para cooperar y evitar los peligros de inestabilidad que contiene en su seno una sociedad fragmentada, o furiosa, por decir lo menos. Aquí debemos abrir el punto de reflexión y cuestionarnos dónde queremos poner las barreras al juego político en nuestra calidad de ciudadanos.
Mediante este mecanismo consociativista, agentes sociales, económicos y políticos acumulan posiciones clave que determinan el futuro de los países latinoamericanos. En específico, las minorías se alejan de la toma de decisiones, de tal forma que aun construyendo una tercera fuerza política, esta se ve expulsada mediante papeleo burocrático, lobby político o agotamiento estratégico, todos fenómenos resultantes de una Latinoamérica que trata de salir a flote desde los confines del forjamiento de una propia identidad, pero que es devorada por el lobo de la corrupción brasileña y mexicana, la aún no maleable rigidez de las constituciones de América del Sur y la censura de los pueblos con ascendencia indígena en todo el tramo continental.
¿Democracia? Sí, pero a costa de entender nuestro rol ciudadano. Por un lado, el deber de resguardarnos y respetar nuestras instituciones, siendo entes con participación activa. Por otro, el derecho a ser escuchados y a comprender al trabajo como medio de una obligación de lograr una Latinoamérica más próspera y leal consigo misma.
[1] Lijphart, Arend: «Tipologies of Democratic Systems», en Comparative Political Studies, Sage Publications, California, 1:1, 1968.
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