Por Fidel Améstica.- Por sexto año se celebró el Día del Payador (y la Payadora) el pasado 30 de julio. De vez en vez, se alimenta un poco más este hito, y el pueblo ciudadano algo más se entera de lo que le pertenece. El 23 de julio fue el Torneo de Personificación en Valparaíso, en el Centro Social y Deportivo La Estrella de Chacabuco; el 28 en la Casa Central de la Universidad de Chile y el 30 en la Casa de la Cultura de Cerro Navia, las payadoras hicieron su gala; el mismo 30 de julio, el Teatro Diego Rivera en Puerto Montt; el Anfiteatro Centro de las Tradiciones de Lo Barnechea dio espacio a payadores y fristaleros; la Unidad Vecinal N° 18 cobijó el primer encuentro de payadores «Lomas de Macul»; en el Teatro Municipal de Linares, Mauricio Vega hizo lo suyo; lo propio en la Casa Arte en Palguín otro equipo con empuje y ñeque; y el 31, el Torneo de Pie Forzado en la sede de la CUT. Solo por nombrar algunas actividades.
La paya no solo es improvisar versos en formas tradicionales de la poesía que el uso ha hecho populares, como la décima y la cuarteta, sino que también, y más que todo, un diálogo utilizando estas mismas métricas. Versear al improviso, de un repente, consta de un salto al vacío, mejor dicho: al y desde el silencio, aquel previo que antecede la intervención cantada de cada cual. Un atletismo retórico y artístico que ha de nutrirse de la vida en común que comparten payadores y audiencias. Todas las ideas, sentires, experiencias y expectativas caben en la paya, es inagotable. No se reduce al verso que se compone cantando ahí mismo, es un todo en el clima que se da.
La mayoría de los chilenos asocia la paya con un modelo engastado en el imaginario colectivo: la justa payadoril del Mulato Taguada y don Javier de la Rosa, bajo de cuya memoria, sin embargo, laten velos que difuminan su presencia, que no por difuminada deja de ser real. Hay contradicciones e inconsistencias, sí, no puede negarse. Según las versiones, sucedió o en el siglo XVIII o en la primera mitad del s. XIX (alrededor de 1830); en Curicó o San Vicente de Tagua Tagua, amén de otros detalles. Las coincidencias apuntan a que se payó en coplas por pregunta y respuesta, por tres noches u 80 horas a partir de la Noche de San Juan, que el vencedor fue don Javier por saber más temas bíblicos y que el Mulato terminó muerto por propia mano o asesinado. Los instrumentos: guitarra y guitarrón, trinados ante un público de ramada, chingana o fonda, según cómo se cuente. Poetas, escritores y estudiosos han transmitido o recreado a su manera esta historia: Adolfo Valderrama (1866); Nicasio García (1886); Rodolfo Lenz (1894); Desiderio Lizana (1911); Antonio Acevedo Hernández (1933 y 1953); Eugenio Pereira Salas (1941); Jorge Inostrosa (1962); Manuel Dannemann (1969); Enrique Bunster (1970); Rolando Alarcón (1970); Ponciano Meléndez (1977); Juan Radrigán (1995); Juan Rivano (1995); Andrés Montero (2019). Las recreaciones de Nicasio García y Antonio Acevedo Hernández podríamos llamarlas versiones poéticas primarias, pues recogen una memoria transmitida con aportes de su cosecha, y de algún modo determinan a las versiones que vienen después; ambas son recogidas en una edición de Tácitas en 2016. Adolfo Valderrama y Desiderio Lizana son estudiosos que al parecer presenciaron el canto de los payadores, pero también proyectan una fantasía legendaria y colectiva como si fuera un hecho en el sentido de la ciencia histórica. Es llamativo, quizás su inconsciente es alentado por el deseo de reconocer una identidad atávica en el proceso de formación de la identidad nacional, la cual termina de acrisolarse más o menos en 1930.
Si bien nunca ha desparecido, la paya comenzó a crecer y a revigorizarse en plena dictadura. Lo más esencial de su forma y sentido se organizó bajo la presión de una tiranía; encontró el modo de responder con la palabra repentizada en el canto a la violencia de facto y estructural que se impuso. El prócer de esta etapa es Pedro Yáñez, quien coge la bandera a conciencia y modo de vida junto a sus compañeros de escena de aquel entonces, en 1980. A partir del siglo XXI, la huestes de payadores se incrementan con más rapidez; muchos viajan a otros países con su arte, y vienen al nuestro payadores de gran prestigio que marcan huella. Hay apertura, intercambio, crecimiento. Cecilia Astorga es la primera mujer en esta sintonía, y prácticamente hoy ya no es tan excepcional ver a una mujer payadora. El tejido de la poesía popular se densifica; su matriz, el canto a lo poeta, se robustece en la memoria y el improviso, en lo sagrado y lo profano, en lo ritual y en lo artístico. Hay un pueblo que se muestra con carácter, bien diferenciado y con raigambre, no una masa carente de singularidades.
Frente a este universo, faltan muchos libros por escribirse. Esto recién comienza. Las nuevas camadas de payadores son más críticas con quienes les precedieron, y eso habla de buena salud en este arte. Las orgánicas de los payadores y poetas populares son variadas y renuentes al centralismo institucional; y no es extraño: el sentido libertario que otorga el apropiado uso de la palabra en estos lances y liza no reverencia a ninguno que quiera llevarse la pelota para la casa, ni menos a quienes pretendan administrar lo que sea se llame tradición. El agua fluye a vista de todos, y también en las napas cualquiera puede hacer sondaje para su pozo, y cae desde las nubes también, sin discriminar. Las genuflexiones solo son para el público; la cordialidad y el respeto, para todos, pero mirando de frente.
Feliz por otro Día del Payador(a), hay algo que vale la pena aprender de la paya, y es la conciencia de que el diálogo es un combate retórico en el mejor sentido del término. ¿Y por qué sería esto? Porque un payador o payadora sabe, o debiera saber, que todo enunciado tiene fisuras, en todos los discursos por algún rincón se cuela el aire, que toda afirmación puede ser rebatible, y que la única verdad es la que se construye en esta brega de ruedas y contrapuntos en un soplo de aire instantáneo, una verdad que nunca termina de construirse. Podemos tener una posición política, un referente ideológico, un credo religioso, la convicción por una causa; y a firme. No es un problema. El peligro se manifiesta si esas creencias moldean nuestras palabras, porque nuestros enunciados y versos tienden a estructurarse de un solo modo, pierden flexibilidad, ductilidad, plasticidad verbal. Una verdad que no pueda decirse de mil formas, no puede ser una verdad. Quien paye amarrado a sus juicios y prejuicios expone abiertamente la fragilidad de su canto, y a poco andar se descascara. Nada de lo que digamos es infalible, siempre late lo feble en la estructura formulada en el canto. Pero esa también es la fortaleza de la paya: su vivacidad y ajuste al momento.
Nuestro fantasioso modelo de la paya, el contrapunto entre el Mulato y don Javier, se diferencia de otras tradiciones como las de Cantaclaro en Venezuela y Santos Vega en Argentina y Uruguay. En el caso de estos, el héroe del pueblo contrapuntea con el diablo y es vencido por este. Acá no, son dos seres humanos los que se enfrentan. Marcelino Román, en su ensayo de 1957 El itinerario del payador, quiso ver en el triunfo de don Javier de la Rosa el poder de la Iglesia y del conservadurismo sobre el pueblo llano, un enfrentamiento entre pobres y ricos. No lo creo; es una lectura antojadiza y ajustada a una determinada visión sociohistórica del momento; reduce lo simbólico a una alegoría laica. Tanto don Javier de la Rosa como el Mulato Taguada pertenecen al pueblo, aunque en claves distintas que en otro momento podemos revisar y discutir. Sucede que tras vencer a Taguada y muerto este, no se sabe más del hidalgo de Copequén. La paya la hacen dos. Estos personajes de leyenda se dejan ver mejor como prototipos de dos virtudes que debe cultivar un payador: ingenio y sabiduría. Uno no es sin la otra, y viceversa. Hay una naturaleza creativa, pero esta no se robustece ni madura sin el cultivo y el estudio.
El ejercicio de la paya, por otro lado, da mucho ímpetu al ego; es la naturaleza humana después de todo. Desarrollar habilidades puede ocultar o disfrazar una serie de complejos, más allá de dar seguridad, de modo de proyectar una imagen superlativa de uno mismo, lo que es engañoso. Y si un payador(a) logra decir lo que quiere decir, es notable; pero si consigue algo que no esperaba pronunciar y que supera su propia intención y horizonte de expectativa, es entonces cuando emerge la magia: no es el lenguaje el que pasa por nosotros, sino que nosotros por el lenguaje, y encontramos la memoria común, lo que somos y hacia dónde queremos ir. Así, el canto inspirado no es más ni menos que dejar de buscar: se trata de encontrar, recoger y compartir. De repente al improviso, el pueblo fluye con lo que es.
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