Por Juan Medina Torres.- La Historia General del Reino de Chile, Flandes Indiano, escrita por el sacerdote jesuita Diego de Rosales en 1674, dice que “al llegar al valle de Mapuche -que quiere decir tierra de gente-, Valdivia dio vuelta al valle mirando los asientos y la hermosura de sus campiñas y llanuras, que es de los mejores y más fértiles valles del Reyno, fecundado de un río que, liberal, reparte sus aguas por diferentes sangrías para que todos rieguen sus sembrados”.
Otro jesuita, el padre Alonso de Ovalle en sus crónicas, refiriéndose al Cerro San Cristóbal, habla de “un cerro de vistosa proporción y hechura, que sirve como de atalaya, de donde a una vista se ve todo el llano como la palma de la mano, hermoseado con alegres vegas y vistosos prados en unas partes y, en otras de espesos montes de espinales”.
Pero esta visión, casi idílica, empieza a cambiar y aparece la contaminación, asociada en primera instancia a la problemática de la higiene pública. En efecto, en 1588 el Cabildo de Santiago acordó que “no era conveniente al bien y limpieza, que hubiese basurales en la calle”.
Posteriormente en 1712, el Cabildo destina fondos a la limpieza de las calles de Santiago “por ser asqueroso el espectáculo de los basurales y de los animales muertos devorados por las aves de rapiña a vista y paciencia de los vecinos”.
En esos mismos años, el Gobernador Juan Andrés de Ustariz, ordenó empedrar algunas calles de la ciudad, que eran verdaderos “lodazales intransitables en el invierno y lechos de polvo en el verano” con el fin de disminuir la contaminación, mejorar la salubridad e higiene pública.
En 1789, el sacerdote jesuita Felipe Gómez de Vidaurre expresaba que la provincia de Santiago estaba en un terreno casi todo llano y “muy escaso de árboles de madera porque sus pobladores, inconsideradamente, han arrasado los bosques”, explotación que se registraba desde el inicio de la conquista.
A principios del 1800 Santiago seguía sufriendo una preocupante contaminación del aire, provocada por el humo y el polvo en suspensión. Una de las principales causas, anotan las crónicas de la época, era el barrido de la Plaza de Armas y de otros sitios públicos, que se hacia sin ningún cuidado y levantando grandes polvaredas todo lo cual provocada una preocupante contaminación ambiental. Lo mismo pasaba con el humo provocado por las chimeneas, fogatas, quemazones y otros incendios.
En 1813, el cabildo denunció que toda “la atmósfera alrededor de la ciudad estaba cargada de un humo espeso y caliente que causaba notable variación en el temperamento”.
Investigada la causa, se acordó oficiar a la Junta de Gobierno para que tomara medidas que prohibieran “las quemazones de los campos inmediatos”, haciendo presente de los graves daños que dicha contaminación causa entre los habitantes de la ciudad.
Aquellos incendios, contribuyeron en parte a la deforestación de la cuenca de Santiago, proceso que se había consumado ya a afines del siglo XVIII.