Por Antonio Leal.- La política y sus instituciones clásicas se revelan crecientemente como incapaces de conectar frente a una sociedad civil activa, a individuos/ciudadanos en movimiento que ya no utilizan la mediación partidaria para informarse, plantear sus reivindicaciones, convocarse, ya que la sociedad digital y de redes les proporciona los instrumentos para estar conectados y para crear verdaderas redes virtuales que instalan identidades, muchas veces parciales y efímeras, pero que son capaces de concretarse en manifestaciones y explosiones sociales que modifican agendas y el curso de los acontecimientos políticos en la sociedad actual.
La propia democracia representativa se muestra estrecha para contener las exigencias de una sociedad exigente que busca soluciones a los problemas ahora. Cuando globalización y revolución digital han modificado el sentido del tiempo y del espacio, resulta evidente que los tiempos de la política, de los representantes, de las gestiones gubernativas, muchas veces aún análogos, difieren de la velocidad de la vida establecida en códigos digitales, inmediatistas, donde todo funciona al ritmo de un celular conectado a internet que se ha transformado en el arma más peligrosa de la desafección y el descontento, pero también en una enorme posibilidad de volver a reunir política y sociedad conectada y de reconstruir los espacios de la legitimidad perdidos en el paso de la vieja a la nueva sociedad del siglo XXI.
Hay que tener presente que la crisis de la democracia no es sólo de su forma; es una crisis de su naturaleza, de su estructura, de sus componentes y de sus principios. Es decir: de la metafísica de la democracia. Las realidades políticas, económicas, sociales y culturales no son las mismas que acompañaron a la democracia moderna en su consolidación. De allí que la naturaleza de la democracia no se corresponda con el mundo actual .
Lo primero que hay que dirimir es si la democracia representativa es solo un conjunto de normas y reglas inamovibles que sólo funciona en su versión verticalista del poder, entendida por tanto como un modelo estático, como un sistema que requiere precondiciones, como propia de un período en específico.
Si lo que prima es un análisis lineal de la sociedad y la democracia, en la que el conflicto es presentado como expresión de una enfermedad del “organismo social” o bien, se ha entendido como superado con la desaparición de las oposiciones políticas obtenida a través de la llamada “democracia de consensos. O si, por el contrario, ella es efectivamente más bien un proyecto inacabado, incumplido en el tiempo, una práctica distinta decisionaria e inclusiva y si admite que sociedades diversas a las que nació puedan dar al ciudadano un rol activo que horizontalice la política y las decisiones. Es decir, si la conflictualidad con que nace y se desarrolla en los últimos tres siglos es un componente esencial e inherente de su propia transformación.
Para la búsqueda de respuestas es interesante, desde la filosofía y la ciencia política, reflexionar sobre las elaboración de dos grandes teóricos liberales contemporáneos : Ralf Dahrendorf y Robert Dahl, que han sostenido que la democracia es justamente, por definición y esencia, conflictual y contiene el debate y la movilización política como las principales herramientas del pluralismo, del cambio y de la participación ciudadana.
La democracia liberal y postliberal contiene valores, reglas, principios, que como lo describen, entre otros politólogos Bobbio y Sartori, permiten realizar el derecho mínimo de cada cual a poder decidir el sentido de la propia historia.
No sólo participar en la ciudad, con el simple requisito de la titularidad de ciudadanía, sino extender la libertad al espacio de la propia autonomía.
Pero la dinámica de la democracia no es estática, es de cambio y por ello esencialmente conflictual, es inseparable del conflicto, es el retorno continuo de las contradicciones y del carácter paradójico de la política moderna.
El conflicto que estructura la democracia contiene, inevitablemente, el valor de la convivencia, ya que ella, de por sí, consiste en la posibilidad de un orden que se hace cargo de la pluralidad de las razones, de la posibilidad de que una venza y la otra pierda, sin por ello estar fuera de la ciudad.
La democracia se entrega, a sí misma, la decisión de dejar fuera del conflicto los puntos no negociables, aquellos que pertenecen a la sobrevivencia de las razones plurales. Por eso mismo, más y nuevos contenidos de la democracia son también un antídoto a la despolitización, a la tecnocracia, a la desafección ciudadana, que ocupan un lugar importante en la actual fase del sistema, y el único obstáculo a la teología económica del suceso y del crecimiento ilimitado casi como filosofía de vida de las personas y las sociedades.
El conflicto evoca el tema de la elección entre alternativas posibles, entre opciones diversas y abre la “cuestión democrática” en su punto más alto y de mayor densidad teórica.
El conflicto expresa la necesidad fundamental de dar valor a las cosas que no son definitivas; reproduce, en la coyuntura histórica, la estructura contradictoria de nuestras necesidades de individualidad, de generalidad y de comunicación.
El tema de la conflictualidad democrática es esencial, sobre todo cuando asistimos a un redimensionamiento de los espacios de la gran política, producido, entre otros, por una postmodernidad que arrasa con los sólidos pilares de la racionalidad iluminista, dejando al desnudo filosófico a la política, y por la mercantilización absoluta que invade todos los ámbitos de la vida e impone una lógica dominante.
La “sociedad reducida” es una sociedad empobrecida cultural y éticamente. La ofensiva neoliberal ha consistido en estos decenios, naturalmente, en la tentativa de neutralizar los conflictos orientando el empuje emotivo de la población hacia formas regresivas de identificación: el poder fuerte, la sociedad ausente, la despolitización, la clausura de lo público, los escenarios virtuales, los enemigos de turno (drogados, marginados, incapaces, emigrantes, etc.).
Contraria a esta tendencia, típica del neoliberalismo, es la perspectiva del filósofo y sociólogo alemán-británico, eurodiputado, Sir Ralf Dahrendorf, quien fue uno de los precursores de la teoría sociológica del conflicto social y uno de los principales teóricos del liberalismo moderno. Dahrendorf indagó las fuentes estructurales de los conflictos concluyendo que la principal fuente estructural de conflictos sociales no es la desigual distribución de la sociedad de los medios de producción, como sostenía Carlos Marx, sino la desigual distribución de la autoridad y a partir de allí concentra su atención en la importancia del sistema de poder democrático y de su crisis.
Dahrendorf sostiene que la crisis de la democracia es sobre todo una crisis de control y de legitimidad frente a los nuevos desarrollos económicos y políticos y que la necesidad de redefinir la democracia requiere de la búsqueda de nuevas formas de conducir el proceso de gobierno, de toma de decisiones y de cambio en las modalidades de ejercicio del poder, que traducidas como postdemocracia comprenden la «época sucesiva a la democracia clásica». Para él, esta democracia en crisis es un modelo que necesita de una redefinición, en virtud de que sus mecanismos tradicionales lucen débiles para garantizar el equilibrio de sus estructuras y tiene en cuenta , para ello, lo sostenido por Norberto Bobbio, en el sentido que las amenazas a la democracia vienen de su propio seno: la ingobernabilidad, la privatización de los espacios públicos y los poderes ocultos.
Dahrendorf parte de la base de que una sociedad que no desee precipitar en el descompromiso creciente hacia las reglas y las responsabilidades colectivas, debe asegurar que todos tengan “una apuesta en el juego de la sociedad”, es decir, que los pobres, los marginados, los excluidos del sistema, tengan algo que colocar como apuesta, como objetivo, como derecho, a cambio de la aceptación de los vínculos sociales.
En esta perspectiva, es necesaria la elaboración de una política de entendimientos fundamentales comunes para todos los ciudadanos, de una ciudadanía común contra los privilegios y los superpoderes.
Dahrendorf, autor de la Teoría del Conflicto, señala que el conflicto es el motor de la historia, es lo que mantiene el desarrollo de la sociedad. Este conflicto, para ser socialmente relevante, se manifiesta más allá de las relaciones individuales. Encuentra su ámbito de desarrollo entre los roles sociales, entre grupos sociales, entre sectores de la sociedad, entre sociedades y entre organizaciones supranacionales.
Dahrendorf centra su preocupación en el estudio de las fuentes estructurales de los conflictos y descubre que ella se encuentra no en la desigual distribución de la propiedad, como sostenía Marx, sino en la desigual distribución del poder entre personas y entre grupos. A ello lo denomina la “distribución dicotómica de la autoridad”. En esta dicotomía el conflicto es inevitable entre quienes pretenden mantener el orden y quienes desean cambiarlo, y es el conflicto persistente que, a su vez, reestructura la misma sociedad de la que surgen nuevos conflictos y nuevas síntesis que representan contratos sociales acordes a las sociedades complejas en que vivimos.
En esta perspectiva, Dahrendorf se propuso, nada menos que disolver el matrimonio que liga capitalismo neoliberal y liberalismo. Postuló una distancia abismante entre el empuje liberal ligado a las definiciones de oportunidades nuevas para todos y la política neoconservadores de reducción de las exigencias sociales y de “proteccionismo”, verdaderamente, para los grupos más fuertes.
Sostuvo que “no puede haber un orden liberal sin democracia política, pero la democracia política por sí sola no garantiza un orden liberal». A su juicio, para alcanzar ese orden liberal democrático se deben dar condiciones básicas: la democracia requiere un Estado de derecho reconocido por todos; tiene que haber una sociedad civil fuerte y una pluralidad de asociaciones no controladas por el Estado o los partidos.
Él construye una alternativa liberal-radical apoyada en las nuevas chances de vida, exalta la movilidad de los conflictos parciales frente al circunscrito viejo conflicto de clases, y enfatiza el rol de las agregaciones provisorias en torno a problemas específicos de la población. Ve una ciudadanía que participa sin militancia clásica, con sus propias metas sociales e inmateriales. Adelanta el carácter de los movimientos sociales autónomos, que siempre han observado estas características pero que en los años de los Indignados, como lo describe Hesse, transforman este rasgo en un dato estructural.
En una línea más ligada a la sociabilidad, el politólogo norteamericano, catedrático de la Universidad de Yale, Robert Dahl , probablemente uno de los más ilustres representantes de los estudios de teoría de la democracia, fallecido en 2014 a los 99 años, señalaba que era necesaria una auténtica refundación de la teoría política que reestructure las relaciones entre los medios técnicos de los procedimientos y los fines culturales de la democracia. En su libro La poliarquía, establece que en la sociedad democrática no existe una sola élite gobernando, sino que existe una pluralidad de ellas que compiten por ser la alternativa preferida y, por tanto, la poliarquía es propiamente una función de la participación, no sólo electoral, sino aquella que a través de instrumentos distintos al voto comunica preferencias y busca influir en el debate público. Es, por tanto, una dimensión no electoral de la participación de la ciudadanía que es imprescindible incluir para determinar si existen condiciones sociales que favorezcan la transformación de los regímenes y la renovación de la democracia como “movimiento” y ellas comprender, en la visión de Dahl, modalidades de participación política no electoral como protestas, marchas, mítines, huelgas generales, ocupación de plazas públicas, boicots, entre otras expresiones de antagonismo político que deben ser validadas como parte de un conflicto que robustece la vida democrática de una sociedad.
Dahl se propuso superar la vieja oposición entre el liberalismo y el socialismo, que nacen cuando aún no se ampliaba la parte más relevante del itinerario de la ciudadanía.
El liberalismo cultiva el culto de la propiedad y lo coloca en el centro de toda la estructura de la política. Locke lo resume: “La sociedad política fue fundada sólo para conservar, a cada privado, la propiedad de bienes, y para ningún otro fin”.
El llamado “socialismo real”, que murió con la caída del Muro de Berlín, en cambio, colocaba en cuestión la comunidad política, con ello la democracia y los derechos de libertad. Su consigna fue “expropiar a los expropiadores”, como requisito de una igualdad entre los sujetos, pero ello no iba acompañado de una sociabilidad del poder sino de una espantosa burocracia autoritaria.
Dahl afirmó que sólo la democracia es capaz de debilitar y colocar límites a la estructura de la constitución de la propiedad privada y del mercado como valor superlativo. Los derechos políticos comprenden todos los cuerpos de la propiedad y ésta deja de ser un “derecho ético fundamental”.
El valor del análisis de Dahl reside en que focalizó el paso de un régimen que presentaba al Estado como depositario de la “ratio”, a una estructura política “poliárquica” que supone la multiplicidad de los intereses y la realidad y permanencia del conflicto.
Es aquí donde se crea una simbiosis entre “pluralismo y pluralidad de los intereses”, que provoca la marginalización de las dimensiones individuales de la política y la emergencia de partidos y grupos de presión que organizan la solidaridad entre intereses homogéneos.
En esta fase, al puesto del sujeto individual, subentra el organismo colectivo que controla las redes esenciales que aseguran la relación de la sociedad con las instituciones.
Aquí se coloca el tema de la partidocracia o, lo que es lo mismo, el arrebato a la sociedad civil de espacios que le son propios. Los partidos políticos, que originalmente nacieron como instrumentos para accionar –como diría Dahl- “los criterios de igualdad del voto y de la participación efectiva”, ocuparon el espacio principal en torno al cual ha rotado todo el sistema político.
Aquí está el origen de una evidente separación entre los recursos formales que han sido predispuestos por el ordenamiento normativo y los poderes reales diseminados en la sociedad. Es, justamente, esta forma de la política, elitista y autorreferencial, la que hoy entra en crisis definitiva , la que muere, como expresión social, en prestigio y credibilidad.
El espacio de la política que sólo reconoce a los partidos y a las viejas formas organizacionales, típicas de lo que Touraine llamaría “modernidad media”, está aislado y requiere reconocer e interlocutar con actores nuevos que surgen de una diferente forma de mirar las reivindicaciones ubicadas en un arco más global, más universal, en una sociedad digital que desmaterializa el tiempo y el espacio y, con ello, las viejas formas de comunicar, entre ellas la de la propia política.
Pero como bien lo subrayan los politólogos argentinos Santiago Leiras y Andrés Malamud, hay un Dahl joven y viejo. En sus obras de los decenios de 1950 y 1960, ubican el foco en el problema de la libertad. “En contraste, los textos datados a partir de 1970 se concentran en la temática de la justicia, entendida en términos rawlsianos –señalan– como equidad. De allí que la cuestión de la viabilidad (y virtud) de las poliarquías no se centre ya, en forma determinante (…), en la cultura política, sino que pase a depender inevitablemente de la estructura económica y la distribución de la riqueza”.
Los autores citados afirman que “el valor ‘justicia’, como núcleo central del pensamiento dahliano, se constituye “en justificación, prerrequisito y resultado, a la vez, del proceso democrático; es su justificación en tanto principio razonable de ordenamiento social, su prerrequisito en cuanto un régimen democrático no puede establecerse o perdurar sobre una base social extremadamente inequitativa, y su resultado ya que produce una atribución igualitaria de facultades políticas”.
De esta forma, Dahl sostiene, que aun en la importancia extrema del sufragio universal: “El voto representa sólo un tipo de recurso político. Desde el momento que los recursos sociales son distributivos de manera desigual y dado que, muchos de ellos, pueden convertirse en recursos políticos, los recursos políticos, diversos del voto, son distribuidos de un modo desigual”.
Por ello, la democracia, sea para el liberalismo democrático avanzado como para la socialdemocracia, es todavía un diseño incumplido en toda su plenitud y el paquete de valores que ella engloba no ha agotado, ciertamente, sus grandes potencialidades.
Conflictualidad e incumplibilidad como condición para que la democracia no tenga ninguna zona intransitable, ninguna “reserva” protegida, a las cuales esté prohibido el acceso de sus reglas y la hegemonía de sus valores éticos y políticos.
Ciudadanía activa como eje de una nueva estructura de poder que reemplace sea a la burocracia centralista, a la tecnocracia devenida poder por la lógica del mercado y a las elites que, debiendo representar y convocar, han ocupado lo que los italianos llaman “la stanza dei bottoni”, es decir, el lugar donde realmente se resuelven las cosas.
El reclamo, justamente, de la nueva ciudadanía es influir en colocar los temas de las agendas políticas y estar donde se toman las decisiones como condición para una democracia más horizontal y participativa.
Antonio Leal, Sociólogo, Master y Doctor en Filosofía, Académico de la U Mayor
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