Por Gonzalo Rojas Canouet.- En un podcast que escuché al azar llamado Free Solo, de Edo Caroe se habló sobre un personaje freak llamado Joseph Pujol, conocido como Pétomane, hombre que hacía cosas con gases, pedos. Fue un atractivo del Moulin Rouge. Se me aparecen en mi cabeza un sinfín de ejemplos al respecto: los indígenas enjaulados como evento circense, todas las deformidades corporales del ser humano en una exposición del efecto que se vuelve un acto de valor mercantil. La película de los hermanos Coen, «La balada de Buster Scruggs», son pequeñas historias trágicas de la colonización norteamericana, uno de esos relatos es sobre un chico que no tiene extremidades que cuenta historias tristes de amor sublime y un viejo lo expone para ganar dinero.
Pienso en Baudelaire poetizando el aburrimiento de los parisinos en el Spleen de París. La novedad de ese poetizar es que el sujeto moderno comienza a aburrirse, situación distinta a la que se daba antes de la industrialización del mundo en donde la vida comunitaria era el paradigma de vida. Este nuevo sujeto social se transforma en operario de una máquina, deja de producir artesanalmente. Es lo que conoceremos como una nueva imagen del ser humano, la del proletario: aquel que vende su fuerza física (la plusvalía) por un salario, que vive en un nuevo espacio social, la ciudad y que convive en la multitud y que en su anonimato, Walter Benjamin define al narrador moderno como aquel que narra desde la soledad. Este nuevo ciudadano se aburre. Su vida y su cotidianeidad se han fragmentado. Más allá de las injusticias que sabemos son consecuencias de lo que estoy diciendo, es que en una porción de su fragmento cotidiano, el aburrimiento es parte de su sentir. Por lo tanto, la explosión de dispositivos para aplacar ese aburrimiento se solventa en los parques de diversiones, teatro, vau de ville y eventos de seres frikis.
Benjamín y Baudelaire, están pensando desde esa bisagra que el mundo cambió: lo comunitario y lo artesanal ya quedan fuera del campo de movimiento que en Occidente estuvo pensándose. El fragmento y su técnica son las derivadas de lo que se fue. Incluso hay posturas más radicales como la de Poe en su Método de composición, cuando plantea el sentido de lo original en el poema. Entendiendo esto como el logro del poema absoluto que, finalmente, termina en la escritura fragmentaria de cuentos policiales en fricción al fracaso de ese poema que contiene todas las cosas del mundo. Entonces cuando veo videos de Joseph Pujol pienso que el efecto –palabra clave en la composición escritural de Poe- es la derivada de un algo mayor que ya dejó de ser. En corto: cuando cambiamos de paradigmas se va un Dios y en el caso que hablo, éste se mimetiza solo en su efecto. Por eso, estos personajes frikis son apropiaciones de la realidad en modo fantasmagórico, de lo extraño, de lo que no se puede nombrar directamente porque aun contienen un enigma detrás. Un Dios ya no responde, solo la ciencia, su método. Ese gesto freak es el desplazamiento o derivado del Dios que se esfumo. Su efecto es parte de su desaparición. En los frikis de ese tiempo se mantiene el velo de lo incognito, de lo que cuesta nombrar.
El hoy de nuestro mundo esta permeado por el mundo digital. En distintas dimensiones que esto presenta a diario. El conocimiento se transfiere como lo quiere decir en vez de lo que se dice. El dictamen de verdad es solo lo que aparenta ser. Las redes sociales son las plazas públicas que metabolizan un sinfín de información al segundo. Pulsan afecciones distanciadas de argumentos. El mundo líquido diría Bauman: el mundo es lo que simula ser. El torbellino de información de lo digital es una ola inmensa que rebota en nuestras propias realidades. Nos hacen hablar en sus códigos y en sus claves. Puedo tomar todo lo que se dice en los comportamientos de hablas de este tipo de formatos. Me nace decir algo así: es una juguera de gritos en laberintos que simulan decir algo. Es la lógica del perro de Barthes que se hace más presente. Son las fake news de lo incógnito que todos buscamos. Nuevamente Dios ha muerto.
Es ese lenguaje digital cubriendo la incógnita o se hace cargo de la tarea de señalar lo ignoto de nuestros tiempos. Lo que en más de cien años atrás sucedía con los frikis, hoy tiene esa misma dinámica; pasamos de cuerpos aburridos y destartalados al plano del lenguaje. Por eso me es tan lúcido pensar de Deleuze actualmente, el lenguaje debe ser una máquina de guerra. No quedarse con los métodos lingüísticos nos señalaban que el acto de habla era para comunicarnos. Hablar es combatir y vengar nuestra posición argumental. Es la lucha de lo sólido con lo líquido. No es bueno ni malo, es una transformación. Estamos en otra bisagra histórica donde el Dios que habla se deriva en la incógnita del fake news. En esa transición de la que respiramos aparecen gestos freaks, antes como cuerpos hoy como acción comunicativa.
Como sea, en estas transformaciones lo monstruoso es ver a la bestia saliendo de su caverna. Pensarse desde el lenguaje, sobre todo desde la poesía es desobedecer a este lenguaje actual para sobrevivir y perder el miedo al asomo de esa bestia que se asoma. En el fondo cada época archiva sus cosas. Incendia el mito de un Dios y en la hoguera quedamos mirando sus cenizas y tenemos que hacernos más humanos para resolver su ausencia. Demasiado humano dijo Nietzsche y es cuando más nos cuesta argumentarnos y dirimir nuestras posibilidades y cotidianeidades. En los efectos de un Dios muerto nos sabemos más humanos. Por lo tanto, estas épocas están llenas de exquisitas contradicciones. La tarea es saber cuáles nos favorecen. En el bluff constante de hoy en día, la letra creativa es una salida. Descompone el lenguaje y lo vuelve máquina de guerra contra el miedo que nos hace crear apariencias de lo que somos. La bestia que nos persigue no es más ni menos que el miedo a nuestros monstruos que nos congela a hablar y crear.
Gonzalo Rojas es Doctor en Filosofía. Escritor y poeta. Académico del Instituto de Humanidades UAHC
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