Por Juan Medina Torres.- La lucha entre el poder político y el poder eclesiástico a inicios del siglo XVII en nuestro país, refleja una contienda incesante y obstinada que registró acontecimientos como el sucedido en 1604.
En ese año, había un clérigo de órdenes menores llamado Pedro de Leiba, que mantenía relaciones amorosas con la esposa del jefe de Alguaciles. La historia cuenta que, un día, Pedro de Leiba agredió al Jefe de Alguaciles con un candelero, dejándolo gravemente herido.
Conocedor de los hechos, el gobernador Alonso de Ribera, que se encontraba en Santiago, enojado por lo acontecido y convencido de que ese delito quedaría impune si era juzgado por la justicia eclesiástica, resolvió aplicarle un castigo ejemplar. Ordenó la búsqueda del clérigo, quien fue detenido a la entrada del colegio de los jesuitas.
El gobernador, sin juicio previo ni oír los descargos del clérigo, lo condenó a 200 azotes. El condenado Leiba, con las espaldas desnudas, fue atado a un caballo que recorrió las calles de Santiago y, mientras el verdugo lo azotaba, un pregonero daba a conocer el delito que había merecido tan dura pena. Posteriormente fue encerrado en la cárcel pública donde permaneció a pesar de las reclamaciones del obispo, que pedía que el clérigo le fuera entregado en virtud del privilegio eclesiástico de que gozaba. De esta forma el gobernador Alonso de Ribera quería dejar en claro quien mandaba en este naciente país.
Pero el gobernador no contaba con que el obispo Juan Pérez de Espinoza tenía entre sus manos un arma espiritual que en esos años de profunda religiosidad era de gran poder. En efecto, el obispo puso en entredicho a la ciudad. El entredicho o interdicto es, en el derecho canónico, una censura eclesiástica por la cual las autoridades religiosas pueden prohibir a los fieles la asistencia a los oficios divinos, la recepción de algunos sacramentos y la sepultura cristiana.
Imaginemos la alarma que provocó entre los habitantes de Santiago cuando supieron que no podían ir a misa ni ser bautizados, ni casarse… y tampoco los muertos podían ser sepultados en lugar sagrado. La situación era grave, pero Ribera mantuvo su decisión y, gracias a la mediación de los padres jesuitas, entregó al obispo el clérigo de Leiba, quien a pesar de pertenecer a las órdenes menores y a pesar de la gravedad de su delito era, según los cánones eclesiásticos, una persona sagrada y Ribera, por la pena aplicada al clérigo de Leiba, fue excomulgado.
Durante muchos años el gobernador estuvo inscrito en la tablilla, en donde, según las costumbres, estaban anotadas todas las personas excomulgadas por la Iglesia. No se sabe cuándo se le levantó dicha sentencia.