Por Eduardo Letelier y Raúl González.- La reducción del orden de lo económico al ámbito del intercambio mercantil protagonizado por empresas de capital, donde corresponde al Estado una actividad reguladora, redistributiva o subsidiaria, corresponde al sentido común de nuestro tiempo. Por lo mismo, es probable que sea la base en torno a la cual se organice el debate sobre el nuevo orden económico constitucional para Chile.
Este sentido común es tributario no sólo de los fundamentos de la teoría neoclásica, corriente principal que está en la base de la formación económica impartida en nuestras universidades. También está presente en las perspectivas marxistas y socialdemócratas, contribuyendo a conformar la tensión entre mercado y Estado como estructuradora del campo de la política económica desde la Gran Depresión de 1929.
Mucho más invisibles, aunque no menos gravitantes social y económicamente, son diversas expresiones económicas autogestionarias que, siendo jurídicamente privadas, tienen fines de ayuda mutua, bien común o público; que además del intercambio comercial, despliegan relaciones económicas de cooperación, reciprocidad, comensalidad y donación. Estos emprendimientos prefiguran mecanismos de participación económica en la productividad social y formas de redistribución del ingreso no mediadas por el Estado; formas de ejercicio de democracia económica que no responden a la esfera política estatal; y espacios de sociabilidad e integración comunitaria con valor intrínseco, que exceden la noción de bienestar en tanto disponibilidad de ingreso per cápita.
Desde un punto de vista histórico e ideológico, estas iniciativas o emprendimientos pueden encontrarse en prácticas comunitarias de pueblos originarios. Así como también están presentes en las necesidades de manejo de recursos comunes de diversas comunidades rurales. Desde mediados del siglo XIX a inicios del siglo XX destaca el desarrollo de diversas expresiones de resistencia a la explotación y alienación del capitalismo por parte de trabajadores y artesanos, organizados en torno a mutuales, mancomunales, gremios y corporaciones. Paralelamente, se hacen presentes una multiplicidad de obras sociales inspiradas por la Doctrina Social de la Iglesia Católica y que movilizan la acción del voluntariado, hasta nuestros días.
A mediados del siglo XX, tanto las cooperativas como las organizaciones comunitarias vecinales pasan a inscribirse en proyectos políticos inspirados en el comunitarismo, siendo protagonistas de los procesos de Reforma Agraria y Promoción Popular. Posteriormente, bajo la noción de organizaciones económicas populares y organizaciones no gubernamentales, cumplirían un papel significativo en el abordaje de la crisis económica de los ochenta y en la reconstrucción del tejido organizativo y en la resistencia a la Dictadura. Todos estos procesos han formado parte de la historia moderna de la economía chilena, pero han sido débilmente tematizados por las teorías dominantes.
La oleada neoliberal de los noventa subsumió este conjunto de expresiones bajo las nociones estadísticas de microempresa, pequeña y mediana empresa (PYME) o empresas de menor tamaño, despojándolas de todo tipo de connotaciones utópicas o de transformación social e instalando la premisa (igualmente ideológica) de que todo un amplio abanico de iniciativas o emprendimientos serían algo así como prospectos de futuras empresas de capital, que se diferenciarían solamente por su tamaño de ventas o trabajadores asalariados, variables que, en definitiva, constituirían las claves del éxito empresarial para efectos de toda política pública.
Más aún, los mismos enfoques teóricos críticos en economía, tenderían a enfatizar esta visión, por la vía de considerar a este universo de emprendimientos como expresiones más o menos funcionales a un capitalismo periférico o dependiente; o expresiones resultantes de un proceso de modernización fallido, insuficiente o incompleto. En el mejor de los casos, estas perspectivas verían a la cooperación o solidaridad presente en estos emprendimientos, como un recurso o capacidad para competir mejor en los mercados.
Pese a ello, al indagar desde una aproximación sustantiva lo que nos reporta la Encuesta Nacional del Empleo es que al año 2015 se contabilizaban en Chile unos 3.000.000 de personas ocupadas en las denominadas microempresas, cifra equivalente a un 37 por ciento de todos los puestos de trabajo de Chile. Es decir, tantos puestos de trabajo como los generados por las consagradas medianas y grandes empresas. De este universo de emprendimientos, la mitad correspondía al mundo del trabajo por cuenta propia y la otra mitad, a la de empleadores(as) que, en un 70 por ciento de los casos, obtenían ganancias inferiores a dos salarios mínimos, según la Encuesta Nacional de Microemprendimiento. Es decir, se trataba de iniciativas orientadas a la generación de ingresos familiares, antes que a la acumulación de capital.
Una profundización en la realidad sustantiva de las unidades económicas familiares, de la mano de la teorización feminista sobre la economía del cuidado, permite ir más allá de la noción de microempresa, reconduciendo el concepto de economía hacia su sentido original, en tanto administración o manejo de la unidad doméstica. Esto posibilita no sólo evidenciar nuevos planos en que se manifiesta la inequidad, en términos de la doble jornada productiva y reproductiva. También permite hacer visibles las consecuencias sociales y económicas de la transformación de los roles domésticos, visibilizando el lado crítico de una participación en el mercado del trabajo que no considera los servicios y cuidados que dejan de proveerse domésticamente, salvo en la medida que estos terminen siendo contratados a través del mercado.
¿Qué tan significativa puede ser esta economía sumergida de los servicios y cuidados domésticos? Un estudio elaborado por la ONG Comunidad Mujer, sobre la base de estadísticas oficiales, muestra que el tiempo destinado a servicios domésticos y de cuidados en el espacio familiar, valorado al costo de oportunidad salarial, equivalía a 27,9 por ciento del Producto Interno Bruto de Chile del año 2015. Esto es tres veces el tamaño del sector minero.
Finalmente, una consideración integral de la realidad de la economía doméstica o familiar, tanto en sus actividades mercantiles y no mercantiles, requiere reconocer una pluralidad de arreglos asociativos, que buscan potenciar los objetivos de estas unidades y/o desarrollar espacios de sociabilidad y buen vivir con valor intrínseco. Este es el campo de lo que en diversos países se denomina la economía social y solidaria, cuya realidad comienza a ser reconocida por instancias como la Organización Internacional del Trabajo y por diversos marcos constitucionales y legislativos, a contar de la década pasada. Economía sustantiva que, en verdad, ha estado presente en toda la historia moderna, buscando conciliar libertad individual con sentido solidario y comunitario y negando a la competencia y acumulación de riqueza como principios rectores.
Estudios realizados para el caso de Chile muestran que la economía social y solidaria comprende un sector conformado por unas 250.000 organizaciones formales de diversa naturaleza, que anualmente empleaban a unas 330.000 jornadas equivalentes completas, entre trabajo remunerado y voluntario, movilizando alrededor de 9 mil millones de dólares de gastos. En este tipo de emprendimientos, destacan iniciativas históricas del cooperativismo agrario, que permiten hoy que diversos pequeños productores puedan sobreponerse a mercados asimétricos, como es el caso de la leche o la uva vinífera.
Del mismo modo, una red de más de 1.500 organizaciones comunitarias y cooperativas permiten el acceso al agua potable a más de un millón y medio de habitantes de localidades rurales. Últimamente, recogiendo sensibilidades y pensamientos contemporáneos, estos emprendimientos de tipo cooperativo se han incorporado en narrativas asociadas a la recuperación del trabajo como espacio de realización personal y colectiva y como actividad creativa, por oposición a un tipo de empleo alienado. Del mismo modo, se ha comenzado a reconsiderar su relevancia con miras al manejo de bienes comunes, en el marco de procesos de transición ecológica y sustentabilidad y también en la gestión de esquemas alternativos a la propiedad intelectual monopolista, como es el caso de los fondos creativos comunes, el software libre y la ciencia abierta.
En qué medida este universo de iniciativas económicas o emprendimientos de carácter familiar, solidario, cooperativo y autogestionario -tematizado por algunos investigadores de la realidad latinoamericana y reconocido en algunas constituciones políticas como la economía popular solidaria- puede ir más allá de la resolución de necesidades inmediatas de la subsistencia, que ha sido sin duda una contribución históricamente probada y reconocida, y puede contribuir a proyectar las bases de un nuevo modelo de desarrollo, más humano, solidario, justo y sustentable y de un nuevo orden económico constitucional –UNA ECONOMIA PLURAL- es una cuestión que esperamos abordar en el Congreso de Economía Social y Solidaria, el próximo 10 y 11 de junio, al cual nos hemos autoconvocado diversos investigadores y activistas y al cual invitamos a toda persona interesada en estos asuntos.
Eduardo Letelier es economista y académico de la Escuela de Ingeniería Comercial la Universidad Católica del Maule y Raúl González, director del Instituto de Humanidades de la Universidad Academia de Humanismo Cristiano.