Cultura(s)

Contra el Espíritu… ¡Ni Perdón, Ni Olvido!

Fidel Améstica nos lleva en un viaje por el espíritu y las instancias en que es violentado por los poderes del mundo.

Por Fidel Améstica.- Si fuese posible una dimensión o instancia en la que puedan convivir todos los seres humanos entre sí, con una comprensión mínima sobre la vida y la creación toda, ello sería lo sagrado. ¿Y qué puede ser lo sagrado, pues, mi amigo? Hay demasiadas respuestas y puntos de vista, lo que relativiza la cuestión. Busqué un camino distinto, desnudo de cualquier lectura y reflexión. No comenzar con lo que uno cree conocer, sino con lo que se desconoce, o mejor aún: desde el misterio.

Cogí el libro que más a mano tenía, Pájaro que tiembla, del uruguayo Elder Silva, que ha poco me trajo de esas tierras el joven payador Luciano Fuentes Bórquez, un gran amigo. Pregunté y abrí al azar sus páginas. Apunté un verso con el índice sin levantar los párpados. Y al abrir los ojos, temblé. ―¿Qué puede ser lo sagrado? ―interpelé a esa obra. Y por respuesta: ―esta orilla mugrienta. El verso pertenece al poema «Poesía del barrio».

El barrio de lo sagrado, entonces, es una orilla mugrienta. Las veredas ya no son acariciadas por la escoba; los perros acumulan sus heces por aquí y por allá, sin pudor alguno, como los autos; los jardines se oscurecen de abandono, y los vecinos ya no se conocen más allá del sucinto y protocolar saludo, que más sirve de clausura que como apertura e invitación a la conversa; cada cual en lo suyo y compitiendo por quién pone su música más fuerte en el bafle último modelo, comprado a crédito lo más probable.

Difícil resulta plantear lo sagrado sin que se asocie a una religión y, por extensión, a una iglesia o templo. Están relacionados, pero no son lo mismo. Las religiones son instituciones humanas y los templos, infraestructuras de la burocracia eclesial. Las religiones y sus funcionarios están llamados a gestionar en torno a lo sagrado, pero no son sus dueños. Poco ayudan, además, en su labor los escándalos, delitos, corrupciones e ignorancia de muchos miembros clericales. Mas no por ello ha de dejar de importar lo sagrado.

Cada cual tiene su visión de este asunto. En lo cotidiano, si alguien se peda en un auto nuevo y ajeno, o la ventosidad anal lo sigue desde metros antes para subirse con él a la cola, no sería extraño que el chofer, para mostrar carácter a su copiloto, comprensiblemente, y por muy amigo que fuera del que aborda por atrás, despotricara según este talante: «¡Quién fue! ¡En mi auto no! ¡Eso sí que no se lo aguanto a nadie!». Y de nada servirá que el sacrílego rectal se excuse con: «Pero si yo me lo tiré afuera, y me siguió hasta acá». Quizás aguanta y soporta a una esposa a quien no tiene el valor de amar y honrar como corresponde, o puede tolerar limpiarse el trasero con el afecto de sus amigos a falta de algo mejor; o más incluso: ni siquiera respetar a las mujeres de sus amigos… Todo eso lo puede aguantar; no obstante, la peristalsis digestiva y los reflejos que mantienen la salud de un colon en su auto, pagado por él y su esposa, ¡eso sí que no! ¡Cómo se le ocurre! Para él, el auto es sagrado.

En otro hecho, a comienzos de siglo, en una parroquia maipucina, un joven sacerdote oficiaba misa. En ese tiempo se tramitaba la nueva ley de matrimonio, la cual consideraba el divorcio. Y en su homilía, enfatizó con gran oratoria que el ser humano es ¡SA-GRA-DO!, porque es obra de Dios en toda su grandeza, y que aceptar el divorcio es rebajar al ser humano a su propia debilidad. ¡Qué fuerza en sus palabras! Casi casi me convenció, y se lo dije a la salida. Veinte años después, en las peregrinaciones ya no conversa con sus feligreses, ostenta zapatillas caras para las caminatas hacia la Virgen, lo ven salir y entrar con frecuencia de una casa donde vive una mujer, y padre ya sólo lo llamará el hijo de su sangre, divorciado, primero de la Iglesia y después, de su cónyuge. La carne es débil y el espíritu, también.

¿Pero quiénes somos nosotros para erigirnos en jueces? Ya lo dice una vieja copla: Por un tropezón que di / todo el mundo se rio; / cualquiera tropieza y cae, / ¿cuál es que me río yo? Y en nuestras incongruencias humanas, incoherencias y faltas de consecuencia, todo es perdonable, porque, a las finales, todos somos seres humanos. El perdón es para todos o para quien quiera recibirlo, nos dijeron, nos dicen. Y, sin embargo, hay una ofensa donde no cabe esta gracia. Así lo consignan tres evangelistas, Mateo (12:30-32), Marcos (3,28-29) y Lucas (12, 10). Se trata del pecado contra el Espíritu. Si te vas contra el Hijo del hombre, te la pueden dejar pasar; pero en desmedro del Espíritu, nica.

Si Dios lo perdona todo, me preguntaba, ¿qué pasa aquí? Parece que hay una excepción a la regla, la letra chica en el contrato de la vida. Karol Józef Wojtyła, Juan Pablo II, se refirió a este tema en una encíclica de 1986, Dominum et vivificantem (6, 46) y lo reiteró en una audiencia general (25/7/1990, acápite 5), cuya reflexión escucha el sentido de expresiones «desconcertantes de Jesús», las que propone llamar «palabras del “no perdón”», ni en este ni en otro mundo, referidas en los sinópticos citados respecto de la «blasfemia contra el Espíritu».

Aquel papa aporta un antecedente de Tomás de Aquino, quien explicó que se trata de un pecado «irremisible según su naturaleza». ¿Y qué naturaleza es esta?, nos preguntamos. Su naturaleza es la del «rechazo radical» al perdón que emana de ese Espíritu pagado con sangre en la cruz, solo para permanecer en las «obras muertas» de nuestra conciencia. Si la libertad es libre, el ser humano, subsumido en este pecado, reivindica su «pretendido “derecho de perseverar en el mal”», encerrado en su porfía, sin más horizonte que su ombligo, y así nadie puede. «Esta es una condición de ruina espiritual», matiza el pontífice polaco, porque el carajo hace de su bocaza una prisión de sí mismo.

No sé si me quedó tan clara la explicación encíclica. Demasiado teologal para las calles que transito y las huellas por las que vago. Los evangelios señalan, en griego, el pecado de la blasfemia, hablar con ofensa contra el Espíritu. El vocablo del que se valen para pecado, igual que Pablo de Tarso en Romanos (v. gr. 5:12), es hamartía (ἁμαρτία), palabra que usó Aristóteles en su Poética y en la Ética a Nicómaco para consignar la desgracia del «héroe trágico», producto de un error o accidente fatal, por «errar el tiro y no dar en el blanco», como le pasó a Edipo, algo propio de la ignorancia o de lo incompleto que es el ser humano en cuanto al propio conocimiento de sí.

La blasfemia contra el Espíritu parece ser, por lo que dice Juan Pablo II, algún tipo de soberbia o arrogancia más específica, como la que mostró Gestas, el mal ladrón, frente a Jesús mientras morían crucificados: «¿No eres tú el Cristo? Sálvate a ti mismo y a nosotros». Ni en la cruz es capaz de ver el sentido de lo que les sucede, no sale de sí mismo, de su ignorancia, de su resentimiento… Simplemente, este pobre desgraciado, no la ve.

Este tipo de pecado creo que es más cercano no a la hamartía, sino que a la hybris (ὕβρις), una desmesura del orgullo y la arrogancia que los dioses castigan a través de la diosa Ate (Ἄτη), quien prodiga el enceguecimiento moral a quien excede los límites, movido por el desprecio hacia sus semejantes y un carácter enfermo, moldeado por impulsos y pasiones sin control. De ahí el antiguo dicho: «Aquel a quien los dioses quieren destruir, primero lo vuelven loco», que, dato extra, no es de Eurípides, sino que de don anónimo.

A la hybris, se opone la sofrosine (σωφροσύνη), la prudencia, la sobriedad, el autocontrol, la medida: pan metron áriston (παν μέτρον άριστον), «todo es mejor medido», sentencia atribuida a Cleóbulo (s. IV a.C.), que entendemos como todo en su justa medida; de lo bueno, poco; todo en su justa medida es mejor; lo bueno, si es poco, dos veces bueno. Y a la blasfemia contra el Espíritu, en tanto contraparte, se presenta la reverencia, el temor respetuoso y de alto reconocimiento y noble sumisión, de obediencia generosa y sabia escucha. En ambos casos, la palabra que los une es humildad, aceptación de las propias limitaciones, sumisión y rendimiento, como seres apegados a la tierra; de ahí humildad, humilitas, cualidad de ser de la tierra (humus, -itas).

Pecado, como invención cristiana, toma del latín peccatum la acepción de tropiezo y caer en falta (ped-, pie / pet- caer), y la lleva a un plano moral-religioso que antes no tenía. En la Antigüedad, no se vive en función de una culpa religiosa, sino del honor cívico-político, en tanto ciudadano libre; y los que no, sobreviven, como ocurre siempre y en todo lugar.

En el Testamento Viejo, el libro de Ester (3:3) entiende el pecado como abár (עָבַר), cruzar a, transitar, atravesar, y muchos verbos más en esta órbita semántica. No es necesariamente exceder los límites, más bien es transitar o cruzar los caminos con cierta promiscuidad, en su sentido de mezcla y confusión.

Y el sentido de esta palabra, abár, me recuerda el caso del penalista Luis Hermosilla, el abogado de los poderosos, el «señor de los pasillos», quien en su carrera transitó desde la Vicaría de la Solidaridad a trabajar para la flor y nata de los que manejan los hilos de este país, y que hoy, por la grabación de una conversación, se enfrenta a los tribunales. Tal vez ni siquiera le importe, porque quizás no cree en nada, y es posible que salga de esta, no me sorprendería; después de todo, él no inventó la maquinaria en la que se mueve, pero ¡cómo le conoce las mañas siendo el operario que ha sido!; y hasta se debe estar riendo de la situación y de todo el mundo. Ha cruzado todos los puentes sin mirar a quién, de ida y vuelta. El verbo abár le queda como calcetín italiano.

No es extraño entonces que esta palabra hebrea se relacione en la construcción de un amplio campo semántico a la hora de traducir, ya que también puede llegar a significar, según el contexto, apartar, despojar, dominar, franquear, indignar, ocupar, olvidar, prevaricar, quebrantar, quitar, recoger, sobrepasar, transgredir, entre muchos más.

Hasta antes de esta indagación, lo que más llegué a intuir era que si el Espíritu es un soplo de vida que da vida, el aire que respiramos, ir en su contra es un suicidio. En latín, spiritus es soplo, aire; y en los textos de los evangelistas se usa el griego πνεῦμα (pneuma), que es lo mismo, un principio vital. Y más antiguo, el hebreo rúah (ר֫וּחַ) es lo que sopló el Creador por la nariz de Adán, «y resultó el hombre un ser viviente» (Gn 2:7).

Rúah es lo mismo que refiere Job en sus tribulaciones: «mientras siga respirando / y me anime el aliento de Dios, / mis labios no dirán falsedad» (27:3-4)… «pues me hizo el soplo de Dios / y Shaddai [Todopoderoso] me alentó vida» (33: 4). Y la paloma que se posa sobre Jesús es una imagen de ese Espíritu ungiéndolo como Mesías (Mt 3:16), profetizado en estas palabras de Isaías (11:2): «Reposará sobre él / el espíritu de Yahvé: / espíritu de sabiduría e inteligencia, / espíritu de consejo y fortaleza, / espíritu de ciencia y temor de Yahvé».

Por eso rúah llegó significar el pensamiento de Dios, y, cosa curiosa, es una palabra en género femenino. Antes de Cristo, donde se dijo Espíritu Santo (Rúaj kodshejá, קֹ֫דֶשׁ) fue en el Salmo 51, versículo 13: «No me rechaces lejos de tu rostro, / no retires de mí tu santo espíritu»; así canta David al «Dios de los espíritus de todo viviente» (Nm 27:16), cuyo divino rúah le da su aliento a lo no divino.

La Torá habla de la blasfemia como pecado capital, y la pena era morir apedreado, pero no es contra el Espíritu, sino por usar irrespetuosamente el nombre de Dios (Lv 24:14-16). Quizás el pecado contra el Espíritu, si lo llevamos a este plano, esté vinculado más a la infidelidad, a no respetar el pacto que los sacó de la esclavitud en Egipto, como cuando funden un becerro de oro para tener un dios a su medida, optar por la idolatría, por una imagen de sí mismos sin realidad, como Narciso, enamorado de su selfi en el agua y ahogado, finalmente, en ella.

Aliento, soplo, aire. Eso es el Espíritu. Y aunque nadie ha visto al viento, Homero contempló con sus sentidos el movimiento de la mies bajo un soplo tempestuoso, el Céfiro, e inclinarse las espigas, y esa imagen la usó como símil para describir la conmoción de la asamblea de los aqueos (Ilíada, II: 147-149). Vemos flamear las banderas en fiestas patrias, en tomas y campamentos, en los estadios. Hace pocas semanas, un sistema frontal nos trajo ráfagas inusuales de entre 70 y 100 km/h en la zona centro sur del país, volando techumbres y arrancando árboles de cuajo. Cuesta abajo por el río Maipo, el Raco aplaca los fríos invernales con su calidez. Y en el litoral central, los veranos se ven suavizados por las caricias de la brisa del mar.

El Espíritu, esta orilla mugrienta, es lo sagrado entonces, el aire que respiramos en el corazón. Y salir a su encuentro implica mirar hacia el horizonte, como Luke Skywalker, «aún mirando al horizonte; nunca aquí, ahora, lo que hay frente a tu nariz», como le espeta el espectro del maestro Yoda; aunque eso es precisamente lo que ha hecho el hijo de Anakin y Padmé Amidala toda su vida, desde el despertar de su adolescencia hasta el momento de su muerte: lo que tiene ante sí es el horizonte de su ser, de su espíritu; y para encontrar esa línea que une el cielo con la tierra, tuvo que hurgar primero en sí mismo y así ser quien debía ser y los demás necesitaban.

En otra película de Star Wars, Rogue One, un personaje androide llamado K-2SO, dice por el intercomunicador de la nave a Cassian Andor, mientras observa el efecto del impacto de prueba de la Estrella de la Muerte sobre el planeta Jedha, que «hay un problema en el horizonte: no hay horizonte». Además de gracioso, como todo chiste, tiene un trasfondo de realidad densificada. La corteza planetaria se levanta como un tsunami titánico que ya no deja ver la línea que une cielo y tierra. Solo queda escapar por medio de un salto al hiperespacio como onda taquiónica.

Quizás eso ha pasado en nuestro mundo, que «hay un problema en el horizonte: no hay horizonte». El Espíritu, lo sagrado, desapareció de nuestra visión, y ya no existe el lugar donde todos podemos convivir, el común horizonte que no depende de nuestro punto de vista, porque está ahí, aunque cambiemos de posición, es igual desde donde lo miremos. Así como la luz es una constante universal en el cosmos, del mismo modo el horizonte es nuestra constante espiritual.

Cayó el Muro de Berlín, y el horizonte se desvaneció, porque el camino hacia la utopía degradó y menoscabó al ser humano. Se erigió triunfante el horizonte paradisíaco del libre mercado consumista, y el ser solo es permitido con el tener, sin necesidad de levantar la mirada y ver, ni escuchar siquiera: tengo, luego existo: habeo, ergo sum. Y quienes se ocupaban de administrar lo sagrado en pro del Espíritu, iglesias y religiones, ¿dónde estaban? ¿Acaso en la complacencia? ¿Dejaron de escuchar el mundo y ver la realidad? Ante ellos y nosotros, el horizonte se esfumó, y la posibilidad de comprender el mundo, ¡qué duda cabe!, también. Al no depender de un horizonte, quedamos sujetos a los grilletes del punto de vista personal, de nuestras impresiones, de la opinión y de los opinantes sin opinión. ¿Quién podría alzar el vuelo, o al menos darle al tranco, con semejante peso en los tobillos?

¡Cuántas veces no se ha escuchado: «No sé poh, esa es mi opinión. Yo pienso así, no sé tú»!, como si eso fuera una oferta de lenguaje, malamente disimulando una posición a la defensiva, cerrando a priori toda posibilidad de diálogo y tratar de ver juntos el mismo horizonte. Quien dice algo como eso no ofrece nada, ¡de qué nos sirve tal cortesía! O también: «¡No estoy de acuerdo, porque yo pienso de esta otra manera!», y la argumentación brilla por su ausencia. Ambas posturas suponen que el interlocutor está obligado a vibrar en los mismos códigos que ellos, y si no, hasta ahí nomás llega la conversa; no se dan el trabajo de escuchar y comprender por qué y cómo el otro ha llegado a un tal planteamiento. Y se siembra, nuevamente, un silencio que nada dice. No hay cultura.

Por otro lado, aunque la Iglesia Católica en Chile salvó muchas vidas en el pasado y cultivó la solidaridad, pese a que una parte importante del clero fue refractaria o indiferente al dolor de los perseguidos, desde la década de 1990 hasta hoy fui varias veces testigo de una característica peligrosa en los párrocos, y es su nivel de ignorancia a la hora de aterrizar el Evangelio en la homilía. Digo peligrosa, porque ellos hacen de puente entre una comunidad y el horizonte sagrado de sus vidas; y ese horizonte, lo plantea un cercano a Juan Pablo II, es la cultura.

Stanislaw Grygiel es a quien me refiero. Su nombre me es conocido gracias a un libro de un chileno: El comienzo de la historia, de Jaime Antúnez Aldunate, publicado en 1992, reeditado en 2022 y hace poco traducido al francés con prólogo de Chantal Delsol. El autor es el presidente de la Academia Chilena de Ciencias Sociales, Políticas y Morales del Instituto de Chile desde 2021. Con sólida formación intelectual, entre 1980 y 1995 fue el editor de «Artes y Letras» de El Mercurio, y en ese rol, tras la caída del Muro de Berlín y el desmembramiento de la Unión Soviética (URSS), viajó a los sitios clave que testimonian un siglo plagado de contradicciones, dolores y también grandezas. Y el fruto de esa experiencia, de mucho diálogo con la historia y la cultura, y de conversaciones con multiplicidad de ciudadanos que comenzaban a vivir y padecer los cambios, resultó una obra inquietante a la vez que abierta al entendimiento común.

Lejos de su sensibilidad política, empero, no dejo de reconocer la lumbre de las palabras que escogió para titular este libro, El comienzo de la historia, cuando ese mismo año, 1992, un best sellers proponía algo que sonaba a jactancia de los vencedores de la Guerra Fría: El fin de la historia, de Francis Fukuyama, centrado más bien en la propuesta de que las luchas ideológicas se acababan de una vez y para siempre, como si esa tesis no fuese ideológica.

Antúnez, en un rasgo de honestidad intelectual y humana admirable, fue al encuentro de la realidad. Observó y escuchó. Tomó la temperatura del momento, sin prejuicios y sin permitir que su postura conservadora tamizara los datos y los testimonios. Su afán no iba por confirmar o imponer sus puntos de vista. Leerlo, fue viajar con él, visitar hechos y lugares, distantes a nuestra mentalidad, que nos hablan de que cuando caen los totalitarismos reaparece la cultura de los pueblos, en especial la de Polonia, cuyo catolicismo se funda, precisamente, en la cultura de su pueblo que lo adoptó como parte de su ethos; no es un mero credo estadístico; y al hacerlo, pese a sus desgarros históricos tironeada desde el este y el oeste, nos habla del alma de Europa y lo que es hoy la cultura de Occidente.

Auschwitz es hermana de Katyn y del Gulag; y con esa verdad sobre la mesa, la historia no llega a su fin, sino que recién comienza a contarse desde la voz de los pueblos que luchan por recuperar su memoria, como Chile lo intenta desde el término de la dictadura. La historia comienza cuando los pueblos se atreven a recordar quiénes son y aprenden a decirlo y a obrar con ello. La historia inicia cuando estamos dispuestos a escuchar.

Y lo que cierra y sintetiza su libro El comienzo de la historia, a la vez que abre el entendimiento (compendiado en un comentario posterior), es su entrevista con Stanislaw Grygiel, quien partió de este mundo el 20 de febrero de 2023, a los 89 años. En dicha entrevista, Grygiel acuña algunos conceptos clave a modo de herramientas para saber qué es lo que está pasando con la maquinaria del mundo, tales como: horizonte, cultura/civilización, «productura» y pontificial. Sí, «pontificial».

Y las zonas dañadas que expone con estos conceptos son la fe, la dignidad, la libertad, el amor, la ética, cuya reparación implica pensar escuchando la verdad de lo que es el ser humano en la creación, y obedecer esa verdad escuchada, para que la metafísica no se convierta en ideología y que la soledad, «la derrota del ser humano», no nos aniquile por la falta de ese horizonte que alimenta el crecimiento de nuestro ser, solo posible en la relación encarnada entre el padre y el hijo, si usamos el código cristiano.

En ese mentado horizonte reside todo el misterio de la vida, su misticismo, donde es posible iniciarse a través de la cultura y su comunión, nacida y atesorada por los pueblos a través de la memoria que erigen con sus obras. Esta visión de Stanislaw Grygiel alcanza una elocuente intensidad al hablar de la vigencia, hoy mismo, que tiene la parábola del hijo pródigo al enfrentarla a las señales que da el inicio de la última década del siglo XX.

Esta vigencia se ancla en el tipo de relaciones que establecemos con nuestra memoria, simbolizada en el vínculo que un padre tiene con sus hijos. En vida, les da su herencia, y el menor la malgasta llevado por el deseo irresponsable hasta que lo pierde todo y toca fondo, agotado por lo que hoy podríamos llamar compulsión consumista; vivió los placeres, los amigotes y las putas, y no le queda más que volver al hogar a suplicar caridad tras experimentar el dolor de una miserable soledad. El mayor, en cambio, hizo buenos negocios, cuidó y multiplicó su parte, fue un apóstol de la «productividad».

Como es sabido, el padre lo recibe con los brazos abiertos, prepara una fiesta y mata el novillo cebado, lo mejor, para el hijo que vuelve, a quien viste con los mejores atuendos. Y aquí cambia el foco hacia el otro hijo, enfurruñado, quien a su padre reprocha:

«Hace tantos años que te sirvo y jamás dejé de cumplir una orden tuya. Sin embargo, nunca me has dado un cabrito para tener una fiesta con mis amigos. Y ahora que ha venido ese hijo tuyo, que ha devorado tu hacienda con prostitutas, has matado para él el novillo cebado».

Pero él replicó: «Hijo, tú siempre estás conmigo, y todo lo mío es tuyo.

Pero convenía celebrar una fiesta y alegrarse, porque este hermano tuyo había muerto y ha vuelto a la vida, se había perdido y ha sido hallado» (Lc 15:29-32).

Grygiel distingue entre civilización y cultura. La primera la vincula al concepto de «tener» de Gabriel Marcel, que implica el de «necesidad», necesidad de tener algo, las cosas que ocupamos y acumulamos, y son hechas, fabricadas. Las cosas se producen y venden. El progreso y el desarrollo se entienden, entonces, como productividad. Ernesto Fontaine, en el documental Chicago Boys (2015), ilustra esto con una frase para referirse a un individuo cuya función en el tiempo de la Unidad Popular era vigilar que nadie de la fila comprara más de dos cajetillas de cigarrillos: «¡Cuál era nivel de productividad de ese pobre huevón!».

Es la civilización técnica aquella en donde vivimos, ni siquiera tecnológica, porque nos falta el logos, el relato, la reflexión. Tenemos una techne, pero no el logos, las dos raíces que nos dio el término tecnología. No lo dice Grygiel, pero está implícito, porque si al fabricar cosas, saber hacer algo, desde un alfiler hasta una nave espacial, si eso acrecienta nuestro ser, así será que tendremos cultura. Y el problema es que hay más productores que cultivadores, más productivistas que cultores. Alguien tiene que cultivar también el alimento de nuestra mente y espíritu, incluso para los productores; si no, todo es susceptible de mercantilizar, hasta la cultura.

El hacer es de la civilización, pero acrecentar el ser pertenece a la cultura, nos dice; y los problemas morales que hoy vivimos se deben a que no obedecemos ni menos escuchamos la verdad en y entre nosotros mismos, ni la verdad del agua, ni la verdad de la tierra, ni la verdad del árbol, ni la verdad de los animales, y así tenemos desastres familiares, sociales y ecológicos. Si solo nos dedicamos a producir, no vivimos en la cultura, sino que en la «productura»; y en el solo hacer y vender productos para tener, dejamos de obrar para conocer y hacer justicia.

Y en la «productura» han caído hasta las universidades, las iglesias, los políticos y los economistas, porque han dejado de ser constructores de puentes en la sociedad, es decir, han dejado de ser «pontífices», que eso es lo que significa. Sin los puentes entre el hacer y el ser, pienso, no hay espacio para la memoria de los pueblos, y solo queda el poder como referencia, tanto para el actual capitalismo neomercantilista como para los comunismos que diezmaron vidas y conciencias, y en ambos casos, quedamos expuestos a las más grandes iniquidades.

Si el modelo de justicia que propone la parábola del hijo pródigo se basa en la relación de padre a hijo, Grygiel no duda en su alcance:

El padre exige mucho más al hijo, lo castiga. En cambio, la justicia entre el siervo y el amo es matemática. «Yo te pago de acuerdo a lo pactado y no te castigo ni te exijo».

(…)

Sin embargo, la justicia ha sido mayor con mi hijo, porque hay una relación de padre a hijo donde no está presente la dialéctica. En la dialéctica se requiere la justicia matemática, y de lo contrario se producen la revolución y la lucha de clases.

En la relación entre padre e hijo no está presente la lucha. Si el hijo no desea ser tratado como tal sino solo como un esclavo, comienza a luchar. En la parábola del Evangelio, el segundo hijo, hermano del hijo pródigo, cuando ve que el padre le da todo a su hermano, se comporta como un esclavo y se niega a participar en la fiesta. (…) estuvo siempre en la casa del padre trabajando, aparece como esclavo y quiere ser tratado como tal, es decir, con justicia matemática. (…)

Para mí, el error del comunismo está en tratar mal al hombre, reduciendo a todo el mundo a la esclavitud. Dice: «A todos hay que distribuir así: 10, 10, 10, 10. De lo contrario, se produce la lucha». Por consiguiente, todos debemos comportarnos como esclavos. El error básico del comunismo, su injusticia para con el hombre, está en haber destruido en la cultura la relación de padre e hijo y la relación fraternal. En eso hay una injusticia radical.

Pero el pensador polaco no se queda solo en el comunismo ya derrotado en el esquema político global, pues vio lo que hoy podemos comprobar a diario, prácticamente normalizado:

Si la verdad es un momento de la cultura, si es un momento divino, nuestra libertad también lo será. Actualmente, en la atmósfera de la «productura», la libertad también es un producto, ya que proviene de la verdad producida.

¿En qué consiste, en efecto, la libertad para un hombre de esta civilización? En último término, en poder imponerle a cada ser, incluido el hombre, la identidad que él desea. Actualmente, la libertad consiste en eso: si yo quiero que el elefante se comporte como una rosa, hago todo lo necesario para conseguirlo, forzándolo incluso. Yo tengo una idea del hombre y lo defino de una manera determinada, a mi antojo, y tengo que encontrar la forma de poder constreñirlo a comportarse de acuerdo a mi definición. Por ejemplo, si yo decido que el hombre no es sino un instrumento para producir o un medio para acrecentar la ciencia, el problema solo consiste en encontrar la forma de obligarlo a comportarse de acuerdo a ese esquema. Es así como hemos alterado el agua, por ejemplo, así también forzamos y violentamos las flores y los árboles. Así por fin violentamos al hombre.

Si yo hoy quiero ser algo y mañana otra cosa, mis deseos constituyen una mera reacción a los estímulos externos, son caprichos. Para poder ser libre, una rosa debe tener la posibilidad de existir, comportarse como una rosa y no como elefante.

El hombre, si quiere ser libre, debe crearse la posibilidad de tener un comportamiento de hombre. Hay que saber en primer lugar qué es la rosa y qué soy yo, y no qué deseo yo hoy. Tengo que escuchar, igual como ausculta el médico cuando pone su oído en mi ser, y sentir lo que soy. Por consiguiente, la libertad va unida a la verdad, nace de ella.

Por desgracia, la libertad es actualmente un elemento político y productural. Hay que producir placer, se produce. Hay que producir hijos que no vienen naturalmente, se acude a la probeta: es el hijo instrumento. En nuestra civilización, el amor y la libertad son productos y, por consiguiente, el hombre también lo es, y la dignidad igual.

Este es el golpe mortal que se le da a la humanidad, como lo expresa Stanislaw Grygiel. Al no estar presentes en lo que hacemos, solo somos productores de una civilización sin cultura que ahoga a nuestro propio ser. Sin Espíritu. Si el comunismo esclavizó a enormes masas humanas bajo el materialismo dialéctico, el capitalismo imperante las esclaviza bajo un materialismo consumista, en que, como dice Byung-Chul Han, yo me libero para ser mi propio amo, me apropio del látigo para ser más cruel todavía conmigo mismo. En ambos casos, preferimos ser tratados como esclavos en pro de una justicia matemática, como productores, en vez que como seres humanos. Elegimos ser el hermano del hijo pródigo, taimados y amurrados, sin participar en la fiesta de la vida.

Algo de esto vimos en las consignas del estallido social de 2019: entender la igualdad como un producto, como un derecho igualitarista de acceso al consumo: «Si todos tenemos celulares, ¿por qué fulano tiene un iPhone 15 Pro y yo no más que un Galaxy A15 si somos iguales? Mi derecho ha sido vulnerado». Y con la justicia, de forma similar: «Tengo derecho a la misma impunidad de la que ha gozado el otro». Banderas que antaño agitaba la izquierda, hoy gran parte de ella las agita en códigos mercantiles y productivistas.

Aunque el fascismo fue derrotado en su fase política en la Segunda Guerra Mundial y el comunismo envejeció por su propia autoinmunidad, el carácter idolátrico y las pulsiones dogmáticas, que ambos comparten, permearon la piel de los nuevos sistemas de poder y control amparados en el libre mercado global, y tienen otro rostro, han mutado. Y aquí es cuando debemos abrir los oídos hasta que podamos percibir el murmullo del horizonte de nuestro ser.

Grygiel lo señala, cuando nos preguntan quiénes somos, somos cualquier cosa menos seres humanos. ―¿Y tú quién eres?: ―Soy emprendedor, tengo una empresa; soy académico, académica, tengo un doctorado en no sé qué; soy escritor, tengo un libro publicado… Nos definimos por lo que hacemos y tenemos, no por lo que somos. Cuando la voz en la zarza ardiente envía a Moisés a hablarle a su pueblo, le pregunta: ―¿Y quién digo que eres? ―Yo Soy el que soy. Punto. Eso lo hemos olvidado, ver quiénes somos.

Hoy, en Chile, cuando los credos están a la defensiva ante los cambios regulatorios para los permisos a docentes que impartirán las clases de religión, a raíz del fallo de la Corte Interamericana de Derechos Humanos que dio la razón en 2022 a la profesora Sandra Pavez, a quien la Vicaría para la Educación del Obispado de San Bernardo le retiró su certificado de idoneidad por ser lesbiana; y mientras otros aducen la separación entre Iglesia y Estado y tratan de rayar la cancha para ver quién ejerce las competencias; nadie se ha tomado el tiempo para ver la carencia espiritual que nos agobia, y que niños y jóvenes denuncian a gritos desde su inconformismo, inmediatez consumista y enajenación en aparatos tecnológicos y redes (anti)sociales; ni menos plantear cómo abordarla, sobre el modo en que pueden colaborar laicos, ateos y creyentes, religiosos y agnósticos, y así crear una política que vea en la necesidad metafísica una oportunidad para indagar en la existencia, en el mundo, en las relaciones humanas. El Espíritu no es el feudo de nadie.

Fui educado en un colegio laico, y un sacerdote fue nuestro profesor de religión, el padre Hugo, un hombre sabio y alegre, franciscano, muy ducho en las ciencias, y como formador, acrecentó nuestro ser a través de la cultura, no de los dogmas ni las ortodoxias. Pero eso tampoco es garantía, pues del mismo colegio, en 1973, egresó Luis Hermosilla, el abogado de la mal llamada «élite» y quien hizo de sus alegatos no más que elementos producturales, eficientes y muy cotizados.

Y aunque no soy comunista, tengo un cierto respeto y aprecio por el Partido Comunista de Chile, por su historia y varios de sus miembros. Y a un amigo muy apreciado, le dije en aquellos días cuando juntaban firmas para el refichaje de la tienda: «Me inscribiré en tu partido cuando cambie de nombre, cuando se llame Clotario Recabarren o Luis Emilio Blest, porque nació antes de la Revolución Rusa y sus fundadores y cercanos procuraron la educación de sus compañeros en el lenguaje de la faena y de la cultura a que aspiraban».

«Escucha, Israel», dice Jesús. Poner el oído en uno mismo, en la realidad, hasta que la verdad hable. En una de esas, puede que no nos guste lo que tenga que decir. La parábola del hijo pródigo, al ponerle oído Stanislaw Grygiel, amplificó su verdad. Y quedo en silencio, porque caigo en cuenta de que nadie ha contado la parábola del padre pródigo, aquel que se restó a la posibilidad de vincularse a sus hijos, y que años después, solo, regresa para cobrar su parte, pedir dinero o recoger lo que nunca ha sembrado. ¿Qué harán los hijos? Hay perdón si blasfemas contra el hijo; y si el padre no te ha insuflado el espíritu ni encendido el fuego de tu corazón, ¿en qué pie quedamos?

Cojo nuevamente Pájaro que tiembla, de Elder Silva. Y pregunto, mirándome hacia adentro: «¿Cuál es el pecado contra el Espíritu?». Y una vez clavado el índice en la página al azar, abro los ojos: ―Tomar mate solo.

Ahí se pronuncia el misterio.

Alvaro Medina

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