Por Antonio Leal.- Vivimos una nueva experiencia de cambio de vida cotidiana, de reorganización del tiempo y del espacio, de cambios sociales, de dimensiones universalizantes, que se proyectan debido a la globalización, al creciente ingreso a la postmodernidad, a los cambios tecnológicos, a la revolución digital de las comunicaciones, a la robotización y al advenimiento de una revolución que cambiará nuevamente el mundo: la Inteligencia Artificial.
Las instituciones modernas tradicionales: trabajo, familia, pareja, género, iglesias, democracia, Estado, sociedad civil, partidos políticos, tienen menor valor, lo cual tiene una profunda repercusión en la manera de vivir de las personas, de construir identidad y de pensar el futuro.
La vida cotidiana, configurada en los espacios propios de la subjetividad e intersubjetividad en los que se dan los procesos de intercambio de símbolos, signos y significados que definen una realidad común, comienza a diferenciarse radicalmente de aquella tradicional e incluso moderna de tan solo algunos decenios y se transforma la identidad personal y la social, la forma como cada ser humano del planeta se relaciona consigo mismo y con los demás, con el sentido de la vida propia y de la vida en general.
La globalización transforma las relaciones sociales de la sociedad contemporánea. Al redimensionar el peso del Estado – Nación, sobrepasado por el mercado y las comunicaciones digitales universales, cambia la formación de la subjetividad ya que no solo hay una disociación del universo simbólico de la economía y la cultura sino también, un vacío social y político de la construcción de las identidades.
Como señala Beck, la globalización es un complejo fenómeno multidimensional que, creando oportunidades a pueblos y personas, implica la superación de las fronteras no solo entre las naciones sino también en el quehacer cotidiano, proceso marcado por una sociedad de mercado mundial que impregna todo, donde la dimensión económica de la globalización subordina las dimensiones ecológicas, culturales, sociales y ,sobre todo, desaloja o sustituye el quehacer político, la plaza pública, reemplazada por la empresa y los bienes, materiales e inmateriales, que el mercado coloca a disposición, estableciendo una hegemonía del capital que, en su dimensión ideológica neoliberal, minimiza el Estado y la propia democracia.
Para Beck el proceso de individualización está ligado al mercado – que es el ámbito más poderoso de la globalización pues es lo que genera la economía mundo – ya que al diluirse los vínculos de clase y de la familia tradicional, los individuos quedan libres del peso que significó en el capitalismo industrial el puesto de trabajo y más bien construye su individualización en la elección de estilos de vida que se dan fuera del puesto de trabajo lo cual implica una mayor libertad individual para conformar la propia vida, donde pesan, naturalmente, los mensajes, los procesos de culturalización y las formas de vida que se revoluciona en el cuadro global en su conjunto.
Por su parte Bauman plantea que signos de esta época son el culto a la individualidad, la emergencia de la sociedad de riesgo, el cuestionamiento a todas las certezas que sostenían las razones de nuestras vidas, socavando la estabilidad que creíamos segura y provocando incertidumbre, ansiedad, horizonte de vida incierto.
Si la ética del trabajo fue uno de los fundamentos ideológicos del capitalismo industrial, en el mundo líquido es sustituida por la lógica del consumo, donde en la formación de la subjetividad no significa tanto el cómo ganas el dinero sino cómo lo inviertes, que es algo distinto. Para Bauman el proceso a través del cual el sujeto en la era global llega a ser tal, se da esencialmente en el mercado ya que éste no sólo coloca en oferta los elementos con los cuales construir la subjetividad, sino que, además -y esto se transforma en lo principal- coloca a disposición, como un producto más, modelos de identidad (los identikits) que son usadas como “conciencias prestadas”.
Bauman nos dice que el capitalismo de consumo, que es también global, se adueña de todos los segmentos de la vida de las personas, tanto el del trabajo como el del tiempo libre, lo cual implica una enorme ampliación de la conformación del ser, de la subjetividad y de las identidades posibles y desestabiliza toda la concepción en que todos estos procesos se daban en la relación con la ubicación en la producción y en el determinismo del pensamiento moderno estructurado en torno a la razón.
Por cierto, la velocidad de la globalización y de los avances científicos y tecnológicos y la producción mundial cada vez más individualizada – procesos con los cuales los viejos “socialismos reales” no pudieron competir y se desmoronaron acelerando la propia globalización con un modelo único en todo el mundo -, la disolución del tiempo y del espacio, llevan a una conformación de la subjetividad del ahora, de lo inmediato, donde la búsqueda de la felicidad ya no se configura en torno a un proyecto liberador del mañana y tampoco en la promesa de la vida eterna del paraíso, sino en el aquí y el ahora, en una felicidad que Bauman llama instantánea y perpetua. Esa sociedad de consumo desarrolla una enorme capacidad de absorber disensos y con ello redimensiona los espacios de la criticidad social.
Pero hay que tener presente que es justamente en lo que el sociólogo polaco llama “la desfundamentalización del ser” donde nace el malestar postmoderno.
Más allá de la enorme vitalidad de las reflexiones de Beck y de Bauman sobre los efectos de la globalización, de lo que llaman el “capitalismo del consumo”, a mí me resulta , por el contrario, que si bien todo ello marca el proceso de reflexibilidad del ser, hay una autonomía de la cultura que sobrepasa la “fetichización de la subjetividad” impuesta por la sociedad de consumo y donde el ser, aun con un margen de confusión, distingue entre sujeto de las mercancías y ellas mismas y , por tanto, libere la construcción de su propia subjetividad de la oferta que el capitalismo le proporciona.
Ciertamente, la ambivalencia e incertidumbre que caracterizan las políticas y la ideología neoliberal favorece el individualismo pragmático tan presente en nuestras sociedades que destierra la acción colectiva y obliga a las personas, como bien lo ilustra el propio Beck, a depender de sí mismas, a hacer de sí mismo el centro de sus planes de vida y, por tanto, a desterrar la acción colectiva y los proyectos de continuidad e identidad social.
Entramos, por tanto, a lo que Elias llamaba la “sociedad de individuos” y al intento de una construcción biográfica de las contradicciones del sistema, compitiendo con medios desiguales por entrar al mundo de las oportunidades y de la abundancia. De esta forma, las crisis sociales, aparecen ante los ojos de los seres humanos que no logran para la valla, como crisis personales, profundizando de esta forma la sociedad del riesgo.
Ello significa que la construcción de la subjetividad en la postmodernidad se realiza buscando construir una identidad que enfrente lo inestable, lo impredecible, lo que no puedes manejar y con ello la desconfianza hacia el porvenir individual y, sobre todo, colectivo.
Cartoriadis advierte que en la postmodernidad se entra a una época de conformismo universalizada donde los valores transmutan a aquello que pueda garantizar seguridad frente a lo caótico y lo incierto.
El neopopulismo, que avanza en el mundo, se basa, más que en una ideología – van de Maduro a Bolsonaro – en construcciones de poder que ofrece seguridad a cambio de reducir los espacios de libertad, las reglas de la democracia y borrar el sentido de los otros. El nacionalismo extremo, la xenofobia, la irracional negación de la diversidad de los seres humanos, el rechazo a los derechos de género, son una respuesta conservadora sea a la mayor apertura cultural que produce la globalización y que hace más liberal el sentido de nuestras vidas que a las crisis de la ideologías clásicas que ya no tienen respuestas a los nuevos fenómenos que cruzan el mundo y que han perdido densidad cultural y sobre todo ética dejándose atrapar por el control del poder del dinero capaz de comprar instituciones, partidos, parlamentos, gobiernos y políticos en los cuales muchos depositaron la esperanza.
Son una respuesta autoritaria, legitimada por el uso de los procedimientos democráticos, al vacío cultural de una postura moderna, de extremo determinismo y linealidad que creyó que la razón, como fundamento que reemplazó a Dios, podía implicar un progreso histórico permanente. Lo que cae son las características de una modernidad sólida en un mundo líquido donde todo está por verse, y donde la ciencia y la tecnología en veloz desarrollo nos ofrece oportunidades inimaginables hace solo algunos decenios, pero también riesgos existenciales de gran dimensión.
Lo que observamos, y seguramente con un resultado previsible, es una disociación del universo de los mercados y de la velocidad tecnológica y el espacio de la identidad, lo que abre espacio a las respuestas autoritarias, excluyentes, a la xenofobia, a nuevas formas de racismos especialmente contra los más pobres de los deambulan por el mundo global en busca de preservar sus vidas o de una vida mejor. Como bien dice Castoriades “el sujeto no es el momento abstracto de la subjetividad filosófica, es el sujeto efectivo, penetrado de parte a parte por el mundo y los demás”.
Sin embargo, el malestar cultural postmoderno y global no camina en una sola dirección psicosocial.
De una parte los procesos de individualización que reducen el sentido de lo colectivo y, por otro, a galope de la polarización social que producen las profundas desigualdades, asimetrías y exclusiones planetarias de la globalización neoliberal, surge, al decir de Giddens, como fuerza antitética, nuevas formas de resistencia, nuevas experiencias políticas y socioculturales, que van conformando una sociedad de ciudadanos muy compleja porque se estructura en lo que Foucault llamaría “las luchas colaterales” y lo hace utilizando el espacio de la redes sociales que no reconocen fronteras ni lenguas, de una imparable revolución digital de la información y de las comunicaciones que es hoy el principal aliado de quien no tiene voz, ni fichas para apostar en la sociedad de la abundancia.
Surge una conciencia medioambiental, una decisión de la mujer de sobrepasar milenios de exclusión y subyugación, un desplazamiento de los migrantes de continentes y países pobres a los cuales las oportunidades de la globalización no llegan y que se transforman en un riesgo para los países ricos, una liberación cultural donde la consigna del Mayo del 68 de los estudiantes parisinos “Seamos realistas, pidamos lo imposible” retumba con el peso de ser una consigna posmoderna que iba más allá de las clases y de las contradicciones de una época que ya no existe.
“Otra globalización es posible”, otro cosmopolitismo que agregue actores transnacionales que buscan transformar sus acciones en poder y construir nuevos paradigmas.
Tal vez ese sea el mensaje en la botella, el rol de la política y de interpretación filosófica que parte por comprender plenamente el mundo de la configuración de las identidades tan distinto al de la modernidad, tan distinto al mundo sólido de un capitalismo y de una civilización que ya no existe. Nuevos paradigmas en medio de la incertidumbre, de la total secularidad, y de la velocidad de los cambios que no puede ser ajenas a la política y a las diversas formas de articulación social, que, aunque parciales, dan vida a un pensamiento transformador con un nuevo sujeto y en el cuadro de la interpretación propia de la postmodernidad.
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