Por Antonio Leal.- La democracia, tal como la configuró el liberalismo, es un orden político. Sin embargo, en su significado ético-político, es mucho más que un principio de reglas destinadas a guiar los procesos colectivos. Hay, por tanto, una democracia real, formal, que muchas veces está por debajo de la democracia ideal y solo raramente la sobrepasa. La democracia como valor es una forma de vida y, por ello, lleva entrañablemente incorporada la idea del conflicto y del cambio.
En el transcurso del siglo XX, la democracia política conoció una significativa expansión. Una parte, al menos, de su intrínseco patrimonio “subversivo” que sobrepasa los cánones censitarios del Estado constitucional típico del 1800, se tradujo en un sistema institucional específico. Aunque aparezca paradojal, como señala Sartori, la difusión de los regímenes democráticos ha favorecido una “evaporación conceptual de la democracia” que debe ser abordada en el contexto de un nuevo mundo que cambia las exigencias de una democracia que hoy debe ir más allá de la representación.
La democracia es, antes que todo, el régimen político que tiende al máximo del desarrollo de las normas y procedimientos “laicos”, que proclama la transparencia de las libertades formales, las igualdades sustanciales; que coloca en el centro a las personas que tienen el derecho a ocupar espacios y a condicionar los procesos de composición de los intereses y de la voluntad pública.
Su mayor elemento de novedad, respecto del pasado, ha sido y es el sufragio universal de hombres y mujeres. Este es el elemento caracterizador de la “democracia de los modernos” como diría Bobbio. En el esquema liberal clásico tenían un rol central los procedimientos de organización del universo político, pero no lo tenía la dimensión y la amplitud de este universo.
Ello significó, en su momento, un proceso de modificación cualitativa del régimen político y se constituyó en el principal aporte a la democracia en el siglo XX. En esto, el verdadero punto de expansión es la ciudadanía que, obviamente, muta cualitativamente sus propios fundamentos. En la democracia ningún interés puede imponerse sin construir un nivel de consenso, sin una generalización político-jurídica, sin representar una clara dignidad moral.
Tal como lo señala el politólogo italiano Umberto Cerroni, la democracia está sujeta a reglas que condicionan su calidad y carácter: la del consenso (todo puede ser hecho si se obtiene el consenso del pueblo, nada sin él); la de la competición (para construir el consenso, todas las opiniones pueden y deben confrontarse entre ellas); la de la mayoría (para calcular el consenso, se cuentan las cabezas, sin cortarlas, y la mayoría es la ley); la de la minoría (si no obtienes la mayoría y eres minoría, no estás fuera de la ciudad, puedes ser el jefe de la oposición y prepararte para derrotar a la mayoría en el próximo enfrentamiento); la de la alternancia (es decir la posibilidad para todos de dirigir el país); la del control (la democracia es controlable); la de la legalidad (no sólo tenemos que fundar las leyes en el consenso, sino la misma carrera por el consenso debe fundarse en las leyes y por tanto en la legalidad).
Estas reglas son establecidas para garantizar la reproducción de la democracia y, por tanto, el proceso permanente de afirmación de libertad y de igualdad entre los hombres, y funciona, fundamentalmente, para garantizar una democracia representativa.
Norberto Bobbio subraya que la participación de los ciudadanos no depende sólo de reglas sino, esencialmente, de valores que la democracia es capaz de transparentar y difundir: el de la tolerancia, la superación de los fanatismos, de la vieja convicción de poseer -al unísono- la verdad y la fuerza para imponerla; el de la no violencia. Popper, dice que un gobierno democrático se distingue de uno no democrático en que en el primero los ciudadanos puede desembarazarse de sus gobernantes sin que medie un enfrentamiento armado. El otro es el ideal de la renovación gradual de la sociedad a través del libre debate de las ideas, del cambio de mentalidad y del modo de vivir.
El 1900, se cerró adoptando la democracia sin adjetivo, como jerga oficial de la política, “como enigma resuelto de todas las constituciones”, como diría Marx de la complejidad.
En tanto, desde fines de los años sesenta del siglo XX, se inicia la estación de los nuevos derechos que tienen que ver con la paz, el ambiente, el feminismo, la información, la no manipulación, el tiempo, la diferencia sexual. Se trata de derechos metaindividuales, “de cultura”, que ninguno puede gozar si no lo gozan los demás. Ellos se colocan mucho más allá del “Homus economicus” y evocan la imagen de aquel individuo social libre que Marx proyectaba en un lejanísimo futuro y, que, sin embargo, vive ya entre nosotros como un elemento que desestabiliza aquello que la democracia tiene de estático, de burocrático, y lo reemplaza por las energías de ciudadanos que empoderan su acción a través de los nuevos canales que abre la globalización y la revolución digital de las comunicaciones. Si no nos escuchan, decían los indignados de España y lo teorizó Hessen, no los dejaremos dormir.
Los cambios epocales colocan, obligatoriamente, en marcha un proceso de reflexión de tiempo epocal, que obliga a la reconceptualización de la política desprovista de certezas, de ideologismos, desnuda en su propia autonomía y secularización.
La construcción política de la democracia no conoce más fronteras como principio y como sistema al cual se aspira. En el oeste, en el este, como en el sur del mundo, es decir, en realidades con historias y culturas muy diversas se observan esfuerzos por dar a la idea de la democracia contenidos ideales y, al mismo tiempo, instrumentos necesarios para que ella pueda ser el “factotum” de la nueva civilización.
Es por ello que la estrategia democrática del cambio está integralmente por ser aún definida, en términos de nuevos instrumentos y nuevos conceptos. El principio democrático tiene que ser extendido mucho más allá de los confines de la libertad de la democracia liberal y entrar, directamente, en la relación entre el poder democrático y el alargamiento de la frontera de los derechos, entre formas organizadas del conflicto y la reconstrucción del consenso.
La democracia, como orden social, frente a este radical cambio de los equilibrios sociales, tiene la gran tarea de dar forma política a este incesante proceder hacia lo nuevo. Pero para hacer esto, ella tiene hoy a disposición, de una parte, pocos modelos teóricos y, de otra parte, institutos y reglas institucionales que se demuestran, a cada paso, caducos.
Los rasgos nacientes del post-modernismo llevan a la fragmentación social, con la creación de una multiplicidad de sistemas y subsistemas parciales, y se mueve hacia una modificación radical de aquello que, en un tiempo, podíamos llamar el “status libertatis” del ciudadano y de las relaciones entre ciudadanía social y organización política.
En este ámbito, la libertad no es más la libertad de los modernos, según el constitucionalismo liberal clásico -es decir la libertad negativa, aquella libertad que asume la semblanza del dominio reservado-; pero tampoco es la libertad de los antiguos, la libertad positiva, que contempla como bien máximo del individuo, la participación en la polis en las decisiones colectivas. Es, en efecto, en su esencia “otra” libertad, una libertad que interviene en la elección, de oportunidades diversas, de aquella que es más congenial o que corresponde a la dirección que cada uno desea darle a su propia vida, al propio ser, en el tiempo histórico. Libertad como autonomía.
No podemos negar que la sociedad post-moderna está en condiciones de generar amenazas mortales para la democracia: la autorrefencialidad del sistema de los partidos, la inflación del poder, la neutralización del consenso, el peso de los negocios privados en la política como espacio público y el intento de capturarlo son motivos para reflexionar sobre la sobrevivencia del régimen democrático no sólo como fue concebido en el modelo clásico, sino también en el neoclásico.
Sin embargo, más allá de todo esto domina el hecho de que la democracia tiene en sí misma una verdadera razón fuerza: no hay alternativa a la democracia. El fracaso de los totalitarismos de diversa matriz e ideología nos permite afirmar categóricamente este hecho. No tenemos, entonces, otra alternativa sino aquella de dedicarnos a reformular una teoría democrática y un proyecto práctico que contenga las críticas sobre sus límites, que asuma las nuevas razones, los nuevos derechos, la nueva justicia, los nuevos sueños y utopías, pero también la nueva realidad que otro capitalismo y otra época nos imponen, en un esquema conceptual que sea contemporáneamente de reconstrucción y de revisión permanente.
En las democracias modernas, y especialmente en aquellas contemporáneas, la relación entre fuerzas políticas y formas políticas –es decir la estructura institucional del Estado– no es dirigido, como en la primera organización de la representatividad, donde los partidos absorbían, dentro de sí mismos y se expresaban excluyendo cualquiera otra opción de los ciudadanos en cuanto participantes activos del proceso político. La sociedad civil es, hoy, mucho más que una pura agregación de fuerzas materiales del actuar social, más que un sistema de relaciones privadas que casi se contrapone al sistema de las relaciones políticas.
El sistema político ha perdido su rol central como sistema unificante de todo tipo de relación humana organizada y ha retrocedido al rol de uno de los tantos sistemas parciales en los cuales la sociedad se ha dividido y diferenciado, asumiendo las funciones de especialistas de producción de las decisiones colectivas que atingen propiamente al funcionamiento de las instituciones de naturaleza exquisitamente políticas.
Un problema crucial es aquel de definir un elenco de precondiciones de la democracia que puedan transformarse en factores de esencia de ella. Subrayo: la transparencia de los procesos decisionales, la autonomía individual y el respeto de la autonomía de los demás, las garantías formales de la libertad individual, el acceso pluralista a la información, las relaciones sociales y políticas a nivel horizontal, la confianza recíproca, la tolerancia, la disponibilidad al compromiso, la institucionalización del cálculo costos-beneficios en materia de cuestiones sociales y ambientales, la descentralización de los procesos decisionales en economía y en la política.
Sin embargo, hoy, en diversos lugares del mundo incluidos los de las democracias más consolidadas, es evidente una crisis del sistema de representatividad y, a la vez, que esta tiene causas estructurales y profundas que subyacen al fenómeno contemporáneo de la desafección democrática en una sociedad compleja.
En la elaboración de Pierre Ronsavallon podemos encontrar algunas claves de la dimensión de la crisis que vivimos cuando señala que ellas tienen que ver con el tema de la legitimidad, de una parte porque el propio concepto de “soberanía popular” como lugar de origen de la democracia se debilita por el cambio del concepto “pueblo” que ya no es el de la sociedad industrial, de clases y grupos definidos, orgánicos, perfectamente visibles y representables en su dimensión social e ideológica sino de grupos heterogéneos, atomizados, que son más bien “una sucesión de historias singulares”, típicos de una sociedad líquida, postindustrial y a los cuales es más difícil representar por partidos y entidades que nacieron en otra época, en la civilización anterior.
Pero, a la vez, se experimenta un declive del desempeño de las elecciones democráticas por el alto abstencionismo -que hace que una mayoría electoral puede en verdad ser una minoría social, una simple fracción que gobierna sobre otra minoría activa y frente al rechazo o el desinterés de los no votantes- y porque ellas, por tanto, no logran expresar adecuadamente lo que Ronsavallon llama las funciones de representación, de legitimación de las instituciones, de control de los representantes y de producción de ciudadanía, que fueron los elementos claves que hicieron de las elecciones el elemento democratizador de la sociedad por excelencia y más allá de las reformas a los sistemas electorales, a la no reelección de los representantes, a la transparencia en el gasto electoral e incluso a los mecanismos de revocación y de juicios políticos, todo lo cual es valioso pero no logra enfrentar el problema del malestar y la desafección por razones de carácter políticas y sociológicas.
Lo de fondo es que de manera natural se instala, en todos los regímenes políticos, un excesivo peso del poder ejecutivo, una “presidencialización” del poder y de las democracias, lo cual debilita la representación, que se sustentaba sociológicamente en cuerpos, clases, los que al escoger sus representantes conferían el grado de pluralidad en que se sostiene la legitimidad del sistema.
Como señala Ronsavallon, hemos ingresado en una nueva era de la identidad, ligada al desarrollo de un individualismo de singularidad, relacionado con la complejización y heterogenización del mundo social, así como también con las profundas mutaciones del capitalismo, todo lo cual resulta difícil de representar por los instrumentos de una sociedad simple.
Ello implica que el individuo-historia, necesariamente singular, se ha superpuesto así al individuo-condición, más bien identificado de manera estable con un grupo, constituido en torno de una característica central. Por tanto, hoy representar situaciones sociales se vuelve entonces necesario, mientras que antes solo se trataba de representar condiciones sociales.
Para Ronsavallon la temporalidad de la vida política se ha transformado. Miremos el concepto de programa, que ha perdido su consistencia ideal en un mundo dominado por la incertidumbre, en el que cotidianamente es preciso lidiar con crisis locales y acontecimientos internacionales. Los programas establecían un vínculo entre el momento de la elección y el tiempo de la acción gubernamental. Pero la nueva relación con el tiempo/urgencia en que transcurre la vida de la sociedad digital y global, ligada a una mayor personalización de las confrontaciones, ha modificado esta capacidad de “proyección democrática” de la elección.
Para los ciudadanos, la falta de democracia significa no ser escuchados, ver que las decisiones se toman sin consulta, lo cual va mucho más allá del dato ciudadano/electoral constituido en el momento único de la elección de los gobernantes y de los representantes. Debe abordar lo que Luhmann llamaba la “institución invisible” que es la confianza y donde el ideal democrático progresa complejizando las instituciones y los procedimientos a partir de que el “pueblo” ya no es solo una población que adquiere una mayoría de edad para ejercer la ciudadanía, sino es también una dimensión histórica que debe ser permanentemente considerada en el ejercicio del poder.
Los desafíos son múltiples. La democracia, como ideal, es subversiva, y como práctica teórica, debe ser la que crea las condiciones hegemónicas, culturales, del cambio permanente en una sociedad compleja, diferenciada, global, que ya no es analizable solamente a través del pensamiento lineal, de lo bueno y lo malo, del orden y de la crisis, como conceptos contrapuestos, ya que de la crisis puede surgir también un nuevo orden.
Antonio Leal es Sociólogo, Doctor en Filosofía, Director Escuela de Sociología y de Postgrados en Ciencia Política, Universidad Mayor