El suboficial Arriagada yace en el suelo con una enorme astilla de madera atravesándole el muslo izquierdo. Con un ahogado grito de dolor se da ánimo para liberar su pierna y así poder escapar, aunque sea rengueando, del viejo y oscuro caserón embrujado.
Aún le quedan cuarenta minutos de espera por los refuerzos que pidió y ya lleva más de media hora debiendo encarar a los fantasmas que pueblan el lugar desde hace décadas, luego del fatídico día en que siniestros sucesos convirtieran al matrimonio dueño de casa y su recién nacido hijo en tres almas desgraciadas y malditas atrapadas en el limbo tenebroso de la culpa y la ira eternas.
Culpa e ira, una mezcla cuya energía oscura inmoviliza y escarnece a quien se ve inundado por ella hasta convertirlo en expresión de la más auténtica monstruosidad. Corre el año 1986 y Arriagada vive en un país ya envilecido desde hace trece años por un régimen de vocación genocida que no afloja su mano dura impuesto por las armas y la tortura.
Así también envilecidos, los espectros de esta antigua casa meten harta bulla para hacerse notar en el vecindario, como si quisieran hacernos saber que su dolor tiene aún mucho más tiempo. Arriagada atiende el llamado en la noche del día en que se ha dado cuenta que también él ha cometido una atrocidad.
El hombre ya viene cargado con su propia galería nocturna de fantasmas y una ira y una culpa que lo atormentan sin cesar. Arriagada es un subalterno, uno de tantos, que cumplió órdenes en la dictadura militar y ensució su conciencia golpeando a una “subversiva” hasta matarla.
Desde el primer segundo, la cámara lo sigue con pericia milimétrica pues quiere mostrarnos sus últimos momentos a modo de un réquiem macabro más parecido a un exorcismo que a un procedimiento policial.
Desde el momento en que el suboficial toma el teléfono público desde el que llama a su mujer para confesar su atrocidad y hacerla a ella compinche de sus pecados (cosa que no logra), hasta el momento en que llega al rincón más oscuro en el segundo piso de la casona embrujada, las pistas que el joven policía va encontrando son mucho más que las huellas del fatídico evento sobrenatural ocurrido hace más de cuarenta años.
Esos espectros, esas fotos en sepia, en verdad son las huellas de la propia inmundicia de Arriagada, quien de “amigo en su camino” se ha convertido en un despreciable paco represor. Esta película confirma la eficacia de un género como el terror cuando, bien utilizado como en este caso, es capaz de dar cuenta de todo un mundo tan oscuro como real que resuena asordinado tras la aparentemente ingenua anécdota.
Aquí, lo esencial no es lo que ocurre sino a quién, un personaje a través de cuyos ojos miramos de cerca los escabrosos detalles de un daño infligido a seres inocentes. Estamos en medio del mundo del mal en su expresión más genuina. Es el mal de verdad. Arriagada podría ser cualquiera de nosotros que deambula como sobreviviente de uno de los periodos más escabrosos de nuestra historia patria, en el que muchos malos espíritus y muchas malas energías se desplegaron por Chile entero hasta convertirlo en un sitio casi irrespirable, tal como ocurre en este relato donde cada imagen exuda ese halo de fetidez que se pega en la punta de nuestras narices como testigos de algo nauseabundo.
Se trata de una película que deja oler el encierro en el que se ven atrapados quienes han traicionado no sólo los valores que juraron defender sino sus propios principios. Y es que la dictadura chilena, la última aunque no la única que el país vivió durante su periplo republicano del siglo veinte, fue un régimen de dura represión que infestó el aire por completo con su hipócrita recurrencia al principio del orden y la patria.
Arriagada no sabía esto hasta que le tocó ser él quien defendiera a nuestra nación con violencia, sangre y muerte. El suboficial Arriagada ya no puede más con su mala conciencia y es por eso que, aunque parezca irónico o extraño, ese llamado desde la central conminándolo a ir a ver qué pasa en la lúgubre casona de Quinta Normal es lo mejor que podía pasarle.
Después de todo, el limbo de la culpa y la ira inconmensurables no es tan malo pues, al menos, ya no se sienten ni el cuerpo ni los golpes, tampoco la tortura. Es apenas una vaga sensación de mareo, la misma que somete al suboficial a un estado de letargo casi sonambúlico como si se tratara de una extraña embriaguez. Arriagada ha sido invitado, sin saberlo, a la casa de todo chileno bien nacido en esta larga y angosta faja de tierra poblada por un variopinto bestiario de engañosa apariencia humana. Le deseamos suerte al suboficial en este, su último procedimiento oficial, aunque nos queda la duda de si conseguirá que su señor lo libre del mal y le permita, finalmente, decir amén.
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