El escritor Arturo Ruiz nos entrega un relato (ficticio) sobre un pasado (ficticio) que explica la trama en torno al origen de los organillos, protagonizada por el colono alemán Helmut Jacoby.
Por Arturo Ruiz.- Corría el año 1914 en Temuco, Chile, cuando fue descubierta la conspiración más extraña de la que ha tenido memoria el mundo.
Helmut Jacoby fue detenido por estado de ebriedad. Se trataba de un colono alemán con antecedentes noruegos que supuestamente había perdido su fortuna producto de un incendio y que se desempeñaba como organillero, para lo que todos suponían que era una vida bastante modesta.
Antes de ello, había tenido una de las mansiones más fastuosas de la zona y era un notable miembro de la sinagoga de la ciudad. Pero, para el momento de su arresto, habitaba una modesta vivienda a la que llamaba su choza.
Aparentemente, aquella noche Jacoby había salido de una comida de la logia masónica local, a la que, pese a su supuesta ruina económica, nunca había dejado de pertenecer. No siendo un hombre acostumbrado a beber, salió del recinto en un estado lamentable. Jacoby era un ciudadano por lo demás modelo, que jamás, ni en su riqueza ni en su presunta pobreza, había dado problema alguno.
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Por ello la intención de la policía al arrestarlo había sido más que nada protegerlo de la intemperie y llevarlo al día siguiente sano y salvo a su casa. Sin embargo, luego de una revisión de rutina, se encontraron con que Jacoby portaba dos armas que no estaban debidamente registradas a su nombre. Se trataba, en realidad, más de reliquias que de verdaderas armas, pues era un juego de pistolas de duelo Boutet de carga frontal y un solo tiro que ni siquiera estaban cargadas.
Jacoby confesaría más tarde que había llevado el juego de armas sólo para presumir acerca de su posesión con sus queridos hermanos francmasones y acaso venderlo. Sin embargo, dado que las pistolas eran aún funcionales, un proceso judicial obligó a la policía a confiscarlas y revisar su casa.
El lugar era una construcción modesta, de madera y consistente de una sola habitación. Carecía de plomería al mismo tiempo que de una fosa séptica exterior. Durante la revisión, el reporte que consta en el antiguo expediente afirma que Jacoby bromeaba constantemente y reía de sus propios chistes, en un muy aparente estado de nerviosismo. Finalmente, luego de que uno de los policías moviera una estatuilla del dios Pan, una puerta falsa se abrió revelando la entrada a un subterráneo. En este momento, según el reporte que consta en el expediente a fojas tres, Jacoby dejó de reír y su semblante reveló que se había resignado a ser descubierto en lo que fuera que estuviera metido.
La angosta escalera llevaba a un gran salón con luz eléctrica, lo que era aún un lujo en el sur de Chile. En este lugar había un sinnúmero de organillos y diez personas extranjeras que trabajaban en la fabricación de más de estos instrumentos. Todos ellos tenían sus documentos al día. Llamaba la atención que había diez loros que cantaban al unísono la marcha alemana “Erika” moviendo incluso su pata derecha cuando correspondía. Otras veces decían palabras en griego clásico que nadie fue capaz de descifrar, excepto por la frase τὸ γὰρ αὐτὸ νοεῖν ἐστίν τε καὶ εἶναι, correspondiente al final del famoso poema de Parménides, que fue reconocido mucho después por el profesor de filosofía del liceo local, luego de que adoptara a uno de los loros llamado Teofrasto; el ejemplar murió en 1953. En el curioso subterráneo había dormitorios y toda la plomería necesaria, lo que explicaba la ausencia de la misma en la humilde mediagua que servía de fachada. Además de ello, los policías encontraron una habitación aparentemente reservada para ritos secretos en la que una misteriosa estatua presidía, desde un altar, las presuntas ceremonias. Los registros acerca del aspecto de esta estatua fueron al parecer arrancados, pues al expediente le faltan las fojas cinco y seis. Esto último es especialmente llamativo, ya que lo que sigue parece ser mucho más peligroso que el aspecto de cualquier ídolo.
En la misma habitación, en un atril especialmente suntuoso, había un texto manuscrito en inglés con tapas de cuero, que más tarde fue identificado como las instrucciones para la construcción de diversos organillos que sonaban en frecuencias precisas. Más tarde un traductor afirmó que el texto había sido escrito por Benjamín Franklin de su puño y letra.
Lo impresionante del texto era que describía cómo reproducir las frecuencias de la célebre armónica de cristal, instrumento inventado por el americano en 1761 y que fuera destruido porque sus sonidos provocaban, según describe el musicólogo alemán Friedrich Rochlitz en Allgemeine Musikalische Zeitung “una estimulación excesiva de los nervios y sumerge al músico en una acuciante melancolía y, por lo tanto, en un oscuro y perverso humor que acaba llevándolo a una lenta autodestrucción”. Aparentemente, Franklin habría descubierto cómo producir exactamente el mismo efecto, así también la fórmula para alterar el estado de ánimo según su voluntad, en un organillo.
En el mismo texto se afirmaba que la presencia de un loro tenía la capacidad de neutralizar el efecto de las malignas frecuencias para quienes se encontraran cerca del ave y era por ello por lo que casi todos los organilleros tenían uno. Entre las páginas del libro, se encontró una carta en la que Franklin declaraba su resentimiento en contra de la ignorancia de sus compatriotas americanos apenas independizados y explicaba que por ello enviaba estas instrucciones a su querido amigo y hermano Varg Grünfeld, de quien esperaba que diera buen uso a sus descubrimientos. Aquello dio origen a la célebre marca de organillos Grünfeld, que exportó organillos a todo el mundo hasta 1933, ya que para la fecha el fonógrafo había reemplazado el uso de estos ya anticuados instrumentos. En cualquier caso, parece ser que Grünfeld comenzó a despertar sospechas en Oslo, por la gran cantidad de suicidios en la zona, por lo que trasladó la planta que específicamente operaba con las instrucciones de Franklin a una de las regiones más remotas del mundo, como lo era el sur de Chile en aquella época.
El magistrado Benjamín Matamoros consideró el caso lo suficientemente importante como para darlo a conocer a la prensa, es por ello que llamó a Daniel Rabinovich, periodista del periódico local, para informarle. Rabinovich juzgó que la historia era demasiado extravagante e importante como para un simple periódico local, por lo que decidió enviarla a Santiago, al diario “El Mercurio”. El importante informativo envió a su propio periodista, Marcos Mundstock, a Temuco. Él pagó una importante suma a Rabinovich, pero no por la publicación, como pudiera pensarse, sino precisamente para que se abstuviera de publicarla. Al mismo tiempo, aunque no está comprobado, se dice que el periodista habría recibido de regalo un organillo y un loro llamado Anaximandro, capaz de cantar un aria de la ópera Tosca –se ignora cuál y se afirma que su interpretación era menos que mediocre– y de recitar un pasaje completo de la “Ilíada” en el original jónico de manera bastante aceptable.
Más extraño aún resulta que el juez Matamoros recibió instrucciones de la más alta autoridad judicial chilena de cerrar el caso y sobreseer a Jacoby, luego de lo cual fue nombrado ministro de la Ilustrísima Corte de Apelaciones de Santiago, lo que suponía un enorme salto en su carrera desde su puesto en Temuco. Matamoros murió en 1933 como ministro de la Excelentísima Corte de Apelaciones de Santiago y sus restos fueron velados en los salones con que en aquellos días contaba El Gran Oriente de Santiago, potencia del Rito de Tebas de la Francmasonería.
De Helmut Jacoby sólo se supo que volvió a su natal Alemania una vez terminada la Gran Guerra y que fue visto en Noruega por última vez en 1927, siendo ya un anciano septuagenario. Aparentemente no dejó descendientes en Chile, aunque un lonco de la zona declara hasta hoy ser su descendiente ilegítimo, pero no ha podido comprobarse. El jefe mapuche, que no quiso dar su nombre, es conocido además por ser un excelente organillero y por la posesión de un loro llamado Juanito, que lamentablemente no se compara con los loros originales ni en talento ni erudición. La mediagua de Jacoby y el curioso subterráneo fueron demolida y sellado con concreto respectivamente y el personal de la fábrica secreta se dispersó dentro y fuera de Chile. Del caso sólo quedaron ciento veinticinco organillos de los que dispuso un remate judicial. Según afirman varios expertos, el noventa por ciento de los organillos que aún se escuchan en las calles de Chile proviene de esta subasta. Los loros fueron adoptados por las más prominentes familias de la zona.
Entre los organilleros chilenos, se hizo costumbre el estar acompañados de un loro. En general es para ellos una costumbre y una superstición, pero ninguno de ellos sabe de la fábrica secreta de Temuco, ni mucho menos de la armónica de cristal de Franklin o al menos se niegan a confesarlo. En cualquier caso, todos se niegan a trabajar sin la presencia de un loro. En 1919, sin embargo, se reportó que quienes escuchaban a un organillero en la Plaza de Armas de Osorno terminaban afirmando cosas tan extrañas como que los hombres podían menstruar y embarazarse y que había más de dos géneros. El delirio terminaba una vez que el organillero dejaba de tocar. Aparentemente el instrumento fue destruido cuando un huaso de la zona culpó al mecanismo del afeminamiento de su hijo menor, pero esto no ha podido comprobarse. La empresa Grünfeld no quebró, sino que diversificó su producción a la más amplia gama de productos y hoy en día es además contratista del Reino de Noruega y su rol es clasificado.