Por Mariana Schkonik.- Uno de los primeros domingos de julio, al poco tiempo de mi llegada, partimos en caravana a Obama Beach. Estábamos desesperados por meternos al mar, aún sabiendo cuán contaminado estaba y queríamos incluso gozar del sol, del mismo sol que nos martirizaba toda la semana, mientras transitábamos por las veredas de cemento hirviendo de Log Base.
Salimos directamente desde Camp Charlie. Mis colegas colombianas, entre ellas Juana y varios hombres, todos en una caravana de tres jeeps, único medio de transporte posible en unas rutas imposibles tanto fuera como dentro de la ciudad. Enfilamos hacia el mar por lo que quedaba de la RN1 que sale del norte de Puerto Príncipe.
Por supuesto que antes enviamos nuestros códigos que alertaban a la central de seguridad de Naciones Unidad de que dejábamos el perímetro de seguridad y pasábamos a “tierra de nadie”. La historia en boga por esos días era el reciente intento de linchamiento de un conductor rumano que había atropellado a un niño y el desafortunado ataque, como lo llamaron en Camp Charlie, a una alemana que conducía sola fuera de la ciudad. Era usual enterarse de linchamientos en los pueblos y zonas campesinas.
Las normas de seguridad de Naciones Unidas eran severas respecto de horarios, barrios o zonas peligrosas y normas de conducta con los locales. Pero con el tiempo pude constatar que se incumplían todas, de manera alegre, jocosa y despreocupada. Yo misma me encontré un día, sola en mi jeep en plena Cité Soleil, territorio totalmente prohibido para nosotros “los blancos”, de donde salí incólume y con la ayuda de la misma gente amable y estigmatizada.
Ese día del viaje a la playa, Juana -delgada y joven como era- no tardó mucho en encontrar un traje de baño que le quedara bien. Estaba nerviosa porque ese día se nos uniría Vanko, su más reciente conquista, de las muchas que ya había hecho y que haría hasta encontrar al hombre “adecuado”. Yo, por mi parte, separada hace muy poco y con la autoestima por los pisos, sólo me compré una descolorida toalla de playa usada, y llevaría el mismo traje de baño que use los últimos veranos en Chile.
Todas las compras las hicimos en la infaltable feria de los domingos, fuera de Camp Charlie. Ahí los feriantes haitianos, con anuencia de los militares, vendían vestidos, camisas, zapatillas, peluches, lentes y todo tipo de objetos donados por la cooperación internacional, cuyo valor para los haitianos era revenderlos y conseguir dinero para comer o comprar agua. La feria se llenaba de militares de los más diversos países que compraban como poseídos, atropellándose unos a otros, los mismos juguetes y baratijas, para llevárselos de vuelta -pensaba yo irónicamente- a sus hijos o familias en sus propios países.
La primera vez que en esa feria me topé con un grupo de militares chilenos, reconocibles desde lejos por el acento y los garabatos familiares, no pude evitar gritarles, “¡Hey, yo también soy chilena!”. Genuinamente feliz, nos abrazamos emocionados, marcando una etapa de la reconciliación nacional, que no quedará en los anales de ninguna historia.
Camino a Obama Beach, atravesamos unos villorrios de casuchas en su mayor parte cabañas hechas de ramas y vestigios de cemento, plásticos y planchas metálicas, desde donde aparecían nubes de niños vendiendo mangos y caracoles de mar. Pero más adelante y más alejado de Puerto Príncipe quedé totalmente atónita al ver una infinidad de carpas azuladas que subían por cerros desérticos. Este era un inmenso campamento llamado “Canaán”, denominación perversamente cruel, pues era tomada del nombre de los fértiles valles del Jordán. Este sería mi primer contacto, no con la pobreza que ya conocía, sino con la absoluta devastación de un país, una devastación de la naturaleza y de la humanidad que solo había visto en películas de ciencia ficción de las cuales era bastante fanática tal vez previendo prepararme para algo así. Este monstruoso campamento había sido creado inicialmente como una solución transitoria, mientras se reconstruía Puerto Príncipe, hasta convertirse en una mancha infinita de carpas azules en la inmensidad del desértico paisaje, único refugio para quienes al inicio armaron sus carpas en plazas y parques de barrios más favorecidos y que iban siendo expulsados a las afueras de la ciudad. Ese mega-campamento entre los cerros secos en medio de la nada, donde sólo se veían kilómetros de carpas y hombres, mujeres, niños, ancianos, caminado sin esperanza bajo el sol calcinante.
Llegando a la playa Obama Beach, breve espacio de piedrecillas amarillas entre el mar y la resequedad del paisaje, bordeado de algunos arbustos raquíticos y polvorientos, y dos o tres tristes palmeras que debían haber sobrevivido de la época colonial que desoló al país con cultivos de algodón. Entonces empezamos a tender toallas, instalar sillas, abrir botellas de bebidas y de ron, sacar frutas y galletas de nuestros coolers. Una vez instalados, le pregunté a Vanko, con quien yo trabajaba:
– ¿Cómo fue tu semana?
Sentando sobre un tronco en la arena, con un vaso plástico de ron puro en la mano, me contestó sin siquiera mirarme:
-Del demonio. Con la mierda que son los funcionarios de gobierno, todavía no obtenemos el permiso para que circulen los camiones con materiales de construcción. Tengo varados en el puerto los techos y puertas que nos envían desde Estados Unidos. Para qué te comento que el gobierno todavía no nos asigna un lugar donde construir –dijo, finalmente, indignado, en su inglés arrastrado y pastoso y ojos enrojecidos, que ya le conocía de todas las noches en Camp Charlie. Era un hombre de pelo alocado y cejas hirsutas y grises, malhumorado y rostro surcado de miles de arrugas.
-Qué lamentable, – contesté mecánicamente.
Mi pregunta, surgida del tedio de tener que decir algo, se estaba convirtiendo una vez más en uno de esos discursos peyorativos de Vanko. Él era un gran ingeniero, pero totalmente ignorante respecto de la heroica historia del país: primero en el mundo en abolir la esclavitud e independizarse de sus colonizadores. Una vez llamado la Perla del Pacifico, lugar de veraneo de Hemingway, Graham Greene, estrellas de cine, y políticos norteamericanos, durante los veinte años de ocupación norteamericana y luego los treinta de dictadura de Duvalier. Él, Vanko se movía por el mundo sin el menor interés por los países donde trabajaba: Bosnia, el Congo, y otros miserables países en guerra o devastados. Estaba más preocupado por el precio del dólar y el monto de sus ahorros, imagino en Suiza, que otra cosa. Obligado por el sistema implacable de Naciones Unidas a enviar plata mensualmente a su ex mujer e hijos en Ucrania. Su máxima preocupación –según se decía en la oficina- era ahorrar para su vejez soñada, que yo imaginaba con mucho alcohol, sol, mujeres jóvenes y muy lejos de su país natal.
En lugar de seguir hablando con Vanko, me metí al agua y, saltando olitas y una que otra caja de plumavit, me encontré rodeada de un escuadrón de fornidos y bulliciosos soldados brasileños, todos ellos muy jóvenes, a los que Juana ya había abordado rápidamente en su mejor portuñol. Flotando evoqué veranos de juventud y olvidé por un momento las picadas de mosquitos, las blusas sudorosas, los pies hinchados, mis cuarenta y tantos años, la reciente soledad, y las palabras de Vanko. De cara al sol mecida por un oleaje leve, traté de no pensar en nada.
Obama Beach empezó rápidamente a llenarse de vendedores que salían de entre los matorrales; botellas de agua y bebidas, mangos y hasta hubo pescado preparado en una improvisaba parrilla de carbón y servido en las infaltables cajistas de plumavit, que en Puerto Príncipe resbalaban por las quebradas junto a la basura y a los animales vivos o muertos, y se apilaban en las esquinas hasta encontrar su camino al mar, navegando empujados por las lluvias torrenciales.
Al salir, envuelta en mi triste toalla recién comprada vi a Juana durmiendo abrazada a Vank. Cuando iba a tenderme sobre la arena, no pude evitar seguir con la mirada a dos hombres: uno, funcionario internacional de un país que no logre determinar, y su acompañante, probablemente su chofer. Yo ya había estado observándolos cuando se estacionaron pues me extrañó que llegaran cargados de ropa, zapatos y juguetes, obviamente donaciones benévolas de la solidaridad internacional.
Almorzaron a la sombra, sin socializar, y luego emprendieron una caminata por la arena cargados de sacos, como ayudantes de Papá Noel. Les pregunté qué hacían y me explicaron que se los llevaban a niños de un villorrio cercano a esa playa. Les ofrecí acompañarlos, a lo cual se negaron gentilmente aduciendo que la caminata era agotadora. Sin embargo, los seguí desde lejos y constaté el revoloteo de los pequeños probablemente de entre dos a doce años, y que alegremente iban apropiándose de juguetes rotos y en desuso, así como de ropa de las tallas y telas más inusuales para Haití que, yo sabía, sus padres venderían nuevamente. También observé cómo el chofer seguía repartiendo estos donativos, mientras el funcionario se perdía entre las malezas con el que se veía era el mayor de los niños, y al que había visto acariciar profusamente mientras éste juntaba sus regalos.
Ese fue mi último domingo en Obama Beach. Después opté por permanecer los domingos en mi alojamiento de Camp Charlie o ir a la piscina del hotel Karibe, que era para ese entonces, el más elegante de Puerto Príncipe, aún en pie. Esa noche no logre dormir, ni por el estruendoso ruido de la lluvia sobre mi conteiner, ni por la certeza de que la maldición me perseguía, la misma que me hacía ver todo lo podrido con brutal claridad, maldición que me había alejado de mi marido primero y de mi trabajo en el gobierno después.
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