Por Alejandro Félix de Souza (desde Panamá).- Todos nos sentimos a veces abrumados por la realidad presente, y muchas veces, angustiados. Este artículo pretende ayudarnos a encontrar claves potentes, duraderas, resistentes al tiempo, como lo busco en mis artículos, para lograr cierta atemporalidad al navegar estas realidades.
Hay épocas que se sienten en la piel como un clima invisible. Uno no necesita ver el calendario para saber en qué momento vive: basta con observar las palabras que usamos, los valores que repetimos, las emociones que exaltamos o negamos.
Cada época respira. Tiene un tono, un pulso, una mirada. Y eso, que no se ve, pero lo atraviesa todo como el aire, es lo que los alemanes llamaron “Zeitgeist” y los franceses establecieron como “L’esprit du Temps”. Ambas expresiones nombran lo inasible: el espíritu de un tiempo. Pero lo hacen a su manera, con su perfume, con la filosofía de sus lenguas.
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Los alemanes, con esa precisión que es casi ingeniería emocional, nos regalaron el término “Zeitgeist”: “Zeit” (tiempo) y “Geist” (espíritu). No es sólo una palabra; es una brújula conceptual. La usó con particular intensidad Georg Wilhelm Friedrich Hegel, el mismo que veía la historia no como un caos de hechos, sino como el despliegue racional del Espíritu Absoluto en la Tierra.
Para Hegel, el “Zeitgeist” no es sólo una moda pasajera ni un clima social: es la conciencia que una época tiene de sí misma, la forma en que el Espíritu se manifiesta históricamente.
“El hombre no puede superar al espíritu de su tiempo, porque ese espíritu también lo habita”, dejó dicho Hegel, como quien sabe que toda rebeldía es hija del mismo vientre que desea combatir.
Y así, Zeitgeist se convirtió en un concepto estructurador de las corrientes filosóficas, políticas y hasta tecnológicas. Desde la Ilustración hasta Silicon Valley, hay siempre un Zeitgeist operando tras bambalinas.
Por su parte, los franceses, más sutiles, más literarios, más inclinados al suspiro que al sistema, prefirieron decir “L’ Esprit du Temps”. Tiene el mismo significado, pero no la misma resonancia. Aquí, el “espíritu” no es tan absoluto, ni tan abstracto: es más bien un perfume cultural, una estética compartida, una forma de ser y de sentir que contamina a todos los que respiran el mismo aire histórico.
Fue Jean-Paul Sartre quien, tras la Segunda Guerra, quiso atrapar ese espíritu en palabras. Fundó “Les Temps Modernes”, una revista que no sólo pensaba el presente, sino que quería ser presente. Sartre no hablaba del espíritu como un destino metafísico, sino como un desafío ético. Y por eso, “L’ Esprit du Temps” en francés siempre suena más a pregunta que a afirmación.
También André Malraux, novelista y ministro de cultura, lo evocó en su lucha por atrapar el alma de las civilizaciones, sabiendo que toda época es también un combate entre lo que se va y lo que llega.
Dos idiomas, dos espíritus, una misma inquietud
Si el “Zeitgeist” hegeliano es una corriente profunda que arrastra a todos hacia su destino, “L’ Esprit du Temps” francés es una conversación interminable, donde cada palabra es espejo de su tiempo.
Ambos conceptos coinciden en algo: nadie escapa a su época. Incluso el que la critica, la refleja. Incluso el que la sueña distinta, la revela. Es imposible vivir fuera del tiempo, aunque uno escriba como si habitara el futuro.
Hoy seguimos hablando del “espíritu de la época” como quien intenta nombrar una niebla. ¿Es la inteligencia artificial el “Zeitgeist” del siglo XXI? ¿O es sólo la última máscara del eterno deseo de inmortalidad?
Tal vez, como decía Malraux, una civilización no se define sólo por lo que crea, sino por lo que considera incuestionable. Y ahí está el espíritu de cada tiempo: en sus certezas, no en sus dudas.
Sea con el rigor alemán o con el lirismo francés, lo cierto es que toda época tiene su espíritu. Pero sólo algunas sociedades tienen el coraje de mirarlo a los ojos.
Un libro fundamental en mi “arqueología intelectual”
En 1995, me encontraba en Kuala Lumpur haciendo junto a mis padres y a mi novel esposa María Gabriela, un inolvidable viaje de descubrimiento (yo ya había definido que un eje fundamental de mis estudios de Maestría iban a ser los estudios de desarrollo económico comparado, y quería visitar, como luego lo hice, a países emblemáticos del conjunto de “Tigres” Asiáticos de la ASEAN (Asociación de Naciones del Sudeste Asiático), una de las más interesantes historias de desarrollo económico.
Como les pasa muchas veces a mi familia cuando viajamos, una parada en una librería emblemática era obligatoria, casi que una necesidad. Y fue en la legendaria MPH Books, una más que centenaria librería malaya, donde encontré un volumen que llamó inmediatamente mi atención: se trataba de “Trust: the Social Virtues and the Creation of Prosperity”, escrito por Francis Fukuyama, que es un texto crucial para entender por qué algunas sociedades son particularmente exitosas en alcanzar prosperidad y desarrollo económico para amplias capas de su población.
Y traigo a Fukuyama a la conversación, porque esta maravillosa e imprescindible entrevista entre un gran periodista estadounidense, Ari Mesler, y el Profesor Fukuyama nos dan esas claves y luces muy necesarias para entender “el espíritu de la época”, nuestro “Zeitgeist”, nuestro “Esprit du Temps”.
Las líneas que siguen son prácticamente un corolario, un post-scriptum de un tema apasionante, que los invito a leer con detenimiento, como quien paladea un queso raro, un vino exquisito, un caviar de procedencia.
Elon Musk, Francis Fukuyama y las amenazas a la democracia
En esta conversación lúcida y de tono sobrio, Francis Fukuyama, uno de los pensadores más influyentes de las últimas décadas, ofrece una lectura serena pero inquietante del momento político y cultural que vivimos. Su intervención no parte de la estridencia, sino del análisis cuidadoso, y en ella repasa los giros profundos que ha tomado el curso histórico desde aquel final de siglo XX que, por un instante, pareció anunciar la consolidación definitiva de la democracia liberal.
Su célebre tesis del “fin de la historia” (aquella idea provocadora según la cual la humanidad, al abrazar el modelo democrático-liberal y la economía de mercado, había llegado al clímax de su evolución política), no era un pronóstico ingenuo, sino un intento de interpretar una ola global que, en los años noventa, parecía incontenible.
Sin embargo, como él mismo reconoce, la historia no terminó: mutó, retrocedió en algunos frentes, y se volvió mucho más escurridiza y “difícil de leer o intuir” de lo esperado. En definitiva, la historia, incluso como “maestra de vida” de todos nosotros, nos demostró que no es tan lineal, lo que para quienes esperan que lo sea, no deja de ser desconcertante.
Fukuyama no niega la validez estructural de su tesis, pero sí observa que el trayecto se ha vuelto más sinuoso y erizado de dificultades. Las democracias, en vez de consolidarse, comenzaron a desmoronarse desde adentro, carcomidas por la polarización, la desconfianza ciudadana y, cada vez más, por el poder sin contrapesos de actores privados con alcance planetario.
Lo que alguna vez fue interpretado como una marcha inequívoca hacia un horizonte común, hoy parece una deriva en múltiples direcciones, algunas de ellas peligrosamente regresivas.
Uno de los temas que atraviesan su análisis es el deterioro de la confianza. Fukuyama escribió hace casi treinta años un libro premonitorio titulado “Trust” (Confianza), en el que afirmaba que el capital social —esa red invisible de relaciones de confianza que sostiene a las sociedades— es tan decisivo como el capital financiero.
Sociedades como la estadounidense, la alemana o la japonesa habían prosperado, en parte, porque sus ciudadanos compartían un marco común de reglas no escritas, normas éticas y un sentido de comunidad que facilitaba la cooperación y el crecimiento. Pero, como todo tejido social, ese entramado requiere cuidados constantes. Y hoy, dice Fukuyama, ese hilo se ha ido desgastando.
La crisis de confianza no se limita a la desconfianza hacia el gobierno o las instituciones. Es más profunda, más íntima: es desconfianza entre ciudadanos, entre grupos, entre visiones del mundo. Se ha pasado del desacuerdo legítimo a la sospecha patológica.
Ya no se debate sobre políticas, sino sobre intenciones; ya no se critican posturas, sino que se demonizan identidades. En este clima, el espacio cívico se ve desfigurado por trincheras ideológicas que impiden el debate, y disuelven como un ácido, el terreno social compartido. Fukuyama lo describe sin dramatismo, pero con claridad: cuando ya no hay acuerdo siquiera sobre los hechos básicos, la política de cuño democrático se vuelve imposible.
Este colapso del entendimiento común ha sido exacerbado por una revolución tecnológica que, paradójicamente, fue concebida como herramienta de liberación.
Fukuyama rememora cómo, al comenzar la era digital, muchos pensadores (él incluido) esperaban que el acceso masivo a la información democratizaría el conocimiento y fortalecería la participación ciudadana.
Pero la promesa de la “aldea global” se transformó en una constelación de burbujas herméticas. La descentralización del flujo informativo eliminó los filtros tradicionales —editores, periodistas, instituciones científicas— y, con ellos, se desvaneció también el consenso básico sobre lo que es real. En su lugar, emergió una “anarquía informativa” en la que todo parece valer lo mismo y donde la autoridad se mide por el volumen de seguidores, no por la solidez de los argumentos.
Este nuevo ecosistema, advierte, no sólo propicia la desinformación, sino que, además, premia lo escandaloso, lo emocional y lo falso. Las redes sociales —construidas para maximizar la atención, no la verdad— amplifican los discursos más extremos, incentivando la radicalización. Como resultado, la confianza mutua se vuelve algo escaso y raro, y el escepticismo total se convierte en un estilo de vida “a la defensiva”. En este contexto, la verdad ya no une: divide.
En un pasaje especialmente revelador de la entrevista, Fukuyama retoma el ejemplo de Estados Unidos. Un país que, en tiempos de Tocqueville, era paradigma de confianza social, se ha transformado en un archipiélago de desconfianza mutua.
Las narrativas políticas ya no convergen ni dialogan: coexisten, chocan y se excluyen. La desinformación ha alcanzado tal nivel, que amplios sectores de la población creen firmemente en versiones de la realidad que son objetivamente falsas, y rechazan cualquier prueba como parte de una conspiración mayor.
Esta “doble epistemología”, donde cada grupo tiene sus propios hechos, sus propios expertos y su propia verdad, bloquea cualquier posibilidad de resolución pacífica de los conflictos democráticos. Fukuyama alerta que, en esta lógica, la deliberación pierde sentido y la democracia se aproxima peligrosamente a una parodia de sí misma. Ya no se trata de convencer, sino de vencer. Ya no se busca la verdad compartida, sino la imposición de relatos excluyentes.
El riesgo es que este estado de desconfianza generalizada se naturalice, y que se vuelva un estado automático y por defecto o “default”. Y algo aún más grave: que, al perder fe en la posibilidad de una convivencia con el otro, las sociedades comiencen a coquetear con soluciones autoritarias.
Cuando todo parece una mentira, cuando nadie confía en nadie, cualquier voz fuerte que prometa orden, puede sonar seductoramente racional. ¿Alguna relación con situaciones del presente, o es pura coincidencia?
Aquí entra en juego otro matiz clave del pensamiento de Fukuyama: su insistencia en que no toda crítica al poder debe confundirse con cinismo, ni toda vigilancia institucional con nihilismo. La crítica es necesaria, incluso indispensable. Pero necesita anclarse en un mínimo de confianza en las reglas del juego, en el principio de que, aún con fallas y defectos, el sistema puede corregirse desde adentro. La alternativa —el “que se vayan todos”, el “yo tengo mi verdad y punto”— no construye comunidad, sino ruina compartida.
Al evocar nuevamente su tesis del “fin de la historia”, Fukuyama no se desdice. La reafirma, pero con matices. Reitera que su argumento no era que los acontecimientos se detendrían, sino que, en el terreno de las ideas políticas, no ha surgido una alternativa que supere en legitimidad y eficacia al ideal de la democracia liberal.
Ni el modelo autoritario de China, ni el caudillismo nacionalista, ni los populismos polarizadores del presente, han demostrado ofrecer algo mejor. Siguen siendo, en el mejor de los casos, soluciones precarias para sociedades fracturadas.
Ahora bien, también reconoce que la democracia no puede sostenerse por inercia. Requiere actualización, valentía, imaginación institucional. Requiere una ética cívica que abrace la pluralidad sin dejarse devorar por ella. Y, sobre todo, necesita —como en su momento tras las guerras de religión o las catástrofes del siglo XX— de una nueva pedagogía del pacto: de recordar que vivir en democracia no es coincidir, sino saber disentir sin destruirse.
El entrevistador, Ari Melber, le pregunta si aún se puede confiar. Fukuyama, sin sentimentalismo, responde que sí. Pero aclara que la confianza no se decreta: se construye. Se cultiva con políticas públicas que funcionen, con instituciones que rindan cuentas, con líderes que digan la verdad, aunque no convenga ni guste al electorado. También con gestos cotidianos que vuelvan a humanizar la política, y resistan la tentación de la caricatura permanente del otro.
En el cierre de la entrevista, Fukuyama se permite una confesión personal. Habla de su afición por construir muebles, drones, computadoras. De su gusto por lo tangible, lo que puede armarse con las manos y no sólo con las ideas. Tal vez allí esté, en clave simbólica, la última enseñanza de esta conversación: que para reparar una democracia dañada no basta con teorizar. Hay que construir. Pacientemente. Con precisión. Con voluntad de permanencia.
Porque, como Fukuyama bien intuye, la historia no ha terminado. Pero tampoco está escrita. Y esa página en blanco, que es el presente, aún puede llenarse con el coraje de quienes, pese a todo, aún deciden confiar.
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