Por Alvaro Ramis.- El título de esta columna puede parecer duro, pero es sólo una paráfrasis de lo que afirma el Papa Francisco en el número 59 de la encíclica Evangelii Gaudium: “Hoy en muchas partes se reclama mayor seguridad. Pero hasta que no se reviertan la exclusión y la inequidad dentro de una sociedad y entre los distintos pueblos, será imposible erradicar la violencia. Se acusa de la violencia a los pobres y a los pueblos pobres, pero sin igualdad de oportunidades, las diversas formas de agresión y de guerra encontrarán un caldo de cultivo que tarde o temprano provocará su explosión. Cuando la sociedad —local, nacional o mundial— abandona en la periferia una parte de sí misma, no habrá programas políticos ni recursos policiales o de inteligencia que puedan asegurar indefinidamente la tranquilidad”.
Para resolver bien un problema no basta con ofrecer soluciones simples y rápidas. Antes, y lo más importante, es plantear bien el dilema. Temo que en el caso de la violencia y la represión ligada a las protestas y manifestaciones sociales lo que falla es precisamente el planteamiento del problema.
En Chile hay un elevado número de jóvenes que no encuentran más que breves trabajos precarios y saben que, cuando lleguen a jubilarse, tendrán una pensión bajísima pues hoy están cotizando muy poco. La idea de iniciar responsablemente una familia es una meta que se complica cada vez más. Con lo que ganan no pueden pagar un arriendo, y menos soñar con comprar una vivienda. Acceder a un título universitario es cada vez más un estándar mínimo, una exigencia básica e ineludible, más que una certeza de futura movilidad social.
Este panorama llevaba mucho tiempo siendo una amenaza, pero se convirtió en una realidad a partir de la evolución de la vida laboral que obligó a aceptar la precariedad, disimulada en flexibilidad, para poder sobrevivir. En la historia los sucesos no se gestan de la noche a la mañana, sino que se van incubando lentamente hasta que un día estallan. Pasa algo parecido a tantas otras manifestaciones sociales en nuestra historia, donde el alza de un boleto, un cambio efímero o minúsculo en las condiciones rutinarias de vida, se vuelven ocasión oportuna para expresar un dolor mucho más amplio y hondo.
No es extraño que muchas y muchos jóvenes hayan acumulado un malestar creciente. Más aún si se vieron culpabilizados por una falsa cultura meritocrática que les impuso la carga de la prueba respecto a su situación. Aguantaron muchísimo, hasta que un día ese malestar estalló y ya no se ha podido apartar de la esfera pública.
Las violencias de este último año y medio no se pueden atribuir a un mero accidente o una conspiración. Ese es el falso planteamiento del problema. Lo que está ocurriendo es que una juventud que se siente sin futuro ha decidido que nosotros no tengamos un presente fácil. Cuando el presidente Piñera u otras autoridades proclaman que en una sociedad democrática la violencia es inadmisible, vale la pena recordar que en una sociedad injusta la violencia acaba siendo inevitable, aunque tampoco esté justificada.
Pretender entonces que los destrozos y conflictos de este último año se traten solo de rabias descontroladas, que pasarán como cambian las estaciones del año o caen las hojas del calendario, no es ajustarse a la realidad. Buscar la paz para hoy puede significar violencia para mañana si no se atienden las raíces de lo que somos y las causas de lo que enfrentamos.
Para salir de este problema hay una agenda corta, que pasa por una urgente reestructuración de Carabineros, bajo estándares de control civil y adecuación a los más exigentes indicadores de respeto a los derechos humanos. Pero hay una agenda larga, que pasa por una política económica muy diferente, que atienda a las necesidades fundamentales de una juventud que merece un futuro mucho mejor que el que les estamos entregando.
Álvaro Ramis es teólogo y rector de la Universidad Academia de Humanismo Cristiano