Cuando el feminismo se convierte en credencial partidaria, las víctimas incómodas quedan fuera del relato, reflexiona Miguel Mendoza.
Por Miguel Mendoza Jorquera.- ¡Qué país más ingenioso! Convertimos el feminismo en detector de metales. Pasa una mujer por el arco y no pita si viene con la credencial correcta; si no, suena la alarma, llega la brigada ideológica y la requisamos por sospechosa. Igualdad sí, pero con código QR partidario.
Lo de Chile es de manual. La ministra Antonia Orellana diagnosticó que lo de Monsalve era “completamente impropio”. Ah, ya. Impropio, como llegar con zapatillas a una gala, no como lo que te remece por dentro cuando te usan y te descartan desde una posición de poder. Y ahí fue cuando el eslogan que tantas marchas levantó —ese “Amiga, yo te creo”— se nos quedó sin batería. No hubo abrazo, no hubo voz, no hubo coraje. Hubo cálculo, paños fríos, eufemismo con olor a naftalina. Para colmo, la escena quedó reducida a tecnicismos: “no es delito, es impropio”. El empate moral convertido en política pública. Orellana, francamente, no pudo con la víctima de Monsalve: prefirió el protocolo a la valentía. Y en el país donde hasta los perros tienen apodo, al silencio le dicen “prudencia”.
Afuera, el mundo le metió ruido al karaoke local: el Premio Nobel de la Paz a María Corina Machado. Una mujer que le hace frente a una dictadura sin pedir permiso, que se para donde duele y que no entra en el molde que el progresismo quisiera estampillar. ¿Reacciones? En La Moneda, un mutismo como de misa larga y, con suerte, una felicitación tercerizada, ya que el presidente Gabriel Boric optó por callar; el canciller Alberto van Klaveren tuvo que salir a explicar que las felicitaciones las dio él “a nombre del gobierno”. La épica de la sororidad se volvió trámite administrativo. Pues claro: cuando la premiada desordena el relato, la sororidad pasa a “pendiente de confirmación”. En España, la guinda: Pablo Iglesias, de PODEMOS y amigo de Giorgio Jackson, equiparando el Nobel a dárselo a Trump o —ya que estamos— a Hitler. Ese es el truco: si la mujer incómoda no es “de los nuestros”, la declaramos anatema. Listo el pollo.
Y no olvidemos el capítulo argentino, donde el “silencio selectivo” dejó de ser metáfora. En el caso de Alberto Fernández y las denuncias de violencia contra su expareja, varias voces que suelen ser truenos fueron apenas susurros. Qué casualidad más poco casual: la indignación tiene chip geolocalizador.
Volvamos a casa: Chile fue vitrina mundial con “Un violador en tu camino”, la performance creada por el colectivo LasTesis. Potencia, coraje, arte político. Pero cuando explotó el caso Monsalve, el megáfono se guardó en el clóset. Las mismas gargantas que estremecieron al planeta se quedaron roncas justo cuando tocaba cantar a capela puertas adentro. ¿La coreografía? Perfecta. ¿El tempo? Impecable. ¿La coherencia? Se cayó del escenario.
El fondo del asunto es brutal en su simpleza: han convertido el feminismo en un carné. Y no uno de biblioteca, uno de discoteca: cadena al cuello, guardia en la entrada, lista en la mano. Entras si tu discurso hace juego con el decorado; quedas afuera si incomodas al dueño del local. Si eres de derecha, liberal, o simplemente te da por pensar sin tutor ideológico, eres “pecadora”. Y ya sabemos cómo tratan las iglesias a sus pecadoras: penitencia pública, ridículo, cancelación.
Pero el feminismo —el de verdad, el que no pide permiso para existir— no es un accesorio de la izquierda ni una medalla para colgar en gobiernos que necesitan brillo en la solapa. Es una convicción civilizatoria: que ninguna mujer tenga que suplicar credibilidad, que ninguna deba adaptarse a la etiqueta para ser escuchada, que ninguna sea sacrificada en el altar del cálculo. En castellano de sobremesa: o es para todas, o no es feminismo.
Por eso duele —y por eso indigna— que ante la víctima del poderoso de turno no haya existido ese mínimo ético, ese “Amiga, yo te creo” que tantas usaron como tatuaje. No se pidió prisión preventiva del alma, se pidió coherencia. Y la coherencia, se ve, estaba en reunión.
Así que sí, pongámosle nombre: feminismo con carné. Ese que te pide código de barras, reparte absoluciones y pecados según el color del pañuelo, mira para el lado cuando el abusador es de la casa y toca trompeta cuando es del frente. Chile se sabe este chiste de memoria: acá el “no te metai” convive con el “ni una menos”, la moral con megáfono y la vista gorda con corbata. Pero la paciencia se acaba. Un movimiento que nació para que ninguna mujer vuelva a quedarse sola no puede seguir dejando a las suyas plantadas en la puerta del club, con portero y lista. Y menos, por favor, con ese tonito de intendente moral que te revisa la cartera y te susurra: “lo tuyo, compañera, por ahora es… impropio”.
Porque el feminismo —el de verdad— no es un VIP de la izquierda de caviar ni una cofradía con lenguaje “inclusivE” y diploma en “Kamaranés”. El feminismo es que todas las mujeres valgan lo mismo, piensen como piensen, voten a quien voten, y denuncien a quien haya que denunciar. Lo demás es puro club social con consignas, y a las causas justas les sobra boutique y les falta coraje.
Miguel Mendoza Jorquera, Tecnólogo Médico – MBA

