Por Edgardo Viereck Salinas.- Conocí a Cristián en el 93. Estábamos terminando mi segundo cortometraje y él venía a colaborar. Eso fue lo primero que le escuché decir, incluso antes que nos presentaran. Venía con su trompeta en la mano y lo único que pidió fue un “whiskycito” que, por supuesto no teníamos porque en esos años apenas había para llegar en micro a grabar.
Éramos todos estudiantes, un grupo de empeñosos con los bolsillos repletos de sueños, y Cristián perseguía todo lo que oliera a eso. A ilusión y aventura. A vértigo, insistencia y porfía por darle vida a la vida y sacar de la inercia al mundo entero. Ese día tocó de corrido una partitura que nunca había visto antes y parecía haber nacido para interpretarla. Nos dejó mudos. Terminó y, luego de un silencio largo, nos sonrió con un guiño de ojo y se fue dando las gracias por permitirle participar. Su silueta se esfumó tras la puerta de salida para no volver pero su imagen se quedó grabada en mi memoria.
Una tarde del 2017 lo veo aparecer en mi oficina. Lo habíamos convocado a tocar, pero ahora no algo escrito por otro, sino su propia música. Para ambos habían pasado casi veinticinco años y me atrevería a decir que bastante más de veinticinco kilos, sin contar las películas por este lado, las decenas de conciertos por el otro, los viajes y los proyectos que se habían concretado y los que no. Media vida nos había pasado por encima, pero Cristián era exactamente el mismo chico de sonrisa generosa que me estrechaba la mano y me decía que venía a colaborar.
Escucharlo decir lo mismo de hacia tanto tiempo y reírme con ganas fue una sola cosa. Entonces le recordé nuestro primer encuentro. No se acordaba, pero rio conmigo y me abrazó dándome las gracias por permitirle participar. “No puede ser”, me dije y mi carcajada fue estentórea. Volví a recordarle aquella primera vez y eso lo divirtió aún más. “Bueno, está claro entonces”, me dijo, y cerramos acuerdo para que tocara unos días después ante un montón de gente que nunca tuve claro si lo escucharon de verdad o no, pero tampoco importó porque después de la tocata nos dejaron una mesa en una esquina del lugar con algo de comer y un whiskycito que nos acompañó mientras hablábamos de un proyecto de repetir aquella improvisación de juventud, pero esta vez sin partitura.
“Tú me muestras la película editada y yo le pongo la música”, me dijo entusiasmado. Yo tenía el guión preciso para hacer ese viaje y eso lo entusiasmó aún más. Tanto, que quedamos en hablar pronto. No hay tiempo que perder, fue lo último que me dijo. Pero claro, los que hacemos cine sabemos que “pronto” pueden ser años, y en este caso fueron demasiados.
Se nos fue la vida no más y será para la otra si es que la hay. Y si no da lo mismo. Ya fue fantástico para mi haber podido cruzarme con el “Cutu” un par de veces en torno a la creación. Cristián dejó huella en todos quienes tuvieron el privilegio y el honor de contar con su brillante aporte. Con su entrega. Con su pasión y, sobre todo, con su desinterés.
Me parece que te estoy viendo de nuevo Cristián, trompeta en mano, despidiéndote con tu sonrisa amiga. Pero no me quiero despedir de verdad. En cambio, prefiero quedarme sentado en la misma mesa donde aquella noche imaginamos darle forma a esa aventura. “Es que el cine y la música”, son eternos me dijiste aquella vez. No, Cristián. Tú eres el eterno aquí. Te veo en cualquier momento en esa esquina del Jazz y de la vida, ese refugio que creaste para juntarnos a todos en torno a tu pasión. Gracias por eso. Gracias eternas. Y a tu salud.
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