Por Rodrigo Larraín.- Abundan especialistas en comentar la existencia del Partido Comunista. Pero, en general, se aprecian prejuicios e ideas sin mucho fundamento, también insultos y mala fe, especialmente en las redes.
Hay que considerar que vivimos en un ambiente con un anticomunismo cultural, especialmente en los sectores más burdos morales y educacionales -el llamado lumpen-. Así, en un revoltijo de palabras, insultos hablan de “zurdos, progres, ideólogos, estatistas, rojos”, etcétera, hasta que sale la palabra cargada de odio: ¡comunista!
¿Como se llegó a esto? Sin duda la dictadura contribuyó bastante, ya que ocupó la palabra para simplificar la enorme cantidad de nombres y siglas tan habituales en la izquierda, de suerte que comunista significara para los no muy listos cosas como “opositor, militante político de cualquier partido, terrorista, subversivo” o cualquier otra palabra negativa.
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Hubo una época en que el Partido Comunista fue muy apreciado entre nosotros. En 1970 era uno de los tres partidos comunistas más grandes del mundo occidental junto a los de Francia e Italia. Una gran cantidad de músicos, actores e intelectuales estaban afiliados al partido. Además, tenía una respetable representación parlamentaria y gran presencia en las universidades y liceos.
Era considerado un partido muy serio y doctrinalmente muy ortodoxo, sin disidencias públicas. El partido comunista chileno, como prácticamente todos los del mundo era muy dependiente ideológicamente de la Unión Soviética, por lo que su modelo de socialismo, revolución e interpretación del marxismo concordaban con lo que emanaba de Moscú.
De ahí que el partido reconociera algunas organizaciones como verdaderamente correctas, pues les daba una especie de certificado de corrección política, los demás quedaban execrados. Nunca Maduro, Ortega u otros líderes latinoamericanos llegados al poder habrían sido socios del PC chileno: no aprueban el test de la blancura comunista.
Por ello es que los partidos comunistas del mundo no apoyaron ningún intento revolucionario que ellos no encabezaran, como en Cuba, en que ese partido estaba en el gobierno del dictador, o en Bolivia en que no apoyó a la guerrilla del Che, entre otros muchos casos fuera de la ortodoxia comunista moscovita, los que no tenían la licencia de verdaderos revolucionarios. Los demás eran renegados o herejes, muchas veces ni siquiera eran considerados izquierdistas. De todo lo anterior, se infiere que el partido comunista ha tenido un gran viraje.
Posiblemente todo ocurrió después de la implosión del bloque del socialismo real, cuya icónica expresión fue la caída del muro de Berlín, situación que no sólo afectó al campo comunista y sus partidos, sino que, insospechadamente, también tocó a la social democracia. Pero, sin duda, el discurso comunista quedó bastante mermado, especialmente al quedarse sin su gran referente: la Unión Soviética. No se conservó la explicación economicista de la sociedad y sus procesos de cambio, lo que eclipsó al proletariado como motor de la historia, debiendo la clase obrera compartir ese sitio con nuevos actores marginados por otros motivos no económicos, se abandonó la lucha de clases. También la oferta de una sociedad mejor, el socialismo, quedó para el recuerdo. Nuevas banderas individualistas, derechos de algunos pocos y no de las masas numerosas y una adhesión al aborto libre insospechada, nuevas banderas que provocarían un escalofrío a Luis Emilio Recabarren.
A nivel macro también hay novedades. El Partido Comunista absolvió de todos los errores a los que antes de la caída del muro eran unos réprobos, como China y Corea del Norte, y ahora basta tener un discurso antiimperialista para obtener credenciales de izquierda correcta, como lo muestra en América latina el pintoresco y trágico régimen dictatorial de Maduro. Difícil que la tierra sea el paraíso de toda la humanidad con estos socios.
Rodrigo Larraín es sociólogo y académico de la U. Central
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