Por Javier Maldonado.- Murphy, el filósofo de las complicaciones simples, sostiene que toda situación, por mala que sea, siempre es susceptible de empeorar, y que si algo puede salir mal, saldrá mal. Realismo puro.
Pero, como es natural entre nosotros, siempre salta un “pero” que pone todo en tela de juicio e instala la hipótesis de la relatividad. Esta relatividad no es física ni cósmica; solamente política e interpretativa.
Hay una inquietante pregunta que va y viene: ¿A quién le conviene la promoción del virus? No de la pandemia, sino que del virus como instrumento estratégico para la manipulación de la incertidumbre.
Y es que el poder central siempre tiene el control de la incertidumbre, porque ésta es la causa principal de la inseguridad y, por lejos, el más decisivo instrumento del poder: de hecho, es su propia sustancia. Así que, quienes están cerca de las fuentes de la incertidumbre son quienes ejercen el dominio. ¿Estamos mal? Sí lo estamos. Pero ¿cuán mal estamos? Bueno, el Dr. Heinckel, director del Instituto para la medición de la inestabilidad social, de la Universidad de Oklahoma, afirma que los últimos informes dan cuenta de que un 38% de los ciudadanos que viven en departamentos de 40 m2 no son felices, y no es que sean infelices, porque no lo son, sino que son poco o nada de felices, sobre todo aquellos que habitan en las colmenas, que son esos edificios de 25 ó 30 pisos diseñados para una o dos personas que trabajen afuera y sólo lleguen allí a dormir. Todo lo otro lo pueden hacer en instalaciones cercanas en el barrio y que tienen un historial de servicios a la comunidad.
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A la pregunta de cómo mide el bienestar de tales personas, el Dr. Heinckel responde que depende. Y ¿de qué depende? Pues bien, de la cultura de consumo que demuestren. Y eso ¿es medible? También depende. No hay certeza de que las cifras recogidas sean la precisas. Pueden variar de un 12% a un 17%. Pero eso sólo alimenta la incertidumbre. ¡Por supuesto! Dice el doctor, y eso es precisamente lo que buscamos medir: el valor de la incertidumbre.
No existe una sociedad completamente satisfecha. Ni en Jauja, ni en Pior es ná, localidades donde la vida parece no pasar y donde todo es igual, siempre. Pero esa es un falsa certeza y, como tal, es sospechosa. Los planes de gobierno deben considerar la incertidumbre y la inestabilidad como el factor esencial del progreso y el crecimiento. El que está completamente satisfecho es un peligro para la sociedad y las autoridades debieran ocuparse de ese asunto.
De tal modo que cuando la autoridad de distinto rango dice que un 72% está bajo la protección del mejor sistema de control en este continente, los ciudadanos debieran preguntarse a qué corresponde esa medición.
Pero de eso no se dice nada. ¿Será cierto? Allí comienza a funcionar la incertidumbre.
Si se buscara un símbolo visual diseñado para representar la idea de la incertidumbre colectiva, éste debiera ser el signo de interrogación. La gramática es precisa a la hora de fijar las imprecisiones.
Entonces, interrogado el ministro encargado de las políticas públicas acerca de cuán segura está la autoridad de que los hechos nos llevan por el mejor de los senderos, el funcionario, haciendo demostración de dominio en la materia, responde con aire culturoso: ¿ha leído usted un relato del escritor argentino Jorge Luis Borges titulado El jardín de los senderos que se bifurcan? Pues bien, esa es la disyuntiva a la que está dedicado el gobierno.
-Perdone ministro, pero qué tiene que ver Borges; ¿y cuál es la disyuntiva?
-¡Esa, pues! El desafío que significa la elección del camino a seguir. La bifurcación. Una vez allí, ¿por dónde ir? ¿Quién puede saberlo? Es la incertidumbre total.
-¿Y todas las medidas que dicen que se toman?
-¿Quién dice?
-¡La autoridad!
-¿Cuál autoridad? ¿Autoridad de qué?
-¡Usted!
-¿Yo? Yo apenas soy un ministro, un secretario de estado, un amigo cercano del presidente, médico de profesión y gerente de vocación, un empresario. ¿De qué autoridad me habla?
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