
Por Roberto Fernández.- En tiempos de desconcierto, temor e incertidumbre como los que vivimos hoy, es urgente levantar la mirada y reflexionar sobre el mundo que estamos construyendo.
Lo primero que constatamos es una evidente paradoja: el nivel de desarrollo científico y tecnológico en todos los ámbitos de la existencia es extraordinario, algo impensable hace apenas unas décadas. El mejoramiento en la calidad de vida que esto ha traído consigo —aunque distribuido de forma profundamente desigual en el planeta— es innegable.
Durante siglos, la humanidad vivió sumida en guerras, epidemias y hambrunas. Por eso, los logros actuales no son menores: debemos reconocerlos y celebrarlos. Sin embargo, parece obvio —aunque no lo asumimos con claridad— que estamos obligados a convivir. No tenemos alternativas: nos necesitamos mutuamente, nos guste o no. El mundo que hemos creado está cada vez más globalizado e interconectado, y su desarrollo depende en gran medida de la efectividad con que gestionemos esa interdependencia.
Los desafíos son enormes: los efectos del cambio climático están a la vista, así como las tensiones políticas que generan injusticias y desigualdades —locales y globales—, las recurrentes crisis financieras, el narcotráfico, la inseguridad, los retrocesos en derechos humanos individuales y sociales, y los riesgos de guerra entre potencias nucleares. Todo ello es evidente.
Vale la pena preguntarse si estamos haciendo avanzar nuestra civilización hacia un futuro mejor o si, por el contrario, la estamos destruyendo. Está claro que los problemas que enfrentamos como humanidad son extremadamente complejos, pero debemos imaginar soluciones que nos permitan enfrentarlos. Desde un punto de vista técnico, esas soluciones existen. Los recursos financieros también: basta observar que en las guerras actuales se gastan cientos de miles de millones de dólares en armamento, recursos que podrían tener un destino más justo y constructivo.
Lo que falta es voluntad y una toma de conciencia sobre los peligros que enfrentamos. Los intereses en juego son enormes, múltiples, contradictorios y a menudo opuestos. Pero estamos obligados a encontrar soluciones. Debemos priorizar el bien común como objetivo central al momento de tomar decisiones, tanto a nivel personal como social.
Puede parecer ingenuo, pero si consideráramos los principios éticos y morales reconocidos universalmente —el amor, la solidaridad, la cooperación, la libertad, la justicia y el cuidado del planeta— como parámetros indiscutibles para evaluar nuestras acciones, tal vez podríamos construir un mundo más acogedor. Este es un problema de todos. No podemos permanecer como simples espectadores. Tenemos que tomar conciencia y actuar para evitar una catástrofe.
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