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El Padre Hugo

Por Fidel Améstica.- «Si Dios todo lo sabe, ¿por qué creó al hombre a sabiendas de que caería en pecado al comer del fruto prohibido?». Primero leyó esta frase en silencio, y en silencio quedó con la hoja de cuaderno desdoblada entre sus manos. Leyó para sí y luego, a viva voz hacia el curso, con la calva de guagua detrás de la mirada, después de lo cual el padre Hugo exclama sin discusión, seco, aunque discretamente complacido en su rostro bonachón y rosadete: «Hoy, esta es la mejor…».

Y nos sorprendió que lo dijera cuando todavía quedaba una veintena de papeles doblados sobre el escritorio, con más preguntas. No era lo habitual en él. Nos dejó expectantes por la asertividad de su voz, en ese tono cuando se juega al dudo en el cacho y alguien golpea la mesa con el improbable «¡calzo!», aquella osadía ante la afirmación previa del compañero que te antecedió en la rueda de apuestas, aun con la posibilidad de alargar el juego subiendo o doblando la pinta de los dados. Pero no, o se está seguro, o no es. Blufear con el «calzo» desacredita al tahúr. Uno puede caer en el error frente a un gesto verosímil y mentiroso, y se peca de ingenuo; pero calzar implica o caer en el engaño tras ser inducido, o simple y llano: acertar. Usar esa palabra para intimidar y mover las apuestas que zozobran la tuya es un negocio pésimo.

La instancia del «calzo» es límite entre lo verdadero y falso, algo delicado cuando hay dinero de por medio, dinero que es garantía de tu honorabilidad y audacia. Los montos se detienen o suben: si aciertas, te lo llevas todo y el resto muere en la rueda; y si te equivocas, pierdes lo apostado, y sin llorar; pero si se abusa del calzo, se pierde el mejor capital: la credibilidad en tus competencias de jugador. Entonces, cuando el padre Hugo dijo «Hoy, esta es la mejor…», nos dejó atentos como si hubiese dicho «¡calzo!», y a eso me suena en este instante, al calzo. ¿Pero a quién le calzó?

Ese día echó en su maletín una pequeña plaquette de 10 x 7 cm, cuya portada lucía en sepia y cuché brillante a Juan Pablo II de cayado y mitra inclinado en actitud de bendición, la misma que mostraría varias veces al siguiente año en su visita a Chile; y en las páginas centrales, donde se ven los corchetes, rosadas y en papel biblia, paso a paso el ritual de la misa, desde el canto de entrada, pasando por las lecturas y la homilía, la paz y la comunión, hasta el «Bendita sea tu pureza». Antes y después de ese guion sacramental, oraciones: el «Padrenuestro», el «Ave María», el «Credo», el «Ángel de la Guarda», las letanías a la Virgen, el rezo matutino y el de la tarde, los de gratitud y las comidas, «Sursum corda: Levantemos el corazón…», «No soy digno de que entres en mi casa…»; y las instrucciones para persignarse: «En el nombre del Padre…», «Por la señal de la santa cruz…». Y entre los rezos, no podía faltar el «Por mi culpa, por mi culpa…», que de solo leerlo a uno como que ya le salta el pecho para inmolarse contra los nudillos a punta de reflejo condicionado. Y en la contratapa, la oración franciscana (que nunca compuso el pobrecillo de Asís). Fuera de esa plaquette, los suvenires católicos de siempre, el merchandising con el valor agregado de estar bendecidos: rosarios, medallitas y escapularios; estampitas de santos, beatos y mártires; también de la Virgen del Carmen, «Reina y Patrona de Chile».

Y «Reina» me parece bien, porque en la Colonia este llegó a ser el Reino de Chile, y todo reino debe contar con su reina, aunque antes solo éramos capitanía por lo de nuestra condición bélica con el pueblo mapuche, aunque hoy es de agravio, negación e indiferencia (¡ni siquiera conocemos su idioma!, aunque tengamos a un premio nacional como el poeta Elicura Chihuailaf). Llamar a la Virgen «Capitana» hubiese sido un despropósito; capitana se le dice a una líder de un equipo de vóleibol, de hockey, de fútbol, y en el uso militar el género es invariable en los grados: la capitán. Sin embargo, su título oficializado por O’Higgins ―antes no más que Bernardo Riquelme como lastre de bastardía para el futuro «padre» de la patria― tras la batalla de Maipú es «Patrona y Generala de los Ejércitos de Chile».

La Virgen María es la única mujer en este país que se le respeta la marca de género en la jerarquía militar. San Martín puso bajo su protección a las mesnadas independentistas que llegaron a ser el Ejército Libertador de los Andes cuando partió de Mendoza, del campamento El Plumerillo para ser más exactos; y su providencia e intercesión seguro tuvieron un valor estratégico, ya que se supone estaba de nuestro lado, aunque ni San Martín ni O’Higgins eran creyentes; no así la Virgen del Rosario, escudo no tan efectivo para los realistas, no obstante que ambas son una y la misma madre de Jesús, «Don Jecho» para los amigos. «Es que son distintas advocaciones», escuché de curas, catequistas y ministros de la comunión, incluso de mi madre cuando me enseñó a leer y escribir con la Biblia dale que copia los versículos y juntar los sonidos. «Son advocaciones diferentes para venerarla», como si eso aclarara el asunto.

En la imaginación resultaba una parodia, la Madre de Dios dando amparo a los realistas si la llamaban Virgen del Rosario y a los patriotas, si Virgen del Carmen. Consideremos eso sí que una madre da su cobijo a todos los que parió y a los que adopta, llámenla como la llamen, y creo que para ella, como madre, no debe haber sido grato ni fácil atender los ruegos de unos hijos que buscan matarse entre sí. En cambio, lo de «Patrona» me suena a que, de capitanía, colonia y reino, pasamos a fundo; ama y señora, no como la Quintrala que nos pintó Benjamín Vicuña Mackenna basado en los cuentos de su nana, sino como la esposa del patrón, la patrona, que ni se toca. Mejor nos quedamos con el epíteto de la devoción popular, la Carmelita, vocablo más natural y menos interesado, derivado del monte Carmelo, donde Elías derrotó a los «falsos» profetas y cuyas cuevas sirven de retiro a místicos y ermitaños, úteros del silencio protector de la tierra. No podía faltar así la Madre del Unigénito, del Uno y Trino. O como la llaman en el norte chileno, la «Chinita», a quien le bailan y cantan entre diabladas y bronces. María, Stella Maris, Madre de Misericordia, Mater Castísima, Rosa Mística, Torre de David, Casa, Arca, Refugio. La Chinita. La Carmelita. Era de lo que más había en ese maletín, como ya dije.

Era costumbre del padre Hugo solicitar preguntas escritas en una hoja de cuaderno, sin necesidad de que indicáramos nuestros nombres en ella. Pequeños anónimos con dos o tres dobleces que un compañero designado recogía en el solideo marrón prestado por su dueño para el menester este. Curioso, ahora que lo pienso, cuando los curas solo se lo quitan en presencia de Dios o, según protocolo católico, ante obispo, cardenal o papa, tampoco ante cualquier prelado («prelado», qué palabra más graciosa, «el señor prelado». Pelado a secas mejor).

En la tradición monoteísta, el interior del ser humano posee un alma, y esta se relaciona con la divinidad. En Oriente, cada engendro parlante y agrupación de átomos es un trozo de Dios. Y en esta línea, recuerdo ese viejo proverbio de estilo salomónico que Kazantzakis puso en boca de Zorba: «Ni los siete círculos del cielo, ni los siete círculos de la tierra bastan para contener a Dios. Y el corazón del hombre lo contiene. Ten mucho cuidado de herir nunca el corazón del hombre». Quizás el padre Hugo intuía esto mismo cuando pasaba el solideo a un miembro de la clase para recoger las preguntas. No se descubría la calva en presencia de unos niños, sus alumnos, sino ante la manifestación de los corazones que preguntaban, y en ellos seguro estaba su superior jerárquico: «Dejad que los niños vengan a mí…». Pero a Jesús lo llevaron a la cruz por decir algo así, lo llamaron blasfemo por dar a entender que Dios estaba en él, y que podría estarlo en el corazón de cada persona, cualquiera.

Al padre Hugo, nuestras preguntas algo le «hablaban». Pequeños anónimos, reitero, con dos o tres dobleces en una hoja no siempre tan rectangular, dependiendo de cómo se extrajera del cuaderno o recortara: plisada al máximo para el cartonero filoso, o como saliera con dedos y manos displicentes y atarantadas en el arrebato, daba igual. Y bueno, esta anonimia alentaba la irreverencia tanto como la impunidad, incluso la insolencia y la provocación, además de algunas vulgaridades, pero también la carcoma y la herida de unos preadolescentes, verbalizadas ad libitum. Al final de la clase de religión ―¡qué asignatura para un colegio laico, de varones y de tradición republicana!― no quedaba papel sin desdoblar y, por supuesto, sin la debida respuesta, en busca de «la» pregunta de la jornada. La mayoría no le exigía mayor desarrollo al padre Hugo, un test respondido casi de forma mecánica:

―¿Tiene hijos? ―Solo espirituales.
―¿Ha tenido relaciones sexuales? ―Antes de mis votos, por supuesto.
―¿Se ha acostado con hombres alguna vez? ―No tengo esa experiencia, ni me interesa.
―¿Cuál es la confesión más terrible que le han hecho? ―Secreto de confesión.
―¿Se ha pisado alguna vez el hábito? ―Lo llevo con garbo.
―¿Es malo masturbarse? ―Malo es no lavarse el pene.
―¿La penetración anal es pecado? ―El culo es para cagar y la boca, para comer.
―¿Con cuántas mujeres fornicó Jesús? ―Jesús dignificó a la mujer. Además, qué les importa.
―¿Le han dicho alguna vez Sancho Panza? ―Me sentiría honrado con ese apodo.
―¿Qué hace cuando se le llena la vesícula seminal? ―Respiro.
―¿Un suicida está condenado? ―La vida no nos pertenece.
―¿Cómo ve Dios a las madres solteras? ―Como a su propia madre.
―¿Cuánta riqueza tiene el Vaticano? ―No más que la de sus propios corazones, si se animan.
―¿Ha insultado a alguien? ―Ganas nunca me faltan.
―Y si Dios no existe, ¿qué haría? ―Oiría su ausencia.
―¿Usted ayuna? ―Aunque no lo parezca.

Ese hombre barrigón y de sonrisa parroquiana nunca se molestó por las preguntas, con ninguna. Poníamos a prueba su paciencia y tolerancia con nuestros desórdenes y griterío, nuestras idas y venidas por la sala, entre esos pupitres individuales empotrados a la losa sobre cilindros de fierro. Una vez entró un profesor mirándonos severo en medio de la algarabía, y el padre Hugo se dirigió a él con una tranquilidad cómplice: «Hijo, hable nomás; yo me tapo los oídos». Y mientras se llevaba las palmas hacia sus entre pálidas y rosadas orejas, el pedagogo entrante se revelaba un Cicerón unamuniano: «Señores, en virtud de las actuales circunstancias, este profesor les comunica que el lenguaje académico en este momento se termina…». Y a continuación, la catilinaria: «¡Hasta cuándo, cabros de…!».

En ocasiones paso por ferias artesanales y a veces veo moldeados en greda o cerámica unos pequeños frailes rechonchos y sonrientes, alegrones, con poses de cantos de taberna, de pronto con una jarra de vino y la calva hacia atrás por efecto de los brazos abiertos al cielo mientras el abultado vientre los aploma a tierra. En cada uno de ellos veo al padre Hugo Araya haciendo un brindis por las preguntas que buscaba en sus clases, las que su solideo mendigaba de puesto en puesto. También he hallado unos momos (que se parecen a los budas, pero que no son) retratados de ese modo, incluso de a tres con las manos tapándose la boca, los ojos y los oídos, respectivamente, aunque ese triunvirato alegórico es más conocido en la imagen de tres simios; pero el momo de los oídos cubiertos, ese gesto del silencio interior, perfectamente podría ser el padre Hugo. Y había algo de Momo en él, ese dios expulsado del Olimpo por evidenciar los rasgos ridículos del panteón reinante, y bien acogido por los carnavales de Uruguay y Brasil.

Hugo Araya, franciscano de sayo y soga, rumbeó al silencio tiempo ha, y su voz campanea, sin dudar:

Hoy, esta es la mejor. Hoy la mejor pregunta es esta. Las responderé todas, no se preocupen, pero esta es la mejor. Tengo aquí en mi mano este pequeño devocionario, mínimo, y en sus páginas centrales se describen los momentos de la santa misa. En la portada está el papa Juan Pablo II, que vendrá a Chile el año que viene, ¡por primera vez un papa en nuestro país!, ¡imagínense! Este devocionario es para el que hizo la pregunta, a quien le pido se acerque a buscarlo una vez que haya terminado de responder su inquietud.

Pues bien, efectivamente, Dios sabía que el hombre, su creación, le fallaría y atentaría contra Él y, lo que es peor, contra sí mismo, al comer del fruto prohibido; y aun así, lo creó. ¿Por qué?….

Y aquí, una prolongada pausa:

¡Por A-MOR! Y el amor está por sobre nuestras imperfecciones y faltas, por encima de nuestras caídas; el amor es más que nuestro pecado. Somos más que nuestras miserias y equivocaciones. Fuimos hechos por amor, y el amor nos da la libertad de elegir. Si Dios no nos hubiera creado, no habría actuado el amor. Y Dios es amor. De lo contrario, dejaría de ser quien es. Pero Él ES y sigue siendo, que eso es lo que significa Yahvé.

Por amor… Salió con eso. ¿Qué podríamos reprocharle? Y sucede que por amor es posible hacer un montón de estupideces y en esa cuerda, para Dios no hay nada imposible en la partitura y menos en el diapasón. Por algo es Dios. Por amor, ¡qué no se ha hecho por amor! Ni Dios se salva. Se mata por amor, y en nombre de la razón, también, y hasta del mismo Dios. Basta recorrer la crónica policial, doscientos años de novelas, más de un siglo de películas, las historias que nos hemos contado como humanidad por miles de años, qué sé yo. Esa respuesta del padre Hugo, no obstante, no era tan satisfactoria que digamos; ese «calzo» derivó más bien en un comodín al mostrar la mano. ¿Por amor? ¡Puros cuentos!, fue lo que pensé.

Eso del amor como fundamento para crear un fracaso anunciado aún me perecen puros cuentos, cuentos que escuchamos y volvemos a contar. Por amor a los cuentos, supongo, a fabularnos, a «fablarnos». ¿Qué cuentos son los que nos contamos? Más que calzar, la solución, como dije, me parecía a lo menos un comodín. Pero calzar corta la partida, ahí se resuelve, por ley, ya no hay espacio para otro «dudo» y se obliga a mostrar los dados que hay en la mesa bajo los vasos de cuero. El padre Hugo mostró los suyos, mejor dicho, el único que tenía o le quedaba a esas alturas de su vida. Los nuestros recién comenzamos a aprender a agitarlos y a jugar sin ver las cartas de seis caras. Así es el universo, unos dados que la Providencia arroja y nadie puede encontrar en la oscura oquedad de su vaso.

¿Por amor? ¡Puros cuentos! Fue lo que pensé, ya lo dije. El padre Hugo se me escapa, ya no está, pero en su ausencia, de algún modo, es; y ensamblar los retazos de memoria no me lo devuelve, me lo presenta, me lo escenifica en mi propio hablar, hablar que a su vez escenifico en la escritura, la que fluye a pesar de la posibilidad de corregir, revisar y retroceder. Y es que el habla se da en el tiempo, y transcribirla es detenerlo, o mejor aun: hablar escribiendo o escribir hablando es capturar el tiempo, los dados definitivamente quietos bajo el vaso de cuero aunque no puedas verlos. Es sacar al tiempo del tiempo mismo para que en él todo sea posible, crearlo a partir de una nueva cosmogonía. Ser dueño de la palabra propia es fundar el tiempo de uno mismo, la libertad que nos corresponde, ver que se puede, eso sucede, que se puede. Lo que antes no era posible, ahora lo es.

Y aunque sean solo retazos los que llegan cada vez que la memoria invoca y convoca una imagen, aunque tenga que inventar lo que falta, parchar, remendar y remedar, adherir, innovar, esto posibilita que las divagaciones y delirios semimetódicos, aunque constantes y persistentes, me paguen con su verdad, su sin olvido, su aletheia (ἀλήθεια). Si el padre Hugo, a quien no olvido, leyera estas páginas, las escuchara, bien cabría en sus labios una vieja copla:

Y el cuento que estás contando
yo mismo te lo conté.
¿Por qué vienes a contarme
cuentos que yo te enseñé?

La que bien podría devolver así:

Y el cuento que estás oyendo
tú mismo me lo contaste.
¿Por qué no vas a escuchar
cuentos viejos que entregaste?

«Si Dios todo lo sabe, ¿por qué creó al hombre a sabiendas de que caería en pecado al comer del fruto prohibido?». ¿Por amor? ¿Qué nos hace más que nuestras debilidades?, ¿el amor? Lo que menos hemos hecho como especie es amarnos, y eso el padre Hugo seguro lo tenía más que claro, pero sabía jugar su carta, contarnos su cuento. Si llegamos a ser más que nuestras miserias y equivocaciones, será porque con ellas podemos construir nuestras historias, contárnoslas, y puede que con eso nos acerquemos un poco unos con otros, pero no hay ninguna historia que nos una a todos, por el contrario, muchas nos dividen en un mundo quebrantado que cree tener la razón desde cada uno de sus fragmentos. Y bueno, construir nuestras historias implica que hay un tiempo para hablar y otro, para juntar los labios, hasta que nazca la pregunta, parida por el asombro, ante los misterios de la vida y cuya respuesta, como el rayo, tiene vocación de partirnos la madre, y así, entonces, caminar por los orígenes de un lenguaje que se interroga a sí mismo.

El padre Hugo Araya solía contarnos historias de exorcismos, de apariciones demoníacas, de vírgenes que lloran lágrimas y sangre, de los milagros de la guadalupana; y más que creerlas, nos entretenía oírlas. Y entre sus favoritas, acaso la que más le inquietaba, aún reverbera: la del tercer secreto de Fátima, revelado a comienzos de este siglo por el Vaticano. El primero es una visión del infierno y el segundo, un camino para sacar almas de este. El tercero tiene varias lecturas posibles: hay un ángel, espada en mano, que exige penitencia a la humanidad y acompañado por otro recogen en jarras la sangre de los mártires en la cima de un monte donde está la cruz. Mucho antes de conocerse, para el padre Hugo este secreto tenía que ver con la indiferencia.

La indiferencia es no distinguir; ser tibio, no sentir ni inclinación ni repugnancia por algo o alguien; haber perdido la capacidad de asombro; tener un espíritu que con nada se conmueve; que todo nos dé lo mismo, y que a nadie le importe nada. Cuando esto ocurre, no hay barrera moral que impida destruir, vejar y humillar. ¿Por qué? Solo porque se puede hacer, así nomás, sin mayor razón o motivo, y esta falta de conexión nos hace, en términos humanos, los peores criminales en potencia: finos, educados y corteses, pero crueles. No por nada Hannah Arendt llegó a la conclusión de que los peores crímenes del siglo XX fueron perpetrados por personas normales, «amorosos padres de familia».

Quizás, entre los infiernos posibles, el de la indiferencia sea el más sutil y terrible de todos. En el mito monoteísta de la creación, perfectamente puede dar lo mismo que Dios creara o no a la humanidad, pero entonces no habría libro del Génesis ni cuento que contar. A Dios, de acuerdo al padre Hugo, no le era indiferente crear o no «su imagen y semejanza»; no le daba lo mismo, porque el amor nacía en ese acto. Por el contrario, nuestra indiferencia nada puede crear, ese gesto del oscuro silencio sin dados en el juego que destapar es la ausencia de partida en la mesa, ni mentiras ni verdades entran al juego, y ningún horizonte de lo sagrado se asoma para ir en la busca de nosotros mismos, cuando no nos mueve nada ni nadie, y lo peor de cada uno sale en turba a devorar el tiempo, la memoria y la distancia, víctimas del triunfo del mal y bajo la luz del más hermoso de los ángeles, cuya victoria es, precisamente, que ya nadie crea en su realidad.

La respuesta del padre Hugo a la pregunta inicial no es del todo satisfactoria, pero tampoco indiferente. No «calzó» a nadie con ese comodín. Pese a ello, aún tenemos dados para seguir jugando al «dudo».