Las actividades culturales fueron quizá las primeras en ser completamente canceladas sin proyecciones de pronta apertura, ya que las restricciones sanitarias se han aplicado con especial rigor a funciones teatrales, conciertos y exposiciones, las que a diferencia de sectores comercialmente relevantes como el retail, no tienen demasiada capacidad de lobby para iniciar procesos de apertura controlada (como se ha hecho en otras latitudes, donde incluso ya se están ensayando conciertos masivos). A más de un año del comienzo de la pandemia en nuestro país, probablemente ya sea tiempo de asumir que no vendrán planes sectoriales especiales y que cualquier política de asistencia debería enfocarse de manera urgente en ayudar económicamente a una ingente fuerza laboral que lleva meses rascándose con sus propias uñas. Seguramente para la mayoría de nuestro sector los ahorros en las AFP se agotaron (producto de bajas cotizaciones al carecer de contratos de trabajo), así que cualquier retiro no supone ya ayuda alguna y, asimismo, los IFE (Ingreso Familiar de Emergencia) recién hace algunas semanas han empezado a contemplar a más personas, por lo que uno desearía que se formulen ayudas sectoriales mejor enfocadas en el sector artístico, que posee un perfil laboral distinto al resto de trabajadores.
Ahora bien, este reclamo por la ausencia de políticas de apoyo a los trabajadores de las artes es de larga data, puesto que en los años que lleva instalado el Ministerio de las Culturas, las Artes y el Patrimonio (Mincap), y antes el Consejo Nacional de la Cultura y las Artes, nunca se ha intentado estudiar cuáles son realmente las condiciones laborales del sector (sin ir más lejos, la regulación especial creada en 2003 y que contempla el Código del Trabajo, involucra fundamentalmente a los trabajadores de las artes escénicas, dejando de lado a artistas visuales, restauradores, montajistas, curadores, mediadores, etcétera). Este desconocimiento afecta directamente la creación de cualquier política de Estado dirigida al sector, que tradicionalmente se ha enfocado en la promoción del consumo cultural y el financiamiento —vía fondos concursables— de la producción artística, pero no en el reconocimiento de los agentes artísticos como trabajadores calificados. ¿Cómo podría el Estado formular una política o programa específico si realmente no conoce la realidad de los productores y mediadores?
La pandemia hace urgente ayudas a corto plazo, que no discriminen demasiado a sus beneficiarios, pero al mismo tiempo, no podemos dejar de tener en cuenta que el Mincap no ha ofrecido prácticamente ninguna ayuda a los ministerios de Desarrollo Social, Hacienda y Economía para que estos tengan algún insumo a la mano a la hora de generar ayudas económicas (las que con el paso del tiempo se han ido diversificando, llegando al punto donde se están ofreciendo bonos a feriantes, que comparten con nuestro sector una relativa desregulación en sus trabajos). Frente a esta situación, a diferencia de lo que el Mincap realizó el año pasado, se debería dar paso a un financiamiento menos burocrático y que tome como referencia, por lo menos, los datos que gremios, asociaciones y sindicatos artísticos pueden entregarle, ya que se ha oído con insistencia el reclamo gubernamental de que “carecen de la estadística específica” de los sectores de la población a los que deben ayudar (cosa curiosa para funcionarios que no llegaron a sus cargos por simple azar, sino que quisieron voluntariamente hacerse cargo del Estado, sabiendo a priori el estado de situación en el que se encontraban).
Las formas de asistencia no pueden nuevamente enfocarse en la concursabilidad, que ya en condiciones normales supone un mecanismo con incentivos perversos, porque los objetivos de una política concursable tienen como criterio la “calidad” o congruencia de lo ofrecido con lo buscado por quien convoca —ya sea un objeto o un candidato—, y no la necesidad económica en la que se encuentre el trabajador que solicita la ayuda. El año pasado se cometió este fatal error con una “Convocatoria nacional para la adquisición de obras” , que sirvió como un ejercicio de mecenazgo público inédito, pero oportunistamente fue promocionado como mecanismo de ayuda a artistas en situación precaria. Basta ver la lista de ganadores (muchos de ellos de reconocida trayectoria y participación en el circuito académico y galerístico) para entender qué tan grave fue dicho procedimiento, percibido como una burla por muchos artistas que sinceramente creyeron que serían beneficiados por una política sectorial, puesto que fondos fueron especialmente reasignados ante el reclamo de la comunidad artística para tales fines.
Esta crisis debiera ser la ocasión para idear nuevas formas de financiamiento cultural, que escapen al fomento de la competencia entre pares y sumen a los trabajadores artísticos como sujetos de tal política, y no solo como medios con los cuales se obtienen mayores índices de consumo o participación cultural. Hasta hoy no poseemos realmente un ministerio que reconozca la especificidad de nuestras labores, y que en función de ello desarrolle acciones que tiendan a dar mayor dignidad y regulación a dichos trabajos. Si bien asuntos como estos son ciertamente materia de leyes, la discusión constituyente somete a revisión todo lo que se ha hecho y, muy especialmente, lo que queremos que sea de aquí en adelante. Igualmente, el debate presidencial vuelve a poner en la atención pública los programas que cada candidato/a desea proponer al país, y la cultura siempre aparece como un punto a tomar en consideración para la comunidad. Sería muy pertinente preguntarse si los actuales candidatos realmente están proyectando una política cultural que no solo diga que “quiere más cultura” o este tipo de frases de buena crianza, sino que realmente comprenda la difícil situación en la que esta pandemia nos dejará como sector una vez la crisis decline.
Es necesario revisar cómo se puede descentralizar el financiamiento cultural, pensando en distribuir hacia los nuevos gobiernos regionales, o también a las gobernaciones y municipalidades, que son las que más cerca están de la ciudadanía. Un enfoque territorial en la distribución de fondos podría asegurar a futuro que una mayor parte de los agentes culturales pueda desarrollar sus labores con mayor libertad y, además, vinculándose más estrechamente con dichas comunidades (que pueden estar fuera de los circuitos de distribución tradicionales). Sobre esto último, no podemos olvidar que la crisis política y cultural que comenzó en octubre de 2019 aún sigue operando en la sociedad chilena, y que la Convención Constitucional no es la única vía mediante la cual dicho movimiento subterráneo tendrá su mediación. Serán también las distintas manifestaciones artísticas las que den forma a las múltiples muestras de descontento, afirmación identitaria y construcción de archivo que están y seguirán ocurriendo.
Hay candidatos que han afirmado desde ya que su intención es aumentar considerablemente —con respecto al actual escenario— el porcentaje de dineros que el Estado invierte en cultura (Gabriel Boric y Daniel Jadue), sin embargo, cualquier crecimiento presupuestario debe ir acompañado de planes y programas que realmente ameriten tal aumento y no simplemente pasen por agrandar dotaciones de funcionarios o, peor, el pozo a repartir en fondos concursables (sin la necesaria reformulación de tal herramienta). El Chile que venga luego del estallido, la pandemia y la Convención Constitucional requerirá de nuevas miradas sobre las artes y la cultura, unas que, por un lado, integren modos de relacionarse distintos (autogestión, cooperativas, asociatividad, organización territorial, cabildos, entre otros), y por otro, atiendan a trabajadores/as que carecen virtualmente de reconocimiento social alguno (que se han asociado tradicionalmente al ocio y la entretención). Quiero decir aquí que, una vez iniciado el debate constituyente, parte de la “superación” del Estado subsidiario y el neoliberalismo (si es que es posible tal cosa) pasará también por dejar de entender al primero como una simple caja pagadora de artistas y mediadores subcontratados. Es decir, pasar de un Estado que nos trata como empresas, a uno que nos mire como trabajadores/as y ciudadanos/as.