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Educar las emociones en la escuela: Un aprendizaje fundamental

Por Rodrigo Rojas-Andrade.- Mientras intento escribir esta columna, mi hija está en clases de artes. Entra y me dice papá mira tenemos que dibujar estos monstruitos y ponerles expresiones de pena, miedo, alegría y así ¿Me ayudas? Yo le digo que sí, que lo haremos juntos. De seguro yo también necesito reconocer las emociones que siento en este momento. Aunque para expresar mis emociones debería bocetear un solo monstruo con emociones titilantes y conjugadas. Porque siento algo como alegri-tris-mied-entusias-rab-asco-lusión y por más ejercicios de respiración que intente practicar, las notificaciones del WhatsApp, la bandeja de correo, el hervir de la olla o la lista de bienes esenciales no me deja encontrar ese esquivo equilibrio emocional con sesgo positivo que parece el santo grial de las recomendaciones en salud mental.

Pero ¿es posible vivir esta pandemia solo en positivo? ¿es sano?  Estoy seguro de que los y las docentes lo saben y por eso enseñan de emociones. Lo sano es el flujo emocional, es tener miedo cuando se escucha que los contagios aumentan; pena porque no se puede jugar; alegría porque se puede regalonear en la casa; entusiasmo porque se pueden aprender nuevas habilidades y rabia porque las medidas sanitarias no parecen funcionar.  Cuando las personas no somos capaces de sentir más que un limitado número de emociones (ya sea positivas o negativas) a pesar de que las situaciones cambian, entonces debemos alertarnos. Pero para emocionarse es necesario reconocer las emociones, ponerles nombres, saber expresarlas, saber escucharlas, aceptarlas y darles libertad.

Uno supone que los adultos tienen mayor conocimiento de sus emociones, pero no siempre es así. No todas las personas saben reconocer la pena o la rabia. Algunos andan enojados cuando en realidad sienten una tristeza profunda o andan todos bajoneados cuando muy adentro tienen profundas ganas de explotar. Otras veces se confunde la alegría con el miedo. Los adultos se esconden cuando reciben muestras de afecto, por dentro pueden experimentar una felicidad extrema, pero guardan su expresión y la esconden.  O al revés, la gente parece contenta y se mueve de un lado a otro, solo para ocultar que algunas cosas en la intimidad les parecen realmente terroríficas.

Imagine usted que, si educar emocionalmente a los adultos es importante, cuanto más importante es educar a los niños y las niñas sobre sus emociones. Aprender a “emocionar” es la base de todos los demás aprendizajes. Para aprender debemos sentir y reconocer tranquilidad, curiosidad y felicidad, si sentimos angustia, no hay docente ni estrategia basada en la evidencia que pueda ayudar. Si sentimos rabia, frustración y pena con algunos contenidos, los rechazamos; por eso es importante escuchar esas emociones. Así, no se trata de sesgar las emociones hacia un lado estáticamente positivo, sino que acompañar el fluir de las emociones. A veces se siente rabia con matemáticas, otras veces pura alegría. Los niños sienten con más pureza esa emoción, por tanto, con más intensidad. Si las asignaturas producen la misma emoción negativa todo el tiempo imagine usted la experiencia de aprendizaje. No queremos que no se tenga frustración con una asignatura, queremos que se acompañe y se escuche esa emoción.

Ojalá la educación emocional pudiera empaquetarse en un libro y enseñarse en un pizarrón, pidiendo que se conecte una palabra con una carita. A emocionar se aprende emocionando y este proceso solo ocurre en el seno de un verdadero vínculo afectivo que permite la conversación. Así, docentes no solo deben propiciar actividades de educación emocional con sus estudiantes, como la profesora de artes de mi hija, sino también emocionar en la sala de clase. El año pasado, una profesora me contaba que pudo llorar con sus estudiantes y muchos lloraron con ella porque perdió a un ser querido de COVID-19, fue un acto de genuina expresión, que estuvo acompañado en todo momento por las familias. Esta misma profesora me contó que después pudieron cantar y reír a través de la pantalla, mientras en esa sesión surgían consejos y palabras de alivio.  Me dirán algunos, esto pasa el límite profesional y les diré que desde la óptica tecnocrática y adulto céntrica, probablemente sí, porque se esperaría que el profesor solo transfiera conocimiento prescindiendo incluso de su humanidad, pero en la realidad, como muchos docentes defienden, los profesores son personas y como tales, viven en el vínculo. Incluso más que todos y por eso sufren tanto y se alegran tanto con sus estudiantes.

¿Cómo podemos evitar desde las escuelas los daños en salud mental? Hoy escuchaba a una colega que daba las siguientes recomendaciones: mantener rutinas, reducir la incertidumbre, reducir la exposición a malas noticias, aumentar la actividad física, reducir la ingesta de azúcares y carbohidratos y cuidar la higiene del sueño. Todos consejos muy útiles y basados en la evidencia. Todas estas recomendaciones que provienen de los marcos de afrontamiento al estrés a veces son muy difíciles de cumplir para las familias y dejan a docentes la única labor de canalizar la información.

Yo creo que los y las docentes y los asistentes de la educación pueden tener un rol más importante en la prevención de trastornos mentales y en la promoción del bienestar emocional, pues pueden educar. Pueden desde el vínculo facilitar el aprendizaje, enseñar el reconocimiento, expresión y regulación de las emociones. Pueden desde la conversación cotidiana ser modelos emocionales, pueden con el apoyo de equipos psicosociales implementar programas de acompañamiento emocional, pueden desde la pedagogía compartir mundos distintos y adecuar contenidos que permitan el fluir de las emociones.  En definitiva, la salud mental desde la escuela se potencia, fortaleciendo la propia naturaleza de la escuela en un círculo virtuoso desde el vínculo emocional.

Rodrigo Rojas-Andrade es doctor en Psicología y Coordinador del Centro de Salud Mental en Comunidades Educativas