Por Pedro Barría Gutiérrez.- Al margen del resultado del plebiscito del 17 de diciembre próximo, ya se puede concluir que los dos procesos constitucionales que hemos soportado han sido un estrepitoso fracaso de la política, porque no imperó el diálogo, la conciliación y el acuerdo, sino la confrontación, imposición y el supremacismo: intento de un bloque de imponer sus visiones al bloque contrario.
Estas actitudes y conductas son contrarias a la construcción de una Constitución. Una lástima, porque una Constitución debe ser un cuerpo vivo, acogedor y protector para todos. El mejor ejemplo está en Italia, donde sus ciudadanos, destacando esas virtudes, llaman la “mamma” a su Constitución de 1948, redactada en tiempo récord por 556 delegados, procedentes de todo el espectro político y social.
Sin embargo, en Chile, ni en la Convención ni en el Consejo fue posible acordar un texto amplio y concordado. Ello porque la política se retiró a sus cuarteles de invierno e imperó la confrontación y el desacuerdo: diez infructuosos años discutiendo una reforma previsional, más de diez años de inacción frente a la crisis de las Isapres que ha llegado a una fase terminal y tantas otras situaciones ignoradas y desatendidas. Ni siquiera prosperan acuerdos mínimos respecto a seguridad, delincuencia y protección de las personas frente al crimen.
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Es urgente el retorno de la política, la cual implica, dialogar, negociar y conciliar en busca de soluciones (políticas públicas) que resuelvan los problemas de las personas. Salvo escasas excepciones, los líderes han demostrado insensibilidad frente a millones de chilenos que padecen diariamente un creciente empobrecimiento, cesantía y endeudamiento, falta de acceso a la salud, inseguridad física, carencia de vivienda y educación, males crónicos cuya solución no depende de un texto constitucional, sino de acuerdos y acciones mancomunadas de líderes políticos empáticos y sensibles con los vulnerables.
El previsible rechazo del actual proyecto constitucional, tan supremacista como el anterior, más que un rechazo al texto, será un segundo repudio a la masacre de la política, a la capacidad de diálogo, de llegar a acuerdos y de gestionar y solucionar los graves problemas de los marginados y vulnerables.
Los líderes de las dos opciones deberían imaginarse lo que sentirá un cesante, un endeudado crónico, una víctima de la delincuencia, un enfermo eternamente postergado en las listas de espera o los estudiantes sin clases, para quienes el carnaval de alegres caravanas del a favor o en contra, en medio de bocinazos, globos, chaya, pitos y cornetas, será un cruel sarcasmo, una burla y una bofetada en el rostro, ya que nada tienen que celebrar.
No. No es el objeto de este texto arremeter contra la política, sino todo lo contrario: clamar encarecidamente por su vuelta. La política es una profesión muy noble y necesaria si se ejerce éticamente y con practicantes a la altura. Cuando los votantes eligen a un representante político, le entregan su confianza para que realice una labor profesional de calidad, lo que desgraciadamente pocas veces ocurre.
Para ejercer una profesión –y la política lo es- hay que tener vocación de servicio, que se ve en escasísimos dirigentes políticos. Los más, renegando de su carácter de representantes, contribuyen a la agonía de la democracia representativa, la cual cada vez es menos democracia y menos representativa.
Los líderes políticos tienen que aprender a representar, pero ¿qué formación ética y epistémica, reciben, si es que reciben alguna? Saltan sin capa y espada a un ruedo de confrontación y polarización extrema de los bloques en pugna. No se sienten representantes del pueblo a quien deberían dar un servicio de calidad.
Cuán lejos están del Presidente Pedro Aguirre Cerda que hizo del “gobernar es educar” el lema de su gobierno. “Pan, techo y abrigo”, fue por mucho tiempo el lema en las elecciones presidenciales. O sea, servicio puro.
En cambio, las actuaciones desenfadadas, displicentes y corruptas que han quedado a la vista el último tiempo, demuestran que algunas personas se sienten seres superiores a los demás (supremacismo de facto), con derecho a lucrar indebida e indefinidamente a costa de una masa excluida y segregada.
El país se ha empobrecido moral y económicamente. La salida del marasmo no vendrá de la economía, sino de la política, de la buena política. La crisis moral que vivimos está infiltrada especialmente en las élites y no la superaremos mientras ellas no se sacudan de ese lastre abominable.
Los problemas del país son gravísimos y afectan a personas sufrientes con nombre y apellido, que no son un simple número en las estadísticas. En medio del estancamiento económico, masas de cesantes buscan infructuosamente un trabajo con el cual llevar el sustento a sus hogares.
Las listas de espera para atenciones en salud crecen y crecen. Muchas veces llega la muerte primero que la atención. La garantía explícita de oportunidad hoy parece un sarcasmo macabro. La crisis de las Isapres podría ser terminal y sus afiliados llegar a atiborrar a Fonasa agravando las esperas…
Aumentan las personas que duermen en las calles y realizan trabajos informales. La extrema e innecesaria crueldad con que adolescentes, niñas y niños, realizan sus delitos provoca el aumento de la inseguridad física de las personas. Todos los días hay varios homicidios en el país. La delincuencia, narcotráfico y crimen organizado han sentado sus reales en innumerables barrios, actuando con extrema crueldad en contra de personas de cualquier edad o condición…
Los altísimos intereses bancarios han pulverizado el sueño de la juventud de una vivienda propia. La educación ni siquiera se aproxima a un derecho para miles de niñas, niños y adolescentes, en paro forzado por problemas de infraestructura y/o falta de profesores.
Estamos bombardeado por todas estas plagas. Es imprescindible tener cabal conciencia de la gravedad de esta situación. Los países europeos destruidos por los bombardeos de la Segunda Guerra Mundial se levantaron gracias a programas de emergencia conducidos por una alianza de líderes notables de todos los colores y sectores. ¿No podríamos intentar hacer algo similar? Es de sentido común actuar en unidad y acuerdo ante crisis, hecatombes y severos problemas.
Estas calamidades no las resuelve una Constitución. No es su papel. No hay que pedirle peras al olmo dice un sabio dicho popular. Una Constitución no puede cambiar la conducta de los líderes políticos desde la aguda confrontación a la estrecha colaboración para salir del pozo en que estamos sumidos.
En verdad, la conducta política no solamente es el resultado de diseños institucionales (ingeniería estructural), sino principalmente de creencias (ideologías), valores y actitudes y de la personalidad de los actores políticos (el narcisismo, egocentrismo, autoreferencia y otras plagas son grandes obstáculos para llegar a la colaboración).
Por supuesto que en un contexto de polarización aguda como el actual, es más fácil que se expresen conductas confrontacionales que conductas colaborativas, como ha estado ocurriendo en los cuatro interminables años de fracasos constituyentes.
Los cambios de conducta solamente podrían aparecer tras un profundo esfuerzo por morigerar taras de personalidad como las señaladas, por superar la actitud e ideología del supremacismo y crear contextos sanos de comprensión y colaboración, todo lo cual implica largos y sostenidos procesos individuales y sociales.
Solamente un profundo y sincero proceso de reflexión de los partidos políticos y de sus líderes, que considere el daño que le están haciendo a su pueblo al postergar el inicio de la reconstrucción del descalabro, podría lograr el cambio de actitud que lleve de conductas confrontacionales a conductas cooperativas. Ello requiere gran coraje moral porque hay que tener el cuero muy duro para perseverar en conductas que los maximalistas de la propia cofradía o secta repudiarán y calificarán como traición y colaboración con el “enemigo”.
Para comprender los avatares y dramas de los demás hay que tener empatía, la que no han demostrado muchos líderes políticos. La empatía es una actitud que consiste en ponerse en el lugar del otro. Pocas personas tienen esta virtud humana. Mientras la realidad previsional condena a bajísimas pensiones a mujeres y hombres y a muchos más los obliga a trabajar hasta el último suspiro previo a la muerte, es una vergüenza nacional que en 10 años la clase política no haya sido capaz (o querido) acordar una reforma previsional que es urgente. Ninguna Constitución podría cambiar esta condenable actitud y conducta de displicencia y desenfado.
La superación de toda crisis requiere primero adquirir conciencia que se está viviendo una crisis. A veces ello no se entiende porque se califica y analiza la crisis desde sus efectos y no desde sus causas. Los problemas económicos son efecto, entre otros factores, de causas políticas y espirituales. Nuestra crisis es política y espiritual.
Es política, porque las élites no son capaces de lograr acuerdos en casi ninguna materia, ni son capaces de acordar y conducir (eso es liderar) un proyecto y un camino para sacarnos del marasmo. Es espiritual porque generalmente el egoísmo y no la solidaridad guía las acciones humanas. Hoy en Chile, no hay referentes morales y espirituales unánimemente respetados. El último fue la Iglesia Católica bajo la dictadura, cuando defendía los derechos humanos, bajo la conducción de sus líderes espirituales, como el recordado Cardenal Raúl Silva Henríquez.
Cualquiera fuere el resultado del plebiscito del próximo 17 de diciembre, si los líderes políticos no se abocan a intentar en conjunto superar la crisis espiritual y política que nos asfixia, proseguirá la confrontación, la decadencia del país y los sufrimientos de los más vulnerables, conduciéndonos probablemente a impredecibles y trágicos efectos. Solamente un acuerdo nacional y un sincero y sentido cambio de actitud y conducta política de todos los líderes podría impedirlo. Aún es tiempo para que retorne la política. Mañana será tarde.
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