Hugo Cox analiza las características progresistas de la democracia liberal y su vigencia en el marco del postmodernismo.
Por Hugo Cox.- Tras la reciente celebración del 5 de octubre, día en que conmemoramos que se derrotó a una dictadura con un lápiz, fruto de un enorme y sacrificado trabajo, llama la atención cómo la encuesta CEP vuelve a revelar el creciente desapego con los valores de la democracia liberal.
Lo más notorio en el estudio es la preocupación por la seguridad y cómo se dispara el narcotráfico y violencia. Este fenómeno de la delincuencia se viene observando hace tiempo, pero ahora desplaza a otras prioridades, como vivienda, inmigración y salud. Este anhelo por la seguridad tiene también otras consecuencias. Un 73% privilegia el “orden público y seguridad ciudadana” por sobre las “libertades públicas y privadas”. Por si fuera poco, si antes la mayoría de los chilenos valoraba la democracia, hoy a un 31% “le da lo mismo un régimen democrático o autoritario”, un 17% prefiere “en algunas circunstancias un régimen autoritario” y solo un 47% prefiere la democracia. Todo esto es un caldo de cultivo para algún populismo autoritario.
Ver también:
Kant: imprescindible repaso para los tiempos actuales
El sujeto histórico en la sociedad de lo woke
Y es contradictorio, porque nadie elegiría un país en dictadura para vivir y desarrollarse como persona, ¿cierto? Lo más seguro es que preferiríamos un Estado en que la democracia liberal y su filosofía le permita su desarrollo.
Algunas personas buscan tener una carrera profesional de prestigio; otras, maximizar el tiempo que pasan con su familia. Algunos sueñan con ser estrellas del rock; otros se centran en cumplir estrictamente las normas que marca su religión.
Una sociedad liberal no impone a sus ciudadanos ningún modelo concreto de desarrollo humano, pero resulta ser inmensamente mejor que cualquier otro sistema alternativo a la hora de proporcionarles los derechos, las libertades y los recursos que necesitan para perseguir lo que cada uno de ellos juzga una vida floreciente.
Ningún defensor de la autodeterminación colectiva, la libertad individual y la igualdad política debería ser tan ingenuo como para creer que estos valores se han materializado plenamente en alguna parte del mundo. No obstante, debemos evitar caer en un escepticismo ahistórico que nos impida ver el marcado contraste que existe entre las democracias liberales y los demás sistemas de gobierno que han dominado el mundo a lo largo de los siglos.
El mundo liberal debe compaginar mentalmente dos creencias a la vez: en primer lugar, que los principios liberales han contribuido a lograr enormes mejoras en el mundo; segundo, se debe recordar que el liberalismo es una fuerza de progreso, no de mantenimiento del statu quo.
En la vereda del frente, la síntesis identitaria de lo Woke se presenta como una ideología progresista que intenta rehacer el mundo de manera radical. En el núcleo de su visión reside una postura de aceptación de la permanente importancia de categorías dudosas, como la raza. Ve un futuro en el que las personas se definirán por siempre en función de los grupos identitarios a los que pertenecen, en el que las diferentes comunidades estarán constantemente atrapadas en una competencia de suma cero, y en el que la forma en que se traten unos a otros dependerá siempre del color de nuestra piel o de nuestras tendencias sexuales.
Mientras el liberalismo apunta a un sentido común en la búsqueda de hacer causa común con personas que tienen creencias y orígenes distintos en búsqueda de una solidaridad mutua, las categorías identitarias históricamente han fundamentado la injusticia y la opresión. No se puede negar que existen, pero al crear verdaderos compartimentos estancos que no conversan, no dialogan y tienden a perpetuar lo que combaten. Es por este motivo que no crean un sentido común en la sociedad y, por lo tanto, tampoco adhesión a su proyecto histórico (como señala Yascha Mounk).
Esto se ve reflejado, por ejemplo, en datos de la encuesta CEP, donde se señala que un 73% de los chilenos está muy satisfecho con su propia vida, un 77% de ellos “satisfechos o muy satisfechos” con el lugar donde viven, un 88% con su pareja, un 93% con sus hijos y un 75% con su trabajo. Asimismo, cayó drásticamente el porcentaje de las personas que apoyan el estallido social de octubre de 2019, de 55% a 23%. Las esperanzas que se abrigaron hace cinco años en el buenismo colectivo han derivado en un realismo individual.
En este contexto es urgente que la política salga de su crisis y vuelva a trabajar en pos del sentido común y son los sectores del centro político, tanto laicos como cristianos, los que deben proponer un plan coherente con este país para seguir avanzando en el contexto de una democracia liberal.