Por Pedro Baños.- Nunca en la historia el poder ha tenido en sus manos una oportunidad semejante de subyugar completamente al conjunto de la sociedad. De imponer un pensamiento único. De ahogar para siempre cualquier atisbo de disconformidad. El verdadero dominio de la sociedad, el más eficaz, es el que se realiza a través de la mente, sin coerción ni represión física y que va mucho más allá del uso del electroshock, el lavado de cerebro, las drogas y la tortura física o mental. Son métodos cada vez más sofisticados, menos perceptibles por quienes los padecen. El objetivo final es claro: controlar emociones para controlar decisiones.
Se emplean con profusión la manipulación mediática, diversas formas de desinformación y recientes estrategias de neuromarketing como la “obsolescencia percibida”, es decir el discurso de la industria para inculcar en la sociedad el deseo de adquirir continuamente nuevos productos o ideofacturas para, supuestamente, mantenerse al día sobre tendencias.
Ya no hace falta equiparse con arsenal de guerra, invadir territorios o amenazar con la fuerza bruta para someter a poblaciones enteras, países completos. Basta con actuar en las mentes de los ciudadanos, con condicionar sus pensamientos y comportamientos. Este es el verdadero geopoder. ¿Puede existir una mejor geopolítica para dominar por completo el mundo? ¿No ha sido este siempre el sueño de cualquier líder o grupo de poder?.
Vencer en la guerra de las ideas, las narrativas, las emociones y los afectos, cada vez es más importante como evolución de herramientas tradicionales de este control como han sido la educación —civil y religiosa— la propaganda o la difusión de bulos y rumores. Hoy, la extensión de ese campo de batalla es el aparentemente inocente campo del entretenimiento, del que cada vez es más difícil sustraerse en las sociedades avanzadas. En otras palabras: que nadie piense en aquello que no interesa. En su día, la religión fue considerada el opio del pueblo. Hoy en día, la misma metáfora es válida para el fútbol, los reality shows o los programas de farándula.
Cualquiera diría que estamos viviendo en una moderna versión de la distopía que el escritor Ray Bradbury vislumbraba en su novela “Fahrenheit 451”. Solo hay una diferencia sustancial: ya no hace falta que nadie destruya los libros; voluntariamente las personas dejaron de leer porque nuestra capacidad de atención se ha reducido notablemente. En este mundo caracterizado por la inmediatez y la aceleración de acontecimientos, la atención es un bien escaso y en constante descenso. Así se entiende que se rechacen los libros por el esfuerzo de atención que requieren prefiriéndose tecnologías que dan las respuestas hechas, por simplistas y viciadas que sean, de modo que resulten fácilmente asimilables sin cavilación alguna.
Si sientes, te condicionan
Todos somos esclavos de nuestras emociones. Y esta esclavitud moderna consiste en hacernos llegar la información directamente al corazón sin pasar por la cabeza, sin que medie la reflexión ni el análisis, sin darnos tiempo para pensar y dudar. De este modo se consigue la manipulación perfecta, el control absoluto de las mentes, pues la información no ha llegado a la parte reflexiva de nuestro cerebro, sino al centro de gravedad de nuestras emociones. Cuando se descubre lo que una persona teme y odia, es muy fácil apretar las tuercas emocionales correspondientes y provocar una furia aún mayor. Lo que no debemos olvidar es que las emociones se convierten en drogas, que se precisan en dosis cada vez más elevadas. El mantener a los ciudadanos en un estado de “infantilización” es una estrategia clásica llevada a cabo por todos los poderes. El motivo es sencillo: la infancia es el periodo en el que somos más influenciables, más proclives a la sugestión. Así, ese infantilismo equivale a la no asunción de responsabilidades, al convencimiento de que alguien solucionará nuestros problemas.
Otra forma tradicional de dominación indirecta de la sociedad es el miedo. Si el poder es capaz de inculcar en las poblaciones un temor tal a cierta amenaza, haciéndole creer que tiene el potencial de afectar de modo estructural, cuando no existencial, a su modo de vida pocos ciudadanos se resistirán a la imposición de las más estrictas medidas de seguridad. Aun cuando les limiten, o incluso les prohíban, el ejercicio de derechos que hasta entonces habían considerado fundamentales y, por tanto, inamovibles.
La transformación tecnológica de la sociedad ha convertido la memoria colectiva en una memoria mediática. El conocimiento social ya no se transmite —al menos no de forma exclusiva y, en ocasiones, ni siquiera principal— entre personas o grupos de generación en generación. Ahora son los medios de comunicación, tanto los clásicos como los digitales, los que transmiten ese conocimiento, lo que les otorga el poder de promover cambios sociales en todos sus aspectos, sean culturales, políticos o tecnológicos.
Lo que es relevante, la información que teóricamente todos deberíamos conocer para estar al día, está por completo condicionada, hábilmente manipulada por personas o grupos de interés no muy lejos de la propaganda. El trending topic no deja de ser otra farsa de las redes sociales, maleable, barata y eficaz para quien desee usarlo con fines espurios.
El fundamento de la ingeniería social es la minería de datos, es decir, extraer información sobre los individuos para venderla al mejor postor. Una vez procesados y analizados, con algoritmos, los patrones de comportamiento permiten a los arquitectos sociales diseñar estrategias de condicionamiento individual masivo o masivamente individualizado. De este modo, la dinámica que fusiona la ingeniería y la arquitectura sociales es clara: escoger el objetivo humano, extraerle información y convertirlo en un insumo. En este contexto, nunca hay que olvidar que la primera línea de defensa social hoy es pensar siempre por sí mismo. Ahí radica la verdadera libertad.
Pedro Baños es Magíster en Defensa y Seguridad por la Universidad Complutense de Madrid. Autor de “Así se domina el mundo”
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