Por Javier Maldonado.- Somos una sociedad fabulosa. Pero fabulosa en el sentido de la producción constante y sostenida de fábulas en las que lo más original es que no tienen moraleja. Se cuenta sólo el cuento y, ya se sabe, los cuentos, cuentos son.
Por ejemplo, un nuevo relato de la Bella y la Bestia, en interpretación local, naturalmente. Es la fábula del bien y el mal que por misteriosas razones un día cualquiera se anulan sus diferencias esenciales y la bestia, que lo es no sólo por su aspecto, sino que fundamentalmente por su origen y su comportamiento histórico, ardorosa amante de la razón de la fuerza, señora de los extremos absolutos, portadora de las antorchas nocturnas del autoritarismo, sectaria, intolerante, perseguidora, negativista, cómplice de los peores comportamientos monstruosos, fiel cultora de su condición bestial, despierta una madrugada después de una noche de reflexión, se mira al espejo, el mismo que lo abrigaba en sus orígenes, un espejo que no refleja sino que absorbe, y constata que ha sucedido una inesperada metamorfosis, y que no sabe por qué motivo ya no es del todo lo que era el día anterior.
La bestia sabe muy bien que, si quiere sobrevivir a la historia, tiene que superar su propio pasado y, lo que no es tan difícil para los seres de la noche, está obligado a negar todo aquello que en el pasado inmediatamente reciente defendía a brazo partido. Es la dosis de pragmatismo que caracteriza a las bestias: dejar de ser, en tanto los hombres normales se esfuerzan por ser. Entremedio sucede la entelequia hamletiana: ser o no ser. Unos expertos estudiosos en fábulas sostienen que lo de Hamlet es un error de traducción. El príncipe no padece de inseguridades existenciales. Él es lo que es; él es quién es. Él dice “to be or not to be”. Los expertos recuerdan que Will Shakespeare es un experto en los juegos de palabras, así que es muy posible que el verbo en cuestión no sea “Ser”, sino, “Estar”. Éste obedecería al sentido de los contextos, es decir, “estar aquí o no estar aquí”, teniendo en cuenta que ese aquí es el lugar corrupto, donde algo huele mal, donde impera la traición, el mal, el crimen, el magnicidio, el uxoricidio, el engaño, la mentira, la obsesión por el poder, en fin, nada muy constructivo, pero que es donde debe estar para consumar su plan.
Shakespeare sabía muy bien de qué se trataba y quiénes eran los personajes tomados para su obra personal. Y es que las cortes sufren y disfrutan de idénticos pormenores, ya sean estas reales, ya lo sean republicanas. Si en la dinámica del ludus político, que es el nudo gordiano del relato cuyo personaje es el príncipe Hamlet, también el mismo en la fábula de la Bella y la Bestia, guardando las reglas narrativas se intercambian nombres, por ejemplo, Hamlet por Joaquín, el sentido de la fábula es el mismo. Hamlet vuelve a casa a cambiarlo todo, y eso porque el fantasma de su padre asesinado lo agobia con una promesa destructiva. Joaquín quiere cambiarlo todo porque el fantasma de sus ideas anteriores lo lleva a la conclusión de que su deber es destruir todo lo que hasta ayer era para construir una nueva realidad. En ninguno de los dos casos la cosa será fácil. El príncipe morirá en su intento, asesinado por los mismos de su casa. Joaquín se expone a lo mismo, considerando que ha engañado a los suyos y les comunica que él cree en las ideas de los que hasta ayer eran sus adversarios, que anteayer fueron sus enemigos. A Hamlet lo traicionan Rosenkranz y Guildenstern, a quienes el tío les encarga que lo maten en el viaje a París. Joaquín, por su parte, traiciona (no es posible aplicar otro verbo) a sus pares y los deja con los crespos hechos, al exhibir impúdicamente su vuelta de chaqueta.
No se sabe si renuncia también a su militancia Opus Dei, si sus ideas económicas neoliberales las trastocará aplicándolas a su nueva condición socialdemócrata, si sus lealtades con sus camaradas del pasado, cuando fueron designados alcaldes por el dictador también sufrirán cambios, cuando desde las columnas de El Mercurio denostaba a los mismos que hoy quiere halagar, cuando en su puesto de funcionario de la dictadura civil-militar acondicionaba los billetes que se debían repartir, en fin, cuando hacía panegíricos anti izquierdistas denostando a los comunistas, a los socialistas y, ¡ojo! también a los socialdemócratas, aquellos con los que hoy quiere jugar, quizás en el mismo estadio en dónde él ayudó a ponerlos. Entonces, ¿Quién en su sano juicio podría creerle al tránsfuga de esta opereta?
Bueno, hay antecedentes en la colectividad que él está abandonando: un ministro express y otro de más largo aliento pero igual de inútil. Pero ¡cuidado! que el que huye no es sólo él. Algunas voces dicen que son muchos los que están haciendo sus maletas para viajar a la nueva opción, quizás Longueira, nadie podría asegurar a ciencia cierta que el propio Piñera, en su pragmatismo a toda prueba también se viera tentado, a no ser que la socialdemocracia en la que están pensando se parezca mucho más al neo-nacionalsocialismo, como una derivada de ultraderecha de la socialdemocracia europea, tal como, por ejemplo, la austriaca o la húngara. Superadas las nociones de izquierda y derecha ya latamente obsoletas, los audaces inventarán algo muy distinto pero, como enseñaba Giuseppe Tomasso di Lampedusa, el Gatopardo, lo harán de modo tal que todo quede igual, reiterando la ya conocida consigna de la Ilustración: “Todo por el pueblo, pero sin el pueblo”.
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