Por Álvaro Ramis.- Superar la pandemia del COVID-19 exigirá a la sociedad un cambio de racionalidad. Hasta ahora, lo que ha predominado ha sido la razón tecnocrática, basada en la administración de la crisis sin mayor fundamento que la pretendida neutralidad pseudo-científica de los administradores especializados.
Se trataría del gobierno del “experto”, que como moderno filósofo-rey conoce lo que el pueblo quiere, o debería querer. A la vez, esta forma de pensar y actuar se ha articulado muy bien con el principio del autointerés racional como principio determinante de la acción colectiva.
Esta visión se ha desarrollado desde el siglo XVIII, siendo la obra “La fábula de las abejas, o Vicios Privados, Beneficios Públicos”, publicada por Bernard Mandeville en 1705, un hito paradigmático, que fundamenta hasta el día de hoy las teorías económicas neoclásicas (marginalistas), predominantes en los últimos siglos, que han identificado al individualismo metodológico como la forma perfecta y completa de racionalidad económica y política.
En el relato de Mandeville la vida de las abejas en sus colmenas es entendida como un enjambre de intereses particulares, que sólo se unen por la búsqueda de su propio interés, lo que paradojalmente se convierte en la condición de la prosperidad general del panal.
Con esta metáfora, Mandeville introdujo una noción del ser humano como ser autointeresado y calculador, que reduce lo racional al objetivo de maximizar el beneficio personal. La cooperación entre personas y las formas de relacionamiento no autointeresado se describen como ejemplos de irracionalidad o prácticas fútiles, carentes de realismo empírico.
Para Mandeville las acciones humanas no pueden separarse en buenas o malas ya que, bajo su punto de vista, los vicios privados siempre contribuyen al bien público, mientras que muchas de las acciones bondadosas o altruistas pueden ser dañinas para el bien común.
Por ejemplo, sostiene que en el campo económico una persona corrupta o libertina, que actúe por vicio, permite con sus gastos ostentosos dar trabajo “a sastres, sirvientes, perfumistas, cocineros y mujeres de mala vida, que a su vez emplean panaderos, carpinteros, etc.”.
Entonces, el despilfarro del millonario corrupto beneficiaría a la sociedad mucho más que el trabajo de los pobres, que deben sacrificarse para permitir que los ricos gasten su dinero y de esa forma impulsar la circulación del dinero, lo que finalmente dará de comer a todos.
Una de las mayores paradojas de la “fábula de las abejas” de Mandeville es que no se ajusta a la vida concreta de esa especie biológica, tal como cualquier apicultor podrá observar: las abejas no conocen verdaderamente un interés individual. Son una especie gregaria y colectivista por excelencia, que puede llegar a sacrificarse o a inmolarse en razón del interés general de la colmena.
En nuestro siglo uno de los mayores ideólogos que han profundizado en esta racionalidad fue Niklas Luhmann. Los argumentos luhmannianos atacan “el prejuicio humanista”, que se basa en pensar que la sociedad consiste en las relaciones que los seres humanos establecen concientemente entre ellos. Si usted ha pensado que “la historia la hacen los pueblos”, o que “otro mundo es posible”, no se engañe, diría Luhmann.
Lo único cierto es que los sistemas sociales, las estructuras, la economía institucional y sus modos de funcionamiento, son sistemas de comunicación clausurados, que se reproducen a sí mismos, sin fin. Por eso, afirmó sin titubear que “la sociedad no es, por suerte, una cuestión de moral”. La política y la ética -nos diría- no tienen nada que ver.
Un razonamiento similar es el de Friedrich von Hayek, el gran ideólogo neoliberal y utopista del “mundo sin utopías”, que criticando las ideologías construyó la más ideológica de las interpretaciones de la economía, basada en la fe ciega en el mercado, entendido como un sistema de comunicación perfecto, autopoiético, autorreproductor de sus condiciones y necesidades, sin más límite que el mantenimiento al infinito del orden espontáneo que origina la libre competencia.
Este tipo de autores fundamentó una manera de entender la política y la economía como procesos que se tienden a centrar exclusivamente en la acción de los individuos, o grupos de individuos autocentrados y no en la acción colectiva orientada a fines mayores y colectivos, que superan el particularismo.
Para eso consideraron el cálculo matemático como método y fuente excluyente en el estudio del comportamiento económico. Bajo la lógica del “principio de maximización”, propusieron el autointerés como fundamento de toda conducta racional, identificando este criterio con el “principio de eficiencia”.
El resultado es una economía reducida al autointerés individual y una política limitada al autointerés gregario, que operan bajo la teoría del “individualismo posesivo”, que se ve limitada por el “solipsismo metódico”, caracterizado por formas de pensamiento y acción monológicas.
A los seguidores de estos ideólogos anti-ideológicos, les duele mucho que se cuestione la “cientificidad” de sus propuestas y se revele lo mesiánicas y dogmáticas que resultan. Porque nada es más utópico e irrisorio que un mundo regido sin más límites que las leyes secretas de la caja del supermercado.
El egoísmo racional, sometido a la prueba del COVID-19 muestra su fracaso cada vez que la dura realidad revela sus límites antropológicos. Para salir de la pandemia se necesita algo más que un “sálvese quien pueda”, cuando el peligro de una nueva ola de contagios exige universalidad en el respeto y acatamiento de las normas sanitarias que imponga el Estado y acceso universal a la atención de salud.
Sin cooperación inteligente entre los actores internacionales, entre gobierno y oposición, entre el Estado y los privados, y sobre todo, entre ciudadanas y ciudadanos de distintas sensibilidades, recursos y voluntades, será muy difícil implementar en 2021 el proceso de vacunación masiva que demanda maximizar la interdependencia y la reciprocidad, a todo nivel.
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