Por Agustín Morales Jaramillo.- ¿Dónde están los valores? La pregunta me ha surgido tras dos casos en los que las comunidades escolares se han contrapuesto con sus propias identidades: las denuncias de abusos sexuales entre estudiantes del Colegio San Ignacio de El Bosque, en la comuna de Providencia; y la crisis del Liceo Augusto D’halmar en la comuna de Ñuñoa.
Lo ocurrido en el primero -establecimiento jesuita, privado, religioso confesional, disciplinado, un colegio de fe- es un remezón al estereotipo de que ciertos sectores, mejor “educados”, reproducen a su vez mejores valores a través de comunidades cerradas, exclusivas, endogámicas. Los padres invierten ahí cuantiosos recursos, con la expectativa de que entre “gente bien” habrá también un mejor trato o protección para sus hijos. Pese a ello, se ha denunciado una serie (no son casos aislados) de abusos de alumnos contra alumnas.
¿Es un problema de falta de disciplina del colegio? ¿Son algunas manzanas podridas en una comunidad de “gente bien”? ¿O es la constatación de que el acceso a lo “privado” y lo exclusivo no nos garantiza seguridad en una sociedad permeable y líquida como la chilena? Seguridad, entendida como la sensación de que el “otro” no me hará daño.
Quizás es la bofetada de realidad de lo que Zigmunt Bauman y Leonard Donskis llaman la “maldad líquida”, basada en la normalización de la indiferencia y de situaciones dañinas. Frente a esta maldad ya no basta culpar o criminalizar a agentes “exógenos” a nuestras comunidades, como a algunos sectores les gusta: los narcos, los inmigrantes, los sospechosos de siempre. Ahora la maldad está “dentro”.
En la vereda del frente, el fenómeno del Liceo Augusto D’halmar da cuenta de algo parecido. Tras una serie de ilegalidades (retiro de matrícula a primeros repitentes, cobros excesivos de centro de padres, maltrato, entre otros), seguida de una intervención deficiente de parte de la corporación municipal de Ñuñoa, una parte importante de la comunidad escolar se ha volcado a los medios y a la calle a protestar defendiendo la figura del (ahora) ex director y la segregación que producía. Es cierto que el Liceo presentaba excelentes resultados, pero no era solo por un modelo educativo exigente, sino también por el eficiente filtro y falta de inclusión que aplicaba esa autoridad por cerca de 30 años, filtro justificado por las generaciones de alumnos y apoderados que lograban quedarse.
Detrás de eso estaba la sensación de ser exclusivos, pero sin los costos de un colegio privado; la sensación de ser “mejores” que otros liceos, lo que se manifestó en sendas discusiones entre apoderados donde algunos justificaban que se expulsara a repitentes porque “no daban el ancho” (palabras del ex director), y se les invitaba a irse a otros establecimientos “menos exigentes”.
El conflicto en el D’halmar revela una fisura en la clase media y media baja en Chile, producto del modelo neoliberal. Es una grieta aspiracional que cruza toda la vida y que lleva a buscar todas las alternativas posibles que permitan sentirse distinto, sentir que tengo acceso a lo exclusivo, a lo mejor, aunque no tenga la posibilidad de pagar un colegio como el San Ignacio El Bosque. Esa es la razón principal, a mi juicio, de que en los últimos 40 años haya tenido tanto auge la educación particular subvencionada: porque no quiero ser un número (estar en el liceo A-47), sino que quiero ser parte de una comunidad exclusiva (la “comunidad d’halmarina”), aunque probablemente no haya mucha claridad de lo que eso significa.
Esa diferencia imaginaria, esa segmentación irreal, han hecho olvidar a la clase media chilena que la esencia de la educación pública es la inclusión, es un “ser” nacional. Detrás de eso está la misma búsqueda de exclusividad que lleva a los apoderados del San Ignacio El Bosque a pensar que están en medio de “gente bien”.
En definitiva, los valores están en las acciones, no en la sensación de pertenencia a los “buenos”. Y si las acciones (el vulnerar al otro, el despreciar al otro, el abusar de otro) normalizan el mal a nivel social, no hay muro ni comunidad exclusiva que nos defienda. No hay demolición ni comisario que nos proteja. La única solución posible es el largo y esforzado proceso de reconstituir una sociedad sobre la base de reconocer lo que es correcto y hacerlo, en un país donde no vea al otro como enemigo.