La corrupción y el cinismo amenazan la democracia; restaurar el lazo entre moral y política en el debate público es el llamado que hace el académico Hugo Cox.
Por Hugo Cox.- “No hay que juzgar a los hombres por sus opiniones, sino por aquello en que sus opiniones los convierten” (Luis Villoro, filósofo mexicano).
La izquierda no es moralmente superior a la derecha —esa idea es el pasaporte ideal para los canallas—, pero debe aspirar a serlo, porque es inseparable de un compromiso moral con la justicia social, la igualdad de oportunidades, el respaldo a los más débiles y con “una actitud colectiva contra la dominación” (Villoro). La moral y la política mantienen relaciones complejas, pero la izquierda no puede desvincularse de la moral, pues de hacerlo perdería su razón de ser. El cinismo no va con ninguna de las izquierdas.
Muchos políticos consideran ingenuidades de soñadores las palabras de Villoro, ajenas al funcionamiento de la política real; sin embargo, ese alejamiento ético es una de las causas fundamentales del creciente descrédito de la izquierda. En 2020, los sectores del wokismo y sus socios hicieron caer a la derecha y a la Concertación por corrupción, pero cuatro años más tarde el wokismo y sus aliados permanecen en el poder a pesar de su propia corrupción. Cuando la corrupción es del adversario, resulta imperdonable; cuando es propia, se minimiza o se niega: he ahí un ejemplo de cinismo.
“Mucha gente de izquierdas prefiere un woke corrupto a que llegue la ultraderecha”, en parte porque no tolerarían la misma corrupción en el otro lado. No obstante, muchos rechazan esa falsa disyuntiva pues saben que la contaminación política de quienes gobiernan fortalece al autoritarismo. Hoy los Republicanos capitalizan el brutal desgaste del cuadro político oficial y aparecen con ventaja en las encuestas norteamericanas. Junto al auge del autoritarismo, surfeado por figuras como Donald Trump, cada vez más jóvenes concluyen que no son los partidos sino el sistema el que está corrompido, y piensan votar a formaciones antisistema.
El hundimiento de la confianza en la política y la pestilencia de la corrupción dibujan un cuadro temible: no sería extraño que empezara a escucharse la palabra Weimar, en referencia a esa democracia que terminó destruyendo Hitler.
¿Son conscientes nuestros políticos del riesgo palpable o, cegados por el sectarismo y la lujuria del poder, no ven más allá de sus intereses? ¿Lo es la izquierda? No lo sé. Lo único cierto es que a la izquierda le urge una reacción brusca con efectos beneficiosos. Quizá ese cambio, antes que político, debería ser moral: restaurar el vínculo roto entre moral y política, abolir el prestigio repugnante del cinismo y devolverle a la política la limpieza y el idealismo que nunca debió perder (y que, contrariamente a lo que sostienen los cínicos, no está reñido con su naturaleza práctica).
Además, el principal vínculo que posibilita una comunidad es el de la lengua. Lo primero que hace el totalitarismo, mucho antes de actuar abiertamente, es destruir el significado de ciertas palabras clave, disolviendo así el espacio común de significados compartidos. Una vez resignificadas esas palabras, el autoritarismo avanza sobre la conciencia de individuos que ya no reconocen la comunidad a la que antes pertenecían.
A lo anterior debemos agregar algunas variables presentes en Chile:
- Insatisfacción ciudadana y desconfianza institucional: alto rechazo hacia el gobierno, el parlamento y los partidos políticos, traducido en baja participación electoral y nuevos movimientos sociales.
- Polarización política y fragmentación social: amenaza la estabilidad y la capacidad de llegar a acuerdos.
- Desigualdades socioeconómicas: profundas brechas que limitan derechos y participación efectiva en amplios sectores poblacionales.
- Desafíos en la gobernabilidad: necesidad de reformas estructurales para mejorar la cooperación entre ejecutivo y legislativo, y asumir grandes pactos que respondan a demandas ciudadanas.
- Impacto de la desinformación y la violencia política: la propagación de desinformación y discursos de odio erosiona el debate democrático y obstaculiza una democracia inclusiva.
- Nueva fuente de degradación: la corrupción en las fuerzas armadas y de orden, con indicios de infiltración del narcotráfico.
En resumen, la debilidad de la democracia chilena no reside en un único factor, sino en la intersección de dimensiones históricas, institucionales, sociales, éticas y morales que han generado un desfase entre la percepción de estabilidad y la profunda insatisfacción ciudadana.