Por Edgardo Viereck Salinas.- “Una obra de arte no puede separarse de su autor”. La frase pertenece a Immanuel Kant y bien puede resumir las intenciones temáticas de esta película argentina dirigida por Gastón Duprat, el mismo de “El ciudadano ilustre” y “Todo sobre el asado”.
Se dice que todos los cineastas hacen siempre la misma película. En este caso es evidente que una idea recorre todo el trabajo de Duprat y ésta es la fascinación por el fenómeno del Arte y su relación con el artista. En el cine de Duprat, la obra se confunde con su autor y la grandeza de la primera puede deberse a la pequeñez del segundo.
Este es un relato en clave de comedia dramática con personajes fuertes, bien delineados y que ofrecen sorpresas que van alimentando un suspenso no enganchado a lo que ocurre sino a cómo ocurre. Es la forma en que nos vamos enterando de las cosas lo que produce ese embeleso progresivo que hace de esta película una experiencia muy personal.
Sugiere lo que ocurre cuando uno se instala frente al espejo y, de pronto, más allá de la rutina prestablecida, más allá del cliché de los afeites matutinos o del rito diario de chequear el aspecto o la apariencia que uno proyecta antes de salir a la calle, de pronto se encuentra con algo. Una mancha en la piel. Una roncha. Un mechón de pelo más rebelde de lo necesario. O unas ojeras que nunca se habían notado. Lo que sea. Y es ahí en que el espejo se convierte en un viaje hacia los detalles de uno mismo. Y el reflejo ya no se queda en el exterior aparente sino que termina en un largo e intenso diálogo de mis ojos con lo que éstos reflejan ahí sobre la superficie especular, como si de pronto me presentaran al que está ahí y yo recién aprendiera a conocerlo.
En resumen, descubro que puedo hacer de mí un boceto, un dibujo a mano alzada, incluso una pintura imaginaria. ¿Soy una mentira? No, por supuesto que no. Se trata de un juego. Es una experiencia que no le contaré a nadie porque me creerán loco y para qué, si, total, a quién podría importarle saber quién soy. Con suerte puede interesarme a mí. Los demás no esperan mi verdad. Esperan la versión que mejor les acomode a sus intereses.
Ahora bien, quedarme en esta idea me deprime así que rápidamente abandono el careo con mis fantasmas y me abandono a la rutina que me espera allá afuera. Me sentiré más cómodo y seguro allí. Entre la gente. Solo en la multitud. Mucho mejor. Así no hay que pensar ni decir sino hacer. Solo hacer. En otras palabras, no acepto el reto de hacer de mí esa obra maestra a la que todos estamos invitados a fraguar de nuestras propias vidas. Nos quedamos ahí, a medio camino, en la seguridad de una “vidita de mierda” como la define Renzo y también su gran amigo, curador y mentor de su obra y en definitiva su VIDA. Así, con letras capitales, y si es posible con luces de marquesina. Algo para siempre recordar. Algo que merezca ser contado. Pues bien, más allá de que la película instala todas estas reflexiones en el mundo ficcionado del arte y las galerías de venta de cuadros y otras finas yerbas en el gran Buenos Aires, lo cierto es que el ejercicio que propone este film, o mejor dicho la elegante provocación de su ironía resulta más que oportuna en momentos en que todos nos sentimos al borde de un cambio global abismal y aterrador frente al cual pareciera ser que lo único realmente útil es nuestra fortaleza interior, nuestra entereza como individuos y nuestra certeza de responder a ciertos valores.
“Mi obra maestra” es un recordatorio de que la vida se refleja en nuestros actos y lo que hagamos tiene y tendrá consecuencias. Nada es gratuito, nada nos deja impunes y, sobre todo, nada nos permite eludir nuestra responsabilidad de poder elegir lo que somos.
Ya lo dijo Sartre: no importa lo que hayan hecho de ti sino lo que seas capaz de hacer con eso que hicieron de ti.
La imagen final de los dos amigos sentados ante la infinitud de un paisaje que evoca la eternidad pero aquí en la tierra, nos pone en evidencia que podemos hacer de nuestras existencias algo digno de ser admirado aquí y ahora, no mañana cuando ya sea tarde. Una verdadera pintura viviente. Una provocación a la nada que nos espera cuando hayamos partido. Una pequeña joya que podamos regalar con orgullo a los que queden. Una obra maestra. La decisión es de cada uno y cada quién sabe dónde le aprieta el zapato.