Por Diego Durán Toledo.- A más de un año de iniciada la emergencia sanitaria, a raíz del COVID-19 en Chile, y en un escenario aún peor en materia de contagios que el vivido desde marzo de 2020, se hace necesario reflexionar respecto no solamente a como esta pandemia ha afectado nuestras vidas, sino también cuestionarnos a través de sus efectos el modelo de sociedad que se ha construido en los últimos 40 años y como esta emergencia a nivel mundial, nos ha mostrado la cara más dura e inhumana del mismo.A principios y mediados de los años noventa del siglo pasado, luego del retorno a la democracia y con una economía que mostraba sostenidas cifras de crecimiento en torno al 6%, con una reducción de la pobreza extrema en forma significativa, acompañada de un aumento exponencial del gasto público, de la recomposición de las relaciones internacionales a nivel político y financiero con el resto del mundo, y más aun considerando el contexto del subcontinente asolado por la inestabilidad política, la hiperinflación y la crisis de la deuda externa, el medio de comunicación más tradicional de este país, tuvo el atrevimiento de asignarle a Chile, el título del “jaguar de América Latina”.
Desde aquel entonces, muchos años han pasado, y si bien en general la figura del jaguar de américa latina ha sido puesta en duda (principalmente a nivel interno, más que en el ámbito internacional) principalmente a raíz del aumento de la conflictividad social asociada a las demandas de grandes grupos de población por mejoras en temáticas de carácter social, en especial durante la última década y con el corolario de los hechos ocurridos posterior al 18 de octubre del 2019, que generaron el camino a un proceso de transformación constitucional (pactado fundamentalmente entre los partidos de élite, pero cambio al final y al cabo), la pandemia marca un punto de inflexión en la figura del país “modelo” de América Latina.
Hemos retrocedido significativamente en materias tan básicas, como la seguridad alimentaria en sectores importantes de la población que asoló al país durante gran parte del siglo XX y que creíamos superada en los últimos 30 años, que se tradujo en la necesidad de generar programas de alimentación básicos de carácter masivo (cuya planificación y ejecución fueron desastrosos).
Lo anterior, va aparejado de los efectos de la situación de informalidad laboral en nuestro país, debido a que si bien en los últimos años las cifras de cesantía se movido en un rango en torno del 6% o 7%, cercano a lo que considera el “pleno empleo” recalcando por parte de los distintos gobiernos la capacidad de generar empleo a nivel nacional, pero que gran parte de las mismas se derivan a una situación de trabajadores a cuenta propia o modalidad de empleos informales, donde un cuarto de la fuerza laboral se desempeña en dichas condiciones, lo cual en la pandemia se ha visto reflejado en la incapacidad de dichos sectores de la población (en general asociado a los de menores ingresos) de poder generar los ingresos económicos suficientes para su subsistencia, a raíz de las medidas restrictivas (y necesarias) como las cuarentenas para combatir los efectos de la pandemia.
Este elemento ha traído consigo asociado, otros múltiples fenómenos de imposibilidad de servicios básicos, tal como es el caso de la vivienda, si bien ya desde antes de la emergencia sanitaria, se esta comenzando a incubar una crisis de acceso a la vivienda digna, debido a la especulación del mercado inmobiliario, con precios altísimos en relación a los salarios de los trabajadores, la pandemia, fue un acelerante para la explosión de esta bomba de tiempo, que se ha traducido en la proliferación de asentamientos irregulares (campamentos) en las que viven en condiciones infrahumanas, miles de ciudadanos, retrocediendo solo en el transcurso de meses, a cifras que no se registraban hace más de dos décadas.
E inclusive, en materia educacional donde el acceso a los estudiantes a este derecho básico se ha visto impedido a raíz de la imposibilidad de conectividad a medios de internet, los cuales en zonas importantes del país no existe cobertura o es imposible de pagar para algunos sectores de la sociedad, afectando fundamentalmente los procesos educativos de estudiantes de sectores populares, principalmente de poblaciones rurales, indígenas y migrantes.
Y así podríamos seguir hablando de una serie de elementos tales como el colapso de un ya deteriorado sistema de salud, la afectación a economías locales dependientes de actividades como el turismo, la deficiente planificación urbana y de transporte para garantizar la movilidad de ciudadanos sin exponerse a situaciones de riesgo, la incapacidad en base a los montos de rentas de generar a nivel familiar elementos de ahorro y también de las autoridades de proveer de ayudas monetarias universales a la población, etc.
Lo que la pandemia ha desnudado, es que en realidad este es un país enfermo desde hace mucho tiempo, cuyas cifras macroeconómicas esconden la fragilidad de la situación socioeconómica de millones de ciudadanos, donde los sistemas de protección social se han visto superado y han reflejado las consecuencias de una política de estado subsidiario cuyo rol como garante del bienestar social es mínimo.
En este sentido, el “país de la mentira” en el cual se nos instaló un discurso a nivel social de una economía robusta y sólida que generaba beneficios económicos a sus ciudadanos, es una quimera que carece de sostenibilidad en el tiempo o de las crisis como la que actualmente estamos viviendo. Discurso sobre el cual se ha sostenido la estabilidad político institucional del país desde 1990 en adelante.
Si bien es cierto que el proceso constitucional abre una ventana respecto al cambio fundamental del rol del estado en esta materia, es menester indicar que si este no está acompañada de profundas reformas sociales, una nueva carta magna será una mera declaración de principios sin correlato empírico.
Solo con un cambio de modelo de desarrollo, que garantice derechos sociales y que por ende permita la construcción de un sistema de protección social que anticipe a las crisis, se podrá evitar a futuro o al menos mitigar la consecuencias de futuras crisis de la envergadura de la actual y en el cual sea un país donde se pueda vivir con un cierto estándar mínimo de seguridad y dignidad para millones de personas.
Diego Durán T. es administrador público, Magíster en Gobierno y Gerencia Pública, y académico e investigador de la Universidad Autónoma de Chile.
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