Por Fernando Martínez.- ¿Hay realmente algo nuevo que decir en torno a la discusión del proyecto constitucional que será sometido a plebiscito? Posiblemente no, pero conviene intentar esclarecer algunos aspectos confusos de las controversias y de los cuestionamientos que se han conocido, bastante anteriores por lo demás a la publicación del texto definitivo que aún no sido publicado oficialmente.
Quienes han impulsado y aprueban la necesidad de una nueva constitución, fundamentan su opción en la imprescindible necesidad de respaldar cambios profundos en la organización social y política del país, transformaciones sin las cuales el futuro sería muy difícil o estaría comprometido. No obstante, esta eminente prevención se desintegra en el espacio público a través de múltiples escaramuzas menores, donde priman las generalidades y las tergiversaciones, que el reflejo mediático, especialmente en las redes informáticas, acentúan promoviendo aspectos subordinados, alejados del interés específico del proceso, relegando lo que es más tangible y sustancial para el interés público a espacios de penumbra.
Entre las dificultades características que enfrentan quienes asumen el compromiso de proponer iniciativas de cambio, está la obligación de justificar laboriosamente la necesidad de las reformas, de diseñar las propuestas adecuadas capaces de responder a las necesidades. Cuando además tienen responsabilidades de gobierno deben implementarlas.
Por su parte, quienes se oponen a las transformaciones tienen la tarea un poco más sencilla. Aceptando que no siempre es fácil, sólo deben resistir el tiempo suficiente, hasta que un reflujo en el interés público aquiete las aguas.
El texto que ha sido redactado abarca dos temas básicos del camino de cualquier transformación:
La identificación de la necesidad de transformación y el diseño conceptual de una vía de solución.
Siendo así, ¿qué es lo que concita las ya enunciadas aversiones de los partidarios del rechazo? La verdad es que aún no lo sabemos, pues en el discurso del rechazo hay principalmente presunción, temor y desconfianza.
Entonces se puede presumir que se está rechazando la necesidad de elaborar una nueva constitución o bien el texto propuesto… o ambos. La proclamación de “rechazar para reformar”, aunque se parezca mucho a una impostura, reconocería la necesidad de hacer transformaciones, pero no aprobaría el texto redactado.
Se ha escuchado a diestra y siniestra que son muchos los problemas del texto, que el derecho de propiedad no estaría garantizado, que la plurinacionalidad, que se frenaría la inversión, etc. Por ahora, los verdaderos argumentos que fundamentan este rechazo al texto redactado por la convención no son fáciles de descifrar. Declarar que el texto es malo, fundar apreciaciones en trascendidos y bulliciosos sucesos creados a partir del desenfreno verbal de algunos constituyentes o a partir de propuestas no aprobadas por la convención, no es enfrentar el debate constitucional. Quienes rechazan definitivamente han sido muy avaros en argumentos precisos referentes a aquellos artículos que les merecen objeciones. Basta recordar que, de manera extraña, la oposición rotunda al nuevo texto (que no sorprendió a nadie) ha precedido con mucha antelación la redacción definitiva y la publicación del proyecto constitucional. Es posible que los argumentos diseñados por sus expertos sean realmente expuestos durante la campaña que precede al plebiscito. De ser así, se podría interpretar como una conducta despreocupada o desinteresada. ¿Es razonable enfrentar con tan poco temas tan relevantes como una nueva constitución?
Los seguidores de Cambridge Analytica nos han acostumbrado a cuestionables orientaciones de la comunicación estratégica, destinada a influenciar resultados electorales con métodos inmorales, donde las malas prácticas emplean la desinformación, la manipulación y la propagación del miedo. Poniendo en relieve lo dicho anteriormente, es posible suponer que entre las fuerzas conservadoras gestoras del rechazo, el interés político apunte a algo distinto que el interés en el proceso constitucional. Para ellos, por ahora, sería más apropiado privilegiar expresiones más decorosas que la manifestación abierta y clara de un rechazo a la necesidad de transformar y al proceso constituyente que se gestó. Habría entonces razones para considerar que el texto mismo de la nueva constitución no configura, como sería razonable suponer, el trasfondo de las discrepancias que han manifestado. La denegación manifestada parece más bien una opción puramente táctica y de efecto político inmediato que, de tener éxito, debiera permitir al bloque conservador, lograr alguna rehabilitación, tras las enormes derrotas que han sufrido recientemente. Con el objetivo en mente de mantener la constitución vigente, podría además lograr la anulación completa de la acción del gobierno actual y su programa de cambios, posibilitando, con un poco más de tiempo, la restauración de los alicaídos valores de la conservación. Para quienes suscriben esta opción, el mediano y largo plazo carecen de interés. No existe proyecto alguno de este sector, ni en Chile ni en ninguna parte, para enfrentar las enormes contingencias del período presente.
Contrariamente, la aprobación supone una ruta más ardua, pues se ajusta a una lógica de largo plazo, donde la naturaleza transformadora del texto es tan sólo el inicio de un proceso prominente que será llevado a cabo por otra entidad: el parlamento. Tiene el inconveniente de no poder formular en lo inmediato más que razonables propuestas, que deberían transformarse en leyes por vía legislativa, para de ser ofrecidas a la demandante realidad social y política que tiene exigencias inmediatas.
Pero no todo es tan fácil para la opción rechazo. No es necesario ser muy perspicaz para admitir la evidencia de que la organización económica y social, con sus efectos en la condición de vida de las grandes mayorías, presenta resultados desmesuradamente contrastados, donde el buen vivir de unos pocos contrasta con el mediocre devenir de amplias categorías, sin presente ni futuro. Ni las reservas de cobre y litio, ni la primorosa membresía OCDE, ni el abandono del término “subdesarrollo”, nos explican cómo el país podría trazar una vía de verdadero desarrollo económico y social. La convivencia social y el necesario bienestar necesitan nutrirse de un conjunto de reglas y principios que estén vigentes, que no colisionen entre sí, y que definan los derechos y libertades de los ciudadanos, delimitando los poderes e instituciones de la organización política. Eso es un texto constitucional.
Si no se proyectan importantes transformaciones, ¿cómo se podrían superar los problemas endémicos como la inviabilidad social, la debilidad de la matriz productiva, la crisis medioambiental, la calidad de la educación, las limitaciones de las coberturas en salud, las bajas pensiones, la delincuencia, la corrupción, etc.?
Resulta sorprendente que la coalición conservadora que ha suscrito el rechazo pretenda hacerse cargo del destino de un país en un cierto plazo, sin diseñar la sombra de un proyecto. No se puede entender que sus estrategas no hayan sopesado la realidad externa e interna y que ignoren los riesgos consecuentes. Rusia está ganando la guerra de Ucrania y, si el conflicto no escala hacia un desenlace aún más dramático, persistirá con su concierto de desastres para la economía mundial, inflación, recesión y amenaza de crisis financiera. El país no está dotado de los medios necesarios para enfrentar las dificultades logísticas y, a corto plazo, no se pueden enfrentar eficazmente ni la escalada de precios ni las fluctuaciones del tipo de cambio, las cuales están impactando muy negativamente la vida de las personas. Agreguemos a eso la volatibilidad de los apoyos a las coaliciones políticas, con ciclos electorales cada vez más cortos, con respaldos y oposiciones que no tienen estabilidad. Una carta de navegación difícil para quien no ha definido un puerto de destino.
Algunos, con cierto candor, pueden creer que la coalición conservadora podría aceptar transformaciones, si triunfa el rechazo. Esta idea tiene muy poco sustento. Una fuerza política engreída que ya se siente ganadora, en la euforia de una victoria en el plebiscito, jamás cedería el mínimo espacio político en aquello que le es esencial. Perseverando en la manipulación, estas fuerzas conservadoras podrían promover, a lo más, la consigna del príncipe siciliano a quien llamaban el gatopardo. Pero ese beneplácito, además difícil de lograr, no solucionaría ninguna de las dificultades que enfrenta el país.
La única y mejor opción, que algunos pueden considerar como la menos mala, es disponer lo más pronto posible del texto constitucional, aunque sea imperfecto, porque el tiempo juega en contra y las amenazas están a la vuelta de la esquina. Sólo nuevas definiciones del rol del Estado, cambios sustanciales de la matriz productiva, política medioambiental efectiva, políticas sociales convergentes y un gran salto en la educación permitirán reconfigurar las defensas de la organización política, social y económica que podrá enfrentar con más éxito la incertidumbre y las amenazas.