Por Juan Medina Torres.- El 19 de Enero de 1540, Pedro de Valdivia -maestre de campo del conquistador del Perú Francisco Pizarro- en una ceremonia religiosa realizada en el Cusco, prometió solemnemente fundar una ciudad bajo la invocación del Apóstol Santiago y edificar una iglesia consagrada a la Asunción de la Virgen María en los territorios que conquistaría. Al día siguiente, como Teniente Gobernador, junto a ocho soldados y algunos indios, inició la histórica marcha al sur. Atrás quedaban los bienes obtenidos en Perú, la encomienda de todo el valle de Canela y una buena mina en la región de Porco. Valdivia soñaba con descubrir territorios y crear una nueva nación.
Posteriormente, algunos españoles se integraron a la a expedición hasta llegar a «ciento cincuenta y tres hombres y dos clérigos, ciento y cinco de a caballo y cuarenta y ocho de a pie», según Jerónimo de Vivar. Además, un millar de indios de servicio.
Al entrar al Desierto de Atacama la marcha era lenta por la carga que se transportaba y las temperaturas de 40 a 45 grados de día y menos cinco a diez grados en la noche, todo lo cual influía en el ánimo de los expedicionarios.
Valdivia formó cuatro grupos, que marcharon separados por un día cada uno. Así, daba tiempo a que las escasas fuentes de agua, agotadas por un grupo, pudiesen recuperarse mientras llegaba el siguiente.
Avanzados los días y en medio del desierto, Valdivia tuvo que desplegar toda su capacidad de líder para animar a sus hombres que, de vez en cuando, tropezaban con los restos de hombres y animales muertos. Son tan ásperos y fríos los vientos de los más desolados lugares de este despoblado, escribe Pedro Mariño de Lobera, que “acontece arrimarse el caminante a una peña y quedarse helado y yerto en pie por muchos años, que parece estar vivo, y así se saca de aquí carne momia en abundancia”.
Quizá impresionado por el macabro paisaje, Juan Ruiz, uno de los hombres que ya había estado en Chile con Almagro, comenzó a amotinar a la gente para volverse al Perú. Advertido de la sedición por su maestre de campo, Pedro Gómez de Don Benito, Valdivia mostro otra faceta de su liderazgo. Ni siquiera permitió confesar al insurrecto y le hizo ahorcar sumariamente por traición, continuando sin más la marcha.
En la vanguardia marchaba Alonso de Monroy, quien portaba herramientas para mejorar los pasos y evitar que los caballos se despeñasen. Otra tarea era profundizar los pequeños pozos que conocían los guías indios para que el agua no faltase a la gente que venía atrás. A los dos meses de camino por el desierto más seco del mundo las dificultades aumentaron porque encontraron manantiales agotados y la deshidratación apareció como un fantasma bajo el inclemente sol atacameño.
En estas condiciones el grupo que integraba Inés Suárez hizo un descanso y cuenta Mariño de Lobera que, de pronto, Inés Suarez mandó cavar a un yanacona “en el asiento donde ella estaba”. Y cuando había profundizado no más de un metro, el agua brotó con la abundancia de un arroyo, “y todo el ejército se satisfizo, dando gracias a Dios por tal misericordia, y testificando ser el agua la mejor que han bebido la del jahuel de doña Inés, que así le quedó por nombre”.
Desde entonces ese lugar se conoce como Aguada de Doña Inés. Se encuentra sobre una quebrada de nombre Doña Inés Chica, a unos 20 km al noreste de El Salvador, y al pie de un monte conocido como Cerro Doña Inés, situado inmediatamente al norte del Salar de Pedernales
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