Por Fidel Améstica.- Sueño o pesadilla, no sabría decirlo, una irrupción onírica perturbadora me hace compañía aunque la olvide de vez en cuando, pues sigue ahí. Harán unos veinte años, mientras dormía, me vi recibido por dos mujeres vestidas con faldas y blusas celestes, con recato, en una casona tipo colonial, con corredores y jardín central poblado de helechos y frutales. Supuse que era una casa de retiro espiritual. Iba con mi guitarrón, que aún no tenía funda, y era todo mi equipaje aparte de lo puesto. Aquellas correctas damas, que rondaban los 40, de cabello negro liso muy bien peinado y tomado con pinche en una cola de caballo, con voz suave y cordial me guían hacia una de las puertas de uno de los corredores por donde entraría a mi habitación. Caminaban erguidas aunque no arrogantes, y a pasos cansinos y breves. Una vez dentro de mi cuarto asignado, se ofrecen a hacerse cargo de mi guitarrón, y hasta me proponen confeccionar una funda, y lo harían después con metros y metros de esa tela celeste con que estaban vestidas.
Mientras ocurría esta interacción, observaba la pieza de tres por tres metros: muros de yeso pintados de blanco, piso de madera machihembrada bastante encerado, impoluto, pulcro; guardapolvos gruesos, junquillos y esquineros barnizados en caoba, y el cielo, empastado, a unos tres metros y medio de altura. Y un detalle: solo una puerta, ninguna ventana, ningún mueble. Ni cama, velador o pellón de siesta. La luz natural, aunque era de día, en el jardín tenía una opacidad grisácea; y la del interior de mi cubículo, se me antojaba una luz que olía a humedad rancia. Mis anfitrionas volvieron con un carrete de esos donde se enrollan los cables del tendido eléctrico, pero desde él sacaron la tela celeste en cantidad. No solemos ver o recordar colores en los sueños, pero el celeste parecía sacado de un cuadro del Mulato Gil de Castro, sin discusión. Con grandes tijeras cortaron lo necesario para hacer la funda que más parecía un sudario para el «Príncipe Espirituoso», como bauticé a mi guitarrón.
No quería esa funda, pero su cortesía en un lenguaje tan aséptico me sobrepasaba, y miraban levemente hacia abajo, nunca de frente. Comencé a pensar que no era una casa de retiro. Antes de irse y cerrar la puerta, sin manillas ni cerradura, dejaron mi guitarrón enfundado sobre el piso, envuelto en sudario «celeste celestial». Luego sentí la certeza de estar en un manicomio, y no era tal; entonces creí que sería una cárcel, seguro que sí. Tampoco. Ya no quedaba más opción que esta: se trataba del infierno. Y más que angustiado, saqué coraje para salir de ahí. ¿Pero cómo? La puerta estaba sellada. Trataba de hablar y ni un miserable fonema podía escaparse de mi pecho, ni siquiera podía hablarme a mí mismo por dentro.
Fui por el guitarrón y me costó sacarlo de ese sudario, demoré bastante desenvolviéndolo de esa maldita tela. Lo cogí y triné la cuarta ordenanza, la de la tónica, y estaba completamente desafinado. Giré como pude las clavijas de palo, y no había caso; la situación apremiaba. Decidí tocarlo como estaba, y las cuerdas, todas metálicas, se desestiraban, y ya no eran cuerdas: poco a poco, mutaban en telarañas. Pero no renuncié a tocar, triné como pude y me arrojé al canto casi ahogado con una entonación que aprendí de Santos Rubio, la que después llamó «La Fidelina» en 2010 como regalo y homenaje. Y las décimas que comenzaron a salir eran de un verso que ha poco había compuesto por la reyerta de Caín y Abel, y que glosaban esta copla que aprendí de Luis Ortúzar, «El Chincolito», y que, con leve variación, quedó así:
Muerte si otra muerte hubiera
que de ti me libertara,
yo esa muerte la pagara
para que tu muerte fuera.
Y el primer pie del verso salió entonces de mi voz, que nunca ha sido de mi gusto, pero es la que tengo:
Abel iba muy confiado
caminando con Caín
sin saber que era su fin
a manos de un ser amado.
El cordero fue abordado
por el salto de la fiera;
y al machacar su mollera
el traidor le repetía:
—Aquí mismo te daría
muerte si otra muerte hubiera.
A medida que cantaba, todo el espacio se desvanecía, se consumía igual que una hoja de papel que se quema, solo que el fuego no era visible, aunque sí las orillas y bordes carbonizándose, hasta hacerse cenizas precipitando coreográficamente. Un fuego invisible y gélido consumía el tiempo y el espacio; y al desaparecer el espacio, mi cuerpo se recuesta sobre el vacío o la nada, mientras sigo cantando con mi guitarrón sobre el pecho. No hay arriba ni abajo, ni atrás ni adelante, no más que elevación sin referencia alguna del espacio. Y lentamente fui despertando, y lo que me despierta es mi propia voz que cantaba un verso que no había podido memorizar antes por más esfuerzo que hiciera. Mis manos estaban entrelazadas sobre mi pecho, como si fuese un cadáver, esa postura me generaba ahogo. He soñado improvisando décimas, dos veces; pero cantar de memoria un verso completo que en la vigilia nunca memoricé, me desconcertó. Desperté cantando. El canto despierta.
Relaté este sueño a Osvaldo «Chosto» Ulloa, poeta y guitarronero de Pirque, quien falleció en octubre de 2010. Él soñaba con entonaciones y versos, desde muy joven. Aparte de ser el mejor guitarronero que he escuchado, era una especie de Robert Johnson del canto a lo poeta. No interpretó el sueño, así de respetuoso era, pero sí me dijo que los sueños nos hablan, nos dicen algo que ninguna otra cosa o persona nos puede comunicar. Me aconsejó que lo dejara ahí, porque en cualquier momento podría revelárseme el o los mensajes que portaba. Quizás el diablo algo quería conmigo, me comentó, y que no le hiciera el quite: el canto y el guitarrón serían quienes me salvarían, me harían volver de cualquier visión «demoniática», como solía adjetivar.
Y es verdad, los sueños hablan de muchas maneras, en varios códigos a la vez incluso. Algo que no podemos ver ni presentir, nuestro inconsciente se encarga de hacerlo emerger. Con los años, creo que la mente se valió de ciertos símbolos y códigos para dar forma al arquetipo del imbunche. Este es un mito mapuche y de Chiloé que es parte de nuestra estructura mental y social como país, no una mera leyenda folclórica o folclorizada. Quien primero lo recoge como insumo literario es José Victorino Lastarria en su novela Don Guillermo, las peripecias de don Guillermo (no William) Livingston en el país de Espelunco (anagrama de «pelucones», los conservadores de la época; y también un juego con «espelunca», cueva, del griego σπήλαιον —spḗlaion—, caverna). Y el protagonista da en Valparaíso con la cueva del chivato, criatura que no es otra que el imbunche. Será acaso puro azar objetivo que el Congreso esté en esa ciudad puerto.
El mito relata que brujos y brujas se encargaban de elegir a los niños «diferentes» o que sobresalían por alguna característica (¿o talento?), y les cosían con hilo y aguja boca, ojos, narices, oídos, ano y cualquier orificio corporal; les torcían una pierna de modo que el talón quedará pegado a la cerviz; y los dejaban en una cueva profunda, solos. Estos imbunches se movían a saltos en una pierna o a tres extremidades utilizando sus manos. Servían de oráculo, pues según cómo se movieran o mantuvieran una posición, los brujos interpretaban lo que convenía a sus fines. Se cuenta también que los imbunches morían jóvenes por sus condiciones de vida, se podrían por dentro, y que estos también tienen por costumbre imbunchar a los que se encuentran o atreven a entrar a su morada, una subestructura ajena al mundo visible. Podría ser solo un cuento para niños, uno de hadas, solo que estos relatos no son tan inocentes como pretende hacerlos aparecer, por ejemplo, Disney.
Los sueños no se interpretan. A los sueños, hay que escucharlos. Los símbolos que portan si bien tienen una semántica acotada según la cultura en que fueron forjados, no se los entiende unívocamente al estilo de A = B, como hacen los charlatanes. Los símbolos son conectores semánticos, un aparato mental con muchas conexiones, por lo tanto lo que hay que ver es lo que fluye a través de ellos, como si fuesen una tarjeta de memoria integrada a un sistema. Los arquetipos, por otro lado, son un patrón ejemplar que la mente ha modelado (αρχή, arjé, fuente, principio u origen, y τυπος, tipo o modelo). Carl Jung identificó un conjunto importante de estos, y los usó como herramientas de trabajo en su terapéutica y estudios teóricos. El mito se vale de ambos al actualizarlos en un relato; y si bien como humanidad compartimos símbolos y arquetipos, prácticamente son los mismos en todas partes, lo que los singulariza es el relato. A su vez, los sueños, en el esquema de la comunicación de Jakobson, son el canal por el cual se transmite el mensaje, que es único y sin otro destinatario que aquel que los sueña.
Esa casona del sueño, dado que aparecía bajo una luz fría y grisácea, es una versión del país de Espelunco, cuyas habitaciones son cuevas del chivato destinadas a los imbunches o a quienes se pretende imbunchar, solos, desconectados del exterior, de la realidad y de los otros. Aquello que me impedía hablar, lo que me tenía cosida la boca, correspondía a esos enunciados tan gentiles y amables de aquellas brujas de celeste, color de la Virgen católica extraído del cromatismo de la pintura colonial. En ese infierno, la Iglesia, como institución, estaba detrás, más bien su ortodoxia y dogmática: las cosas son lo que ella dice que son, o que ya dijo que son, y que propugnan relamidos caballeros de buena familia como signo de su buena conciencia. Esa tela quiso hacer un cadáver de mi guitarrón —príncipe por su ornamentada y timbre único, y espirituoso porque le echaba un trago de aguardiente por la boca para mantener la afinación—, convertirlo en un espectro de su maravilla, pero me fue leal el instrumento, y con él salimos a punta de canto, un verso a lo divino que no había podido memorizar, mientras experimentaba una especie de vuelo del chamán antes de volver a la vigilia.
Hasta aquí, solo es la descripción de cómo se superponen dos relatos en una estructura común. No interpreto nada. Hay correspondencias, sí, pero estas son una fotografía del momento, pues son dinámicas, se comportan como una partícula subatómica cuyo momento angular puede mostrar distinta carga eléctrica o espín. Pero ¿cuál es el mensaje? Hasta cierto punto, el mensaje es intransferible, porque solo es para mí, y además porque no es un comunicado o memorándum, es un mensaje, un enunciado fuera del tiempo y el espacio, en la dimensión onírica, un discurrir permanente de «habla». Si lo pienso, tengo que preguntarle al sueño: «¿Qué es lo que dices, carajo?». Y escuchar en ese silencio.
La respuesta viene, creo, por lo que indicó Osvaldo Ulloa: que el canto y el guitarrón serían quienes me salvarían, me dirían cómo volver de cualquier visión «demoniática». Y entre las posibilidades de lo que podría decir el sueño, está que el descenso a ese averno es una visión del mundo, tal cual es bajo todas las apariencias. Entonces, el mundo puede que sea una gran caverna compartimentada que impide el vínculo y el tejido social, así como la contemplación de la vida; pero también, y peor incluso, imposibilita un vínculo con uno mismo y la red mental más profunda que ignoramos en nuestro ser, la negación de una vida plena. Y salir de ahí solo será posible con el canto, palabras en ritmo y cadencia, palabras puestas en una forma que nos permita recordarlas, para lo cual sirven la rima, la métrica, características de toda poesía popular.
Hay, entonces, una memoria del pueblo, un reservorio de historias y recursos con formas propias, desde la cual puede surgir la voz para romper el costureo del olvido y poner a la luz que Caín mató a Abel, que un hermano asesinó a su hermano. ¿Cuántos Abeles se acumulan en doscientos años de nación independiente, arrojados por ahí, en el mar, el desierto, los montes, las cuevas?, ¿cuántos Caínes se amurallan con su poder, dinero, relaciones, para esconderse de sus crímenes y de su pasado? Mientras estos hechos no se canten en un lenguaje común, a coro, seguiremos, al parecer, imbunchados en el país de Espelunco:
—¿Dónde está tu hermano Abel
cuya sangre me reclama?
Caín por respuesta brama:
—¿Soy acaso guardián d’ él?
Por darle muerte tan cruel
el Señor marcó su cara,
y que nadie lo tocara;
mientras piensa el errabundo:
—No hay lugar en este mundo
que de ti me libertara.
Existen muchas maneras para imbuncharnos. Hay una estructura y funcionalidad en los enunciados que les permiten hacer de aguja e hilo para impedirnos ver y decir quiénes somos y queremos o buscamos. ¿Cuántos padres no dicen a sus hijos, por ejemplo, cuando estos manifiestan querer ser astronautas, abogados, médicos, ingenieros, etc.: «¡Qué vas a ser tú…!, ¡cómo se te ocurre…!, ¡tú no eres para eso…!?». O piensen en sus respectivos trabajos, cuando un jefe le dice a un subalterno proactivo, ocurrente y propositivo: «Eres un empleado excelente. Te felicito por la iniciativa. Lo revisaremos. Te agradezco la observación», y nunca más se toca el tema; y si este reacciona ante una injusticia, viene la cortesía calculada: «Eres un tipo inteligente, muy preparado y de nivel superlativo. ¿Dónde está tu inteligencia emocional? Controla tus emociones», y estas frases las pronuncia con una sonrisa de leche cortada. También entre cónyuges: «Amor, pero eso es tu hobby, no tu trabajo». La mayoría de estas oraciones son un cerco ontológico: intentan decir qué o quién es el interpelado, tratan de imponerle un rostro que no le corresponde. El refinamiento de esta cortesía aséptica también es un arma estratégica de los call centers: «Gracias por su crítica. Nos ayuda a mejorar el servicio en beneficio suyo y de la empresa», «trabajamos para usted», «nos importa su opinión», todas, expresiones de personalización que extreman con agudeza la impersonalidad, hasta el refinamiento. El lenguaje popular da cuenta de estas agujas e hilos verbales: sobar el lomo, dorar la píldora, embolinar, dárselo vuelta, palmotear el hombro, y muchísimas más. Hay un poder que se ejerce sobre el otro con esto, o se intenta al menos, y al que está en desventaja solamente se lo utiliza en virtud de sus habilidades y competencias para los fines que no explicita quien tiene «el sartén por el mango», aunque suya no sea la cocina.
Y puede ser peor de lo que parece: imbunches que imbunchan a otros. Una vez que se define lo que será visto y oído, esta delimitación se instaura como visión total de la realidad, y cada imbunche se ubica en su mejor posición y realiza lo que a él le hicieron, de modo que socialmente nos vamos colocando en el palo de gallinero que podemos alcanzar. Conformamos una estructura de poder que Portales llamó «el peso de la noche», noción sobre la cual ha ensayado metódicamente el historiador Alfredo Jocelyn-Holt y que, como contraparte, su colega Gabriel Salazar ve desde las antípodas al hurgar en las subjetividades de quienes hacen una historia que no es recogida por los historiadores, para lo cual fabrica sus propias herramientas de conocimiento. En literatura, Lastarria marcó pauta, y quien más ahondó en esto fue José Donoso al ver esta estructura demoníaca en una clase social en decadencia; y también Jorge Guzmán, en especial con Ay, mama Inés y La ley del gallinero, donde da luces de nuestras pulsiones históricas, desencantos y fracasos como país. Pero nos faltan escritores que nos puedan dar una novela que nos muestre cómo es nuestra clase media si es que en verdad existe, o de las castas (integradas por imbunches, quién sabe) distribuidas en los puestos de control de la economía, la educación y el pensamiento, vale decir, los códigos en que transan y distribuyen lo que producen en el idioma común que compartimos, pero cuyos códigos son restringidos: hablamos el mismo idioma, pero una minoría impone los términos de la conversación. ¿Por qué? Porque puede hacerlo nada más.
Esta estructura de poder no se rompe con una ideología, la racionalización de un ideario, sea utópico, economicista o liberal; tampoco con una causa «justa», no más que una intención sin un programa de acción transformadora, y cuyas consignas solo adquieren valor y sentido en la lógica de una barricada para convocar y alinear a quienes se instalan ahí, fuera de la cual solo tienen un frágil peso moral con vocación imbunchante, de coserles los sentidos a quienes no estén en esos códigos. Por ejemplo, contradigan o resístanse a la corrección que trata de imponer una feminista de manada o cualquier seguidor del piño: entrarán en desacato. Los imbunches, dado que tienen una pierna (apoyo) quebrada y pegada a la cerviz, se dejan dominar por estos llamados a lugar y al orden (un tipo y supuesto orden o corrección), y por ser pusilánimes, serviles u oportunistas (o las tres cosas a la vez), llaman suave y gentilmente, hasta con cariño, a la corrección política o moral a quien crean vulnerable o abordable. No es un asunto de derechas e izquierdas, sino de una estructura de poder en un sistema que lo permite, una estructura mental. En este sentido, Humberto Maturana es una alerta: los sistemas no se cambian, se ¡humanizan!
Si la historia la cuentan los vencedores, cada tanto los vencidos se sublevan en otro intento por instaurar sus códigos, los que fueron desechados, negados y desacreditados por los que impusieron «su habla»; es un remezón como el de aquel que sacude en su mano un saco lleno de ratas, para que estas se peleen entre sí y evitar con este gesto que roan la bolsa por debajo y escapen, como lo hizo Julio Ponce Lerou al financiar a moros y cristianos para sus campañas políticas, jugarles a todos los caballos que están corriendo, ¡imposible perder! No hace tanto vimos que muchos dardos se arrojaron al presidente Boric por autografiar ejemplares de la propuesta de Constitución que regalaba a la población: sería provechoso averiguar quién imprimió, y en dónde, y de qué ítem salieron los dineros para pagar ese trabajo. Más de alguien se sorprenderá o escandalizará. ¿Quién amansa o domestica a quién? Como dicen los gringos: business are business, negocios son negocios, mientras los demás se mancornan en la mesa por una u otra opción del plebiscito del 4 de septiembre. Parece que el partido se juega en otra cancha, o puede que en otra caverna.
No sobra que un país aprenda a conocer sus mitos, cuáles son los que subyacen bajo el statu quo, el establishment, la intelligentsia, la élite, las castas y el perraje. Qué sistema hay bajo el sistema. Puede que sean cuentos para niños, pero ningún cuento para niños es inocente o ingenuo, más cuando el mito al que nos referimos cuenta que son niños los que se imbunchan, una imagen de crueldad contra la inocencia, la imaginación y el fuego de la vida que comienza a encenderse en ellos y que termina ahogado por falta de oxígeno, ya que hasta los poros fueron cerrados. ¿Fuimos imbunchados acaso por los brujos de la familia, del barrio, de la escuela, del trabajo o del círculo de los amigos?
La mente es uno de nuestros órganos biológicos que más desconocemos. Y no confundirse: la mente no es el cerebro. El cerebro, en simple, es la llave o canilla por la que, al abrirse, pasa y fluye la mente hacia todas las redes de cañerías de lenguaje que somos capaces de mantener. Si el cerebro ocupa una caja craneana, la mente nos excede, se aloja en cada átomo y partícula subatómica que nos constituye, y tiene capilares que se extienden a las redes de la vida como totalidad. A su vez, la mente no coincide con lo que llamamos «yo» o consciencia de un sí mismo, algo nuevo en la historia de la humanidad gracias al psicoanálisis. «Mi nombre es legión» nos refieren Lucas y Marcos sobre el endemoniado de Gadara (actual Umm Qais en Jordania); yo somos otros. A todo efecto, nos pasamos la vida construyendo distintos «yo», máscaras funcionales para el destino que a cada cual le toca, y el desquicio se produce cuando nos quedamos con una sola careta para todas las obras que tenemos que representar en toda nuestra existencia: se produce un desajuste, un absurdo que puede derivar en tragedia o triste patetismo. Y en general, son máscaras que fabricamos con el lenguaje: no hablamos de igual forma con todas las personas.
A lo anterior, agreguemos que no nacemos en el vacío, sino que en el seno de una familia, cualquiera sea el caso, un barrio, una ciudad, un país, un mundo. Y ese mundo es nuestra bolsa marsupial donde terminamos de criarnos, y está hecha básicamente de historias, los cuentos que cada comunidad cree y acepta, es decir: memoria, tradición, costumbres. En términos de lo que pudiera ser la mente humana, Jung descubre e identifica estructuras míticas estables, vale decir, arquetipos que solo se diferencian en las actualizaciones que se dan en cada cultura e individuo, pero manteniendo un patrón de imágenes y símbolos: infierno, paraíso, diluvio, héroe, mago o maga, el inocente, etc. Joseph Campbell, en esa línea, toma un término del Finnegans Wake de Joyce, el «monomito», para translucir el mapa con los hitos del viaje del héroe, cualquier héroe; por ejemplo: llamado, salida, encuentro con el mago o maga, descenso al averno, muerte a la bestia, conquista de un tesoro y regreso a su comunidad transformado. Todos somos llamados a salir hacia la aventura de la vida a fin de saber quiénes somos, pero no todos escuchan, algunos puede que tengan los oídos zurcidos.
Vivir la era del desprestigio de la razón tiene sus ventajas. Lo irracional ya no necesita invitación para entrar al baile (o a la danza macabra). La era de la razón devino en una suerte de idolatría teologal laica, lo que es ya irracional o torcido, y por tanto los monstruos de la razón tuvieron chipe libre para su fiesta, cuyos hitos dan cuenta de las atrocidades más grandes cometidas contra la humanidad y el planeta tan solo en un siglo. Y lo terrorífico es que los pasos para llegar a estas aberraciones bestiales tienen una prosecución racional a partir de una pulsión profunda de lo demoníaco en nuestro océano mental. La razón apenas es un barquichuelo en esa inmensidad, y sus tripulantes, nuestras premisas y visiones de mundo, regresan trastornados y dementes, torcidos y retorcidos. «El sueño de la razón produce monstruos», titula Goya uno de sus grabados. Instaurar un engendro de semejantes profundidades como un absoluto a partir del cual se construye una razón impoluta y aséptica es la antesala de los totalitarismos. Lo que la propia razón desterró (el mito, la fantasía, la imaginación) entró de contrabando, como un ladrón en la noche, no por la puerta, sino que por la ventana, por las narices, por los poros. Toma la forma del terror, lo fantasmal, lo demoníaco. Algo hicimos mal parece si vemos a montones de adultos sobrellevando apenas sus traumas, ocultándolos al cerrar toda abertura de su ser para que no puedan salir y ver lo que los pudre por dentro. Si buscamos cómo anda la salud mental en el mundo, vean en qué lugares se mueve Chile de acuerdo a la cifras de estudios serios.
El asunto no es apuntar ni funar a quienes imponen los códigos de lo que se habla, y que desde ahí definen el bien y el mal, lo correcto e incorrecto, lo apropiado y no apropiado, lo justo y lo injusto, el orden y el caos, lo real y lo irreal, sino entender cómo funcionan estos códigos, cómo se agrupan e interactúan, qué historia tienen hacia atrás, sin juzgar intenciones en quienes los utilizan, porque lo que es menester y urgente es aprender a desactivarlos. ¿Y esto cómo se logra? Bueno, hay que abrir los ojos, los oídos, las narices, la boca y cuanto orificio la naturaleza nos otorgara: ver, escuchar, respirar, hablar y expulsar lo que debe ser expulsado. El humor, la ironía, ayudan. ¿Y un sueño puede servir? Depende, pues habrán de saber
que el hombre que vive, sueña
lo que es, hasta despertar.
(…)
que toda la vida es sueño,
y los sueños, sueños son.
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