Por Claudio Garrido S.- El lector que se aventure a recorrer esta historia será desafiado a superar aquel malestar estomacal que sobresalta a algunos hablantes, cada vez que son perturbados por la incómoda sonoridad de palabras socialmente recluidas, de la talla de ganarse. Estimado lector, si es ese su caso, la recomendación de los médicos de la lengua es que solicite cuanto antes la vacuna lingüística contra el virus del purismo. Solo entonces podrá disfrutar de las armonías disonantes de esas voces que se desmarcan del canon.
Habrá quienes aboguen por la imposibilidad de contar la historia de un término inexistente, bajo el pretexto de no hallarse consignado en el Diccionario de la Lengua Española (DLE), pero pensemos un momento: tras encontrar en el campo algún insecto que un manual de entomología no incluye, ¿acaso podría alguien poner en duda su existencia? Lo cierto es que este bicho se ganó en nuestras latitudes y ya lleva pululando unos 250 años —de tiempos de la Colonia—. Por lo mismo, no se trata de una criatura mitológica, sino de un espécimen real, que se reproduce con notable vitalidad, a pesar de los embates de sus empedernidos cazadores.
Hasta donde tenemos noticia, sus primeras huellas registradas se sitúan en un documento jurídico de la segunda mitad del siglo XVIII, adscrito a la Capitanía General de Chile. En el archivo se documenta una acusación en contra de Francisco Valenzuela y Francisco Barraza, y una petición para revocar su excarcelación. Allí leemos los siguientes fragmentos:
“[…] Habiendo salido de este modo prófugo, se ganó a las cordilleras de la estancia de mi parte en compañía de Barrasa, y los demás […]. Pasado algún tiempo, tuvo noticia este declarante haber hecho fuga el expresado Valenzue[la] de la real cárcel de esa capital, trayéndose consigo a el verdugo de ella y a otros más reos criminosos y se ganaron a las montañas de dicha hasienda de Chuapa […].” (Manuel Contreras (ed.) Textos para la historia del español, 1787, Chile [CORDIAM], versión normalizada).
¿Cómo es que ganarse llegó a significar ‘ponerse’ o ‘situarse’? Este tipo de preguntas son abordadas por la lingüística histórica, una disciplina detectivesca que reconstruye las trayectorias temporales de las palabras y sus combinaciones, a partir de la indagación en manuscritos y textos del pasado. La historia de ganarse es sofisticada, enigmática y apasionante, pues no se reduce a una simple explicación etimológica al estilo “del antiguo germano waidanjan”, sino que supone, por un lado, una cadena de cambios que afectan al significado y, por otro, una cadena de transformaciones gramaticales.
En cuanto al primer set de cambios, los textos revelan que todo comenzó con la posibilidad —aún vigente— de expresar ganar con el significado de ‘conquistar’. Este primer brote emergió por el siglo XIII —o incluso antes— en ámbitos bélicos, es decir, en textos de contenidos temáticos militares, como las crónicas. En efecto, en la Edad Media abundaban las expresiones del tipo “el Rey Don Fernando ganó a Sevilla” o “Don Alonso ganó a Toledo”. Tales brotes se difundieron por todo el territorio hispanohablante, pero en el Reino de Chile, a comienzos del siglo XVIII, surgió una nueva cepa: la posibilidad de usar ganarse en el sentido de ‘refugiarse’.
Es de notar que ambas transformaciones fueron accionadas por asociaciones metonímicas, es decir, como cuando equiparamos dos conceptos sobre la base de un solo punto de similitud. Dicho en buen chileno, es lo mismo que ocurre cuando asociamos una embarrada de barro literal con una de barro conceptual, o sea, cuando definitivamente la embarramos. En el caso de ganar, como en tiempos pretéritos ganar batallas implicaba conquistar un territorio, los hablantes legitimaron el uso de ganar con dicho valor. En un siguiente eslabón, dado que conquistar un territorio suponía, en muchos casos, refugiarse en él, las milicias estimaron comunicativamente oportuno valerse de expresiones del tipo: se ganaron al fuerte o al malal. El proceso culmina hacia fines del siglo XIX, cuando se generaliza la expresión más allá del contexto bélico, es decir, cuando alguien simplemente se gana en su habitación, sin la necesidad de que ello implique refugiarse de una batalla.
Fue tal el éxito de esta innovación chilena que incluso hubo intentos de exportarla al territorio transandino, de ahí que un personaje tan ilustre como Martín Fierro haya proferido:
“Los pobrecitos tal vez no tengan ande abrigarse, ni ramada ande ganarse, ni un rincón ande meterse, ni camisa que ponerse, ni poncho con que taparse.” (José Hernández, El gaucho Martín Fierro, 1872 [CORDE]).
Es la misma clase de intercambio que ocurre con el manjar: en algún momento tuvo que cruzar la cordillera, aunque no estemos seguros de si lo hizo de allá para acá o de acá para allá; tan solo que, en el caso de ganarse, la evidencia es categórica respecto de su origen chileno. En seguida, hay toda una cadena de cambios gramaticales que harían vibrar al mismísimo Chomsky. Primero, está la aparición del pronombre átono que acompaña a toda la conjugación (me gané, te ganaste, se ganó, etc.). Segundo, de ganarnos a la cama —en la primera mitad del siglo XX—, pasamos a ganarnos en la cama —hacia la segunda mitad—. Y tercero, un giro inesperado en el que entra en juego la similitud de ganarse con ponerse.
“No se dice gánate aquí; se dice ponte aquí” —o “colócate”, como dirían los más siúticos—. Tal es la clásica censura de quienes se alarman por una supuesta corrupción en el idioma. Sin embargo, en el universo de las palabras, no hay algo así como un antagonismo entre el verbo ponerse, el protagonista de pura estirpe latina, y ganarse, el villano suplantador engendrado en los suburbios. Al contrario, en virtud de la sinonimia entre ambos verbos, ponerse ha tirado aún más de la cuerda al punto de transferirle a ganarse más de sus roles sintácticos. Es como si alguien le dijera a su hermano gemelo: “ya que eres igual a mí, ¿por qué no vas a trabajar en mi lugar?”
En concreto, desde la década del cuarenta al menos, los hablantes han imitado construcciones verbales en las que ponerse funciona como auxiliar. Es lo que pasa cuando alguien dice “se puso a vender libros” y que, en la variedad chilena, es replicado como “se ganó a vender libros”. Más recientemente, se registran usos de ganar con significado de locación sin la necesidad de acuñar el pronombre monosílabo que refleja el sujeto oracional, es decir, casos del tipo “el libro, gánalo en este lugar”, por analogía con “ponlo en este lugar”. Y aunque no ha sido fotografiado aún, se rumorea que el bicho podría aparecer también bajo ropajes del tipo “lo gané a jugar como delantero”, por influjo de “lo puse a jugar”. Solo el tiempo revelará si acabamos profiriendo “se ganó a llover” —que aún es inadmisible—, como el punto máximo de convergencia con ponerse.
Ante el dilema ganarse/ponerse, Manuel Antonio Román, diccionarista del siglo XX, no lo pensaría dos veces: diría “que no podemos menos de condenar” el uso de ganarse (Manuel Antonio Román, Diccionario de chilenismos y de otras voces y locuciones viciosas, 1913: 8). Sin embargo, ¿bajo qué delito lingüístico condenaremos a este bicho? ¿Cambio semántico? ¿Cambio gramatical? La palabra que esté libre de pecado que lance el primer fonema.
Claudio Garrido es académico de Pedagogía en Lengua Castellana y Comunicación en la Facultad de Ciencias de la Educación de la Universidad Católica del Maule.