Cultura(s)

Hablar sobre lo que sea «mito»

“Necesitamos mitos, necesitamos cuentos e historias que nos cohesionen, que nos alienten a acciones que enriquezcan nuestro mundo y no que lo destruyan”, reflexiona Fidel Améstica.

Por Fidel Améstica.- Si el ocio es la madre de todos los vicios, hay vicios que dan con maravillas, como aquellas que Tolkien nos cuenta en una de sus conferencias referida a la relación entre cada mitología y su lenguaje, y que goza del título «Un vicio secreto».

Lo relevante es que su planteamiento nos lleva a considerar que cada idioma daría cuenta de su mitología, o al menos subyacería una. ¿Tan así será? Tiendo a creerlo, por las historias que nos contamos (y que nos cuentan cada cual a su pinta) y aquellas que se deslizan cada vez más hacia el olvido.

Mitología es una palabra que nos heredó el helenismo antiguo a través de dos términos en las antípodas: mythos y logos (μύθος – λóγος). El logos (λóγος) surge como oposición al mythos (μύθος), la palabra razonada frente a la palabra fantasiosa, por decirlo groseramente, porque ambos vocablos florean en acepciones. Pero, en simple, mitología hasta hoy tiene dos significados basales: colección de mitos (o narraciones) y estudio sobre los mitos (entramados entre sí como sistema).

Los romanos tradujeron mythos (μύθος) como fabula. Y de esta tenemos «fábula» y, en desuso, «fablar» (hablar, falar en portugués). Giro interesante si pensamos que la raíz sánscrita de mythos (μύθος) es mu- (मोउ), silencio, literalmente: labios juntos, y, por ende, el sonido que se puede producir de esa forma.

Piénsese, por ejemplo, en la sagrada sílaba hindú AUM (más conocida como OM), que es de oración y meditación; ella contiene todas las vocales, desde la más abierta a la más cerrada, y como las consonantes no son sino interrupciones de esos sonidos, la sílaba sagrada contiene en sí misma los sonidos primigenios de todas las palabras y, por ello, los nombres de todas las cosas y relaciones, y se pronuncia al abrir y cerrar la boca en un gesto preciso.

En la sílaba AUM, la A es el despertar de la conciencia, con la U adquiere volumen el sonido dentro del cuerpo, borrando las diferencias entre sujeto y objeto, la M cierra el avance del sonido al cerrarse en los labios antes de volver al silencio (Ø), donde está contenido todo el espacio-tiempo en una muda vibración que puede escucharse. Agreguemos además que el fonema m es uno de los primeros que logramos articular, en parte gracias al acto de apretar y succionar el pezón siendo bebés, y de ahí que algunos postulen el origen de palabras como mamífero, mama, mamá y amor en un hecho como este.

Vico fue quien observó esta etimología más allá del griego, vio en la palabra «mito» no solo el μύθος (mythos), sino que también el mutus, el silencio vibrante, el murmullo de la mente y la memoria, y esta raíz contribuyó para las palabras helénicas μύσταξ (mustaz, bigote, labio superior) y μυεῖν (myein, guiñar o cerrar los ojos, iniciar en los misterios), y las latinas mussare (cuchichear, hablar entre dientes), muttire (murmurar, refunfuñar), mugire (mugir) y mutus (mudo). Así, en español tenemos mostacho, bemba, musitar, misterio, miopía, motete, amusgar, musitar… No sabemos, por otro lado, la cercanía entre las raíces mu– (मोउ) y mei– (मएइ) que está en vocablos como mutar, permutar, conmutar, mover, entre otras. En cualquier caso, con esta observación de Vico, en adelante el camino se enancha para filósofos y lingüistas, y hacia otras disciplinas también, y estos estudios no se han detenido.

Descartes, por otra parte, nos heredó el Cogito, ergo sum (pienso, luego existo). Vico podría haber enunciado Silentium loquor, ergo sum (hablo el silencio, luego existo), o Loquor, fabulam ingredior (hablo, e ingreso al mito o a la historia); o Loquor, ergo vivo (hablo, luego vivo).

Para conocer, uno piensa y el otro, habla… ¿de qué? De lo que aguante el lenguaje.

Hay paráfrasis cartesianas notables, como las de los poetas Jorge Guillén («Cierro los ojos. Y persiste un mundo») y Pablo Neruda («cierro los ojos, luego existo, / cierro los ojos y se abre una nube, / se abre una puerta al paso del perfume»).

En vez de sospechar de Descartes, lo parodian, porque el sujeto no puede escindirse del mundo, de la vida, de lo observado, de la naturaleza, del cosmos, de sí mismo, en fin… de la realidad. El que piensa integra él mismo, orgánica y biológicamente, lo pensado. La voz que habla, a su vez, da cuenta del mundo hablado como un rasgo más de ese mundo capaz de manifestarse. Un fotón, nos dice la física cuántica, no se comporta de la misma manera si es o no observado. No hay sujeto-objeto, otras leyes nos rigen.

Visto así, el lenguaje no crea realidad ―como repiten irreflexivamente muchos―, más bien, el lenguaje ES la realidad. Creamos lenguaje con lenguaje, el resto sería mera «aproximación», como le planteó Claudio Bunster (antaño Teitelboim) a Jaime Valdivieso en 1993 (Ciencia y poesía).

Podría decirse que la única invención humana es el lenguaje, con todo lo que carga este; pero no por humano deja de ser un misterio su origen histórico, biológico y su adquisición durante la primera infancia. Es lo único que podemos conocer, porque nosotros lo creamos y lo heredamos. Lo demás solo sería una «aproximación» por virtud del lenguaje.

Podemos tocar el mundo, la naturaleza y el cosmos gracias a este don parido por el aparato fonador, las redes sinápticas, nuestras capacidades psicomotrices y algo que podríamos llamar «mente», un órgano con menos masa que el viento, pero que nos circunda de pies a cabeza.

El caso de una escuela

Este tema del mito comenzó a obsesionarme cuando en mi época de estudiante universitario hice un reemplazo en uno de esos colegios con copago, en Maipú. Ha llegado a ser un vicio, «un vicio secreto».

A los alumnos de la nocturna pregunté qué fue lo último que habían visto, y ante el mutismo, le pedí su cuaderno a una mujer (siempre son quienes mejores apuntes tienen). Bajo la última fecha, vi el título: «Los mitos».

Me dolió el estómago entonces. Esa alumna se esmeraba, su caligrafía era hermosa, un cuaderno limpio, ordenado, con fechas, subrayados en color y destacados a trazo de regla. Y les habían dado una definición de diccionario. ¡Pobrísima! Nada les decía aquella definición.

Miré sus rostros y solo podía ver el hambre de sus mentes, de sus espíritus, pues quienes estudian de noche, por lo general, no van a perder el tiempo. Y les arrojaron miserias, unas sobras mordisqueadas.

Y esto, en un colegio donde los sostenedores eran docentes, unos que se hicieron cargo de aquella escuela luego que la anterior «dueña», también profesora, se acogiera a la quiebra, muy prisca y campante exhibiendo su estampa de Barbie sexagenaria merced a sus cirugías plásticas en EE.UU., destino que tuvieron los dineros que el Estado le entregó por estudiante, y con total impunidad.

Para salvar el establecimiento, el nuevo equipo abrió la matrícula a destajo para llenar tres jornadas, sin un cuerpo docente suficiente y con experiencia (yo mismo era la prueba de ello), sin un magisterio claro. Había que echarle a la cundidora nomás.

Hasta hoy, me pregunto: ¿Hay un profesorado resentido que así se cobra el menosprecio que les ha prodigado la sociedad?, ¿también quieren su parte y para conseguirla se disfrazan de víctimas cuando ellos son los agresores al autoasignarse lo que les corresponde? Lo justo no puede ser prerrogativa de la degradación sobreescolarizada de un cierto profesorado. Algo falló en la formación.

Desde entonces, no he parado de leer, investigar, conversar. Nunca he encontrado una definición de mito que me satisfaga del todo, y el uso de esta palabra abarca un arco semántico que va desde historias sagradas a meras mentiras. Todas recogen algo de lo que pueda ser «mito».

Y he visto que todas las definiciones son operativas según quien las formule. Y busqué mi propia definición, aún la busco, a sabiendas de que puedo equivocarme y fracasar, porque el mito es una noción que escapa a las definiciones, es lenguaje que se resiste al lenguaje, pero al menos puedo dar cuenta de una síntesis de estas indagaciones viciosas producto del ocio que busqué ante la pobreza, ¡qué pobreza!, miseria humana. Y esto es lo que hasta ahora he conseguido:

Definición a tientas de lo que fuere «mito»

El mito es un modelo ejemplar, una simple norma, para un comportamiento significativo en calidad de rito que santifica y sacraliza la realidad por un impulso cuya carga magnética por sí sola induce a los hombres a realizar obras.

Es un vehículo de transmisión de imágenes que fija en la memoria, así transmite modelos. Y nos habla, desde la garantía difusora de la imaginación, a lo más profundo de nosotros mismos, donde es posible la vida y existencia de los dioses, y ese hablar remite a un tiempo primordial, al origen, en tanto respuesta a la pregunta que nace del asombro del ser humano frente al mundo que se manifiesta; y a la vez es fundamento de ese mundo y el espacio-tiempo donde se da y moldea la experiencia de la vida; revelándose así lo real y verdadero en la oscura sombra de las historias que nos contamos a la luz del fogón que nos reúne antes de actuar en nuestro propio destino, con la presencia de ánimo para desmitificar el mito cuando ha sido sometido o cooptado por mitologías o sistemas mitológicos provenientes de los discursos de aquellos que se han apoderado del mundo con sus máquinas mitológicas que tecnicizan el mito a favor de opciones ideológicas y negadoras de la espontaneidad del mito, y así contarlo de nuevo con nuestras propias palabras y en propiedad, para vivir nuestra propia vida, hasta que un interlocutor válido venga a desmentirnos recordándonos cuál es el alimento apropiado de nuestra condición, tan humana a la vez que bestial, mientras nos hablamos más allá de nosotros mismos mirándonos a los ojos, y así poder despertar en un mundo donde todos moriremos, sin excepción, en un momento u otro, de golpe o en lenta agonía y dolor, a consecuencia de haber vivido lo que hemos vivido, y con la oportunidad de darnos el gusto de contarlo o de aplacar la necesidad de decirlo, simplemente porque tenemos voz para ello, una voz que es un sonido, un ruido, el accidente de una pequeña luz o brasa en medio de la oscuridad rotunda antes de apagarse nuevamente; un tropiezo del silencio con sus propios pies, para volver a callarse erguido en la inmensidad de su mudez absoluta y permanente.

Y a condición de esa voz, es que la fuerza del mito nos provee de historias que portan los símbolos que nos vinculan a la vivencia de lo sagrado, cósmico, imaginativo, fabuloso, comunicativo, cívico e inefable, y en todas las disciplinas y quehaceres humanos, porque todas las actividades humanas generan y heredan discursos, que no son más que mitos fracturados por lo que no dicen, por lo que callan: el silencio que nos precede y sobrevive. Es todo cuanto podemos conocer, las historias que nos contamos, en voces transgeneracionales de imaginarios y lenguajes: de mentiras, falsedades, equivocaciones, falacias; pero también de sueños, misterio, solidaridad y un afán incansable por conocer y ser parte de ese conocimiento. Es toda la vida que podemos vivir, la vida de un mito en generación constante, eterna, sin tiempo y fuera de él, un presente neto exponiéndonos a los sucesos cósmicos y de la consciencia para dar testimonio de ello.

Sin los cuentos que nos contamos, no tenemos ni somos nada. Irse sin haber hecho un poco de historia, sin tener algo que contar, es no haber vivido nunca, es hacer de este mundo una burda mentira que le ha cerrado la puerta a lo extraordinario, esa maravilla que posibilita hacer de nuestras mentiras algo digno de ser vivido y comunicado por gracia del habla, en un cuento, un relato, un chiste con el que todos reímos y lloramos al traspasarnos la belleza que nos sale al paso en esto que llamamos vivir, mientras nos olvidamos del miedo a las bestias a la luz de ese fuego que es la palabra, y de la esperanza de obtener algo más que no sea nuestra propia fantasía.

Pero esas salvajes bestias no están fuera del círculo donde nos hablamos y escuchamos, como tampoco los mesías vendrán desde más allá del cielo estrellado; ambos están en nosotros, en lo que hablamos y callamos con esta herramienta que hemos fabricado a base de obsidiana verbal para cazar y trozar el alimento apropiado y propicio cuya substancia está hecha de silencio y materia mental, y así vivir con un rostro, un destino, un carácter, en fin, una voz para la memoria que se interpela a sí misma con los sujetos que construimos y nos habitan, simplemente con hablar y escuchar.

En consecuencia, el mito es, en tanto

– modelo, una zona de acción mental que impulsa al ser humano a exteriorizar una lengua natural, universal e intransferible para sí y los demás, desde el silencio al habla y de ahí a la memoria, en constante circulación; y es en este espacio de acción mental donde «modula» el silencio de la mente en imágenes comunicables;

– ejemplar, un modelo de una historia sagrada y verdadera que ocurrió de una vez y para siempre, y que da cuenta y fundamenta las realidades, porque ese modelo se imita, mas no como una copia, pues esa imitatio es la ocurrencia de ese paradigma;

– norma, ritualidad con sentido, ejercicio de códigos por canales pertinentes al formular un enunciado;

– impulso, motor del instinto para trascender desde uno mismo hacia los congéneres al escuchar el llamado de la vida;

– habla, lo fabulado, una fábula, concreción de lenguaje de acuerdo a un sistema y a una norma; es decir, fablar, fabular, hablar. Y aunque la ficción pueda incluirse entre lo fabulado, el mito en cuanto fábula no es ficción, sino simple narración de un hecho reconocible por quien lo cuenta y la audiencia a quien se dirige;

– tiempo primordial, origen revelado al que es posible acceder por medio del rito; ahí, en el origen, ocurrió y ocurre por vez primera, la realidad con la que se convive. No es causa, es origen;

– origen, principio por el cual la vida es posible con toda su riqueza y fertilidad;

– respuesta, fundamento de la existencia de las cosas que asombran al ser humano que se pregunta e interpela a estas mismas cosas por su misterio; y es respuesta, porque ahí sucede vívido el origen de todo, del bien y del mal;

– mundo, orden, cosmos, imago mundi, mirada de la experiencia de lo real, síntesis y equilibrio en la relación del ser humano con la vida;

– fundamento, la base de nuestra imagen del mundo, hace de nuestro mundo un mundo firme, y que al aportarnos conciencia mítica nos permite nombrar realidades por medio de dos procesos mentales: la metáfora y la metonimia. Estos procesos nos posibilitan la «toma de conciencia», habitar el mundo y la vida desde el misterio;

– espacio-tiempo, un punto y un momento aparte del trajín cotidiano para recargar de sentido las acciones humanas por medio de historias y rituales;

– experiencia de la vida, lenguaje de lo real, puesto que lo real es más bien lo que decimos de lo real; es decir, nuestros discursos en constante tensión unos con otros; revisión y variación de los relatos de una misma historia viva; narrar es actualizar, y esa actualización ocurre en formas, géneros; lo que hace a la historia inagotable y a la vida, interminable y profunda;

– real, lo que aparece en el lenguaje, las cosas que emergen a la percepción a través de él como evocación y recuerdo, así como denotación;

– verdadero, lo que se revela como tal por gracia del habla oriunda del silencio;

– oscura sombra, energía vital del pensamiento compartido, comunicado y reelaborado, pero que emerge del océano del inconsciente, personal y colectivo; y a la vez, energía destructora latente fuera de las formas en que es capaz de canalizar el lenguaje, el discurso, el relato, el raciocinio;

– cuento, el enunciado que resulta del simple hecho de contar o relatar, en una sucesión numérica de elementos oracionales, frásticos, discursivos;

– destino, herencia y karma del presente que obliga a vivirlos y modelar con ellos;

– desmitificación, historia que requiere ser narrada una y otra vez, porque el ser humano es el único animal que olvida. Desmitificar es un modo de mitificar;

– mitología, una pieza más del engranaje verbal que articula mundos y sentidos;

– alimento apropiado, nutriente para el destino que se gesta en cada cual, porque no solo de pan vive el hombre para ser quien es;

– despertar, consciencia (consciousness) del mundo tal como es: vida alimentándose de la vida;

– voz, acción sobre el mundo;

– silencio, realidad en potencia, latente;

– historias que portan los símbolos que nos vinculan, memoria y arquetipo;

misterio, iniciación en la vida que va más allá del entendimiento, que se la vive como una presencia; su raíz es μυστήριον (mysterion), un derivado de la palabra μύστης (mystes), del verbo μύω (mýo, cerrar los ojos), vinculado a la raíz mu- (मोउ, emitir un sonido con los labios cerrados), la misma de μύθος (mythos);

– conocimiento, el insumo para actuar sobre el mundo;

– presente, un tiempo sin tiempo, a la vez momentum y continuum;

– olvido del miedo a las bestias, escudo contra el caos, lo desconocido e incontrolable;

– desistir de la esperanza, aceptación de lo dado, de lo que se es y de lo que se tiene;

– círculo donde nos hablamos y escuchamos, realidad mental donde nos reconocemos como especie y capaces de vincularnos en redes comunitarias;

– herramienta, lenguaje que captura un alimento mental;

– materia mental, fantasía;

– memoria, tejné (τέχνη), acopio activo y actante, acumulación de un saber comunicable;

– construcción de sujetos, máscara resonadora que presenta a una persona (personae).

Por lo anterior, el mito nos vincula a la experiencia de

– lo sagrado: la vivencia de lo trascendente;

– lo cósmico: la pertenencia a la creación;

– la imaginación: la vivencia de la creatividad;

– la fábula: la contemplación y recepción del lenguaje;

– la comunicación: la vivencia del sí mismo en y con los demás;

– la vida cívica y/o comunitaria: la vivencia de las instituciones, y

– lo inefable, ambiguo, inatrapable en el consenso del habla y de lo que llamamos «realidad».

Y teje puentes discursivos entre distintas disciplinas, como

– la historia comparada de las religiones: descripción y sentido de lo sagrado;

– la crítica literaria: estudio de los modos de representación de la realidad;

– el psicoanálisis: como método y teoría que aborda un conocimiento racional;

– la antropología: reconstrucción cultural de lo humano en el tiempo;

– la sociología: descripción de conductas e instituciones;

– la filosofía: en la medida que pensar solo se da en el lenguaje, y

– la economía: las normas de producción y distribución para la sobrevivencia y el crecimiento de una comunidad cohesionada por un relato.

¿Y nuestros mitos?

Apenas es un acercamiento. Hay muchísimo más que decir. Lo único patente es la instigación de la pregunta a latigazos por cuáles serán nuestros propios mitos, los que corresponden a nuestro idioma, territorio y memoria. Lucy Oporto ha apuntado al arquetipo de la mater terribilis, a propósito de la rendición a los instintos de la sociedad actual cuya imagen más reciente es el estallido de 2019 en Chile; y antes, en la revista Atenea n° 487 de 2003, Marta Contreras B. desarrolla, apoyándose en la poesía de Gabriela Mistral, la idea de la madre mítica, la Gran Madre, funcionando en la historia chilena hasta la actualidad, algo que tendría su correlato en la posterior asunción a la presidencia de Michelle Bachelet, la primera mujer presidenta en Sudamérica, y cuyas algunas decisiones y actos alimentaron el advenimiento de la madre terrible según concluye Oporto.

En lo personal, apuesto por tres en el sustrato inconsciente de nuestro país que actúan poderosamente: el imbunche (mapuche-chilote), la Ciudad de los Césares (a partir de la expedición de Francisco César en 1528) y una frase portaliana, una metáfora al desgaire fruto de la observación de los hechos que comparte en una epístola a su compinche José Manuel Cea: «el peso de la noche». Estos tres mitos dan forma, destino y carácter (o falta de este) a lo que hemos sido y vamos siendo, en una mitología racionalizada, sin la fuerza del mito, en nuestras instituciones y relatos oficiales, por ejemplo, pero con sus arquetipos en latencia. Mitificamos, pero no bebemos del mito. Mistificamos, y no permitimos que el misterio sea una presencia. Se tecniciza el mito, y al tiempo revienta en demonios desatados, y constatamos, para usar la frase que recoge Oporto, que «los perros andan sueltos».

Y digo «sin la fuerza del mito», porque esas historias no las vivimos como mito, sino que, respectivamente, como un cuento, una leyenda y un ideario político; les damos validez dentro de esos géneros o formas de enunciación. La verdad que les reconocemos está fuera de las verdades que construimos de la contingencia. Pero ahí se encuentran los puntos de referencia sobre los cuales se tejen nuestras acciones en la historia.

Falta ahondar y discutir en las relaciones que existen entre mitología, ideología y utopía, vínculos que no son inocentes, y que no siempre sinceran cuáles son los mitos con los que se alimenta nuestra mente.

Porque necesitamos mitos, necesitamos cuentos e historias que nos cohesionen, que nos alienten a acciones que enriquezcan nuestro mundo y no que lo destruyan.

Necesitamos vivir un mito, uno nuevo, porque los mitos, como cualquier ser vivo, van cambiando, mutan, pero uno que no se presente como ideología, utopía o programa político, porque estos, hoy por hoy, se quedaron en la enunciación sin relato. Necesitamos ritos, pero cargados de sacralidad y trascendencia, no como los ritos del consumismo que mueven masas ante la oferta y la demanda, las liquidaciones o Cyber Day o Black Friday. Necesitamos sentir un mito como algo verdadero que nos dé guía para comprender este mundo y a nosotros mismos en él. Luego de la caída de los megarrelatos, la globalización solo ha podido darnos los mitos de la democracia y el mercado, como remarca Patricio Oyaneder Jara (Atenea n° 487, 2003), y estos también se están cayendo. Los grandes mitos de la totalidad se han caído, y los mitos de tono menor no son capaces de despertarnos un sentido. Quizás la ciencia y la exploración cósmica, sin saberlo, ayudan en esta tarea, para tener un mito planetario que nos impulse a una conciencia más arraigada de nuestro lugar en el universo.

Y si lo poetas son los guardianes de la palabra, de la casa del ser, en última instancia, de nuestros mitos, la pregunta cae como un cuchillo clavándose al centro de la mesa: ¿en qué están? Y mutis por el foro.

Sí, el mito es una nutrición a base de mentiras

Y volviendo a aquella experiencia en la nocturna, el rostro de aquellos alumnos translucía espíritus famélicos. No los alimentaron con los mitos que necesitaban oír. ¿Qué historias les cuentan los padres a sus hijos antes de dormir?, ¿o los abuelos? ¿Les relatan aquellas que les harán despertar y encender el fuego de sus corazones para conquistar su propio destino? Por las mañanas, al desayuno, ¿les preguntan qué soñaron? Y aquello que no saben que les falta, ¿lo buscarán en el dinero, el poder, las cosas?, ¿en lo que Pasolini llama «hedonismo consumista», que viene a ser el «verdadero fascismo», según nos recuerda Lucy Oporto?

Puede que los mitos, en efecto, sean una mentira. Pero ese no es el problema. El problema, lo dramático y patético, lo triste y penoso, es que nuestras mentiras sean burdas, un cuento mal contado, y no aquellas del tipo que las musas refieren a Hesíodo: «¡Pastores del campo, triste oprobio, vientres tan solo! / Sabemos decir muchas mentiras con apariencia de verdades; / y sabemos, cuando queremos, proclamar la verdad».

Si antes la desnutrición pegaba el pellejo a los huesos, hoy su rostro tiene el de la obesidad mórbida desde los primeros años de vida. ¿Y qué hay de la mente? Se la ha convertido en un vientre tan solo – ¡agazapada ignominia!- incapaz de digerir nada que no fuere chatarra infatuante, y con apetito compulsivo, voraz, hasta la idiotez.

Este vientre mental se abotaga de «verdades», no de la verdad, e impide levantarse y caminar para encontrarla, y, de paso, quemar siquiera la grasa que obstruye los pensamientos y la fantasía, para ver y vivir el mundo que está más allá de los muros que nosotros mismos hemos levantado.

Ni nobles ni piadosas, las mentiras de las musas no son ilusiones de la verdad, ni menos posverdad, sino luces de que la verdad es imaginaria y la imaginación, verdadera. No es por nada que en griego moderno novela se diga mythistórima (μυθιστόρημα, mythos/μύθος – rima/ρήμα, verbo), esta palabra aún guarda la memoria semántica de que una historia, cualquiera, se trenza con la voz y las imágenes de la mente, del corazón, y no solo es un modelo de enunciación de lo novedoso (el latín novella, diminutivo de novus, nos dio «novela»), ni habla de romanos (romanice, que nos legó nuestro español romance y el francés roman para «novela»). En esa fragua que es el silencio de la mente se templan las palabras, las imágenes, las ecuaciones, la música, las formas, para la tejné (τέχνη) de cada actividad humana, dignas de ser contadas, transmitidas, comunicadas, en historias y modelos narrativos, en patrones de enunciación. ¿Por qué? Por la memoria que generan y las acciones que despiertan.

¡Pongámosle que así sea!

Referencias

Todo estos planteamientos los he ido recogiendo, con celo y parsimonia, en Giambattista Vico (Principios de una ciencia nueva sobre la naturaleza común de las naciones, 1744); Victor Henry (La magia en la India antigua, 1904); Thomas Mann («Freud y el futuro», 1936); Roger Caillois (El mito y el hombre, 1938); Ernst Cassirer (Antropología filosófica, 1944); Joseph Campbell (El héroe de las mil caras, 1949, y El poder del mito, 1988); Cesare Pavese (Feria d’agosto, 1946; «Il mito», 1950); Karl Kerenyi (Los dioses de los griegos, 1951); Georges Gusdorf (Mito y metafísica, 1953); Claude Lévi-Strauss (Antropología estructural, 1958); André Jolles (Las formas simples, 1958); Gilbert Durand (Las estructuras antropológicas de lo imaginario, 1960, y Mitos y sociedades, 1996); Carl Gustav Jung (Recuerdos, sueños, pensamientos, 1961); Mircea Eliade (Mitos, sueños y misterios, 1961, y Mito y realidad, 1962); Jean-Pierre Vernant (Los orígenes del pensamiento griego, 1962); Robert Graves y Raphael Patai (Los mitos hebreos, 1963); Furio Jesi (Mito, 1973); Northrop Frye (La escritura profana, 1976, y El gran código, 1981); Emilio Lledó (La memoria del Logos, 1984); Carlos García Gual (Mitos, viajes, héroes, 1981, e Historia mínima de la mitología, 2014); Joaquín Barceló (Estudios sobre humanismo, 2015); y las invaluables clases del profesor Luis Eduardo Elmes Araya, quien nos dio el alimento apropiado y preciso, nos enseñó a comer carne (como ocurre en el cuento de «El tigre y las cabras», que tanto gustaba oír Ramakrishna según nos relata Joseph Campbell) cuando solo sabíamos de carbonada, para despertarnos de golpe y sacarnos así de la niñez a fin de ser lo que hemos podido ser.

Alvaro Medina

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