Por Rodrigo Rojas-Andrade.– El COVID-19 nos obligó a la contemplación, la introspección, al cuidado y, por ende, a la salud mental. Durante el inicio de las cuarentenas, las imágenes de paisajes sin personas que lentamente se oxigenaban y se llenaban de naturaleza sorprendieron a todo el mundo. ¿Así sería el mundo sin seres como nosotros o si habitáramos el planeta de un modo distinto? Como a muchos, esta pregunta me atravesaba con fuerza, pues su contenido guardaba las razones que despertaron los movimientos sociales de 2019, cuyas consignas estaban repletas de cuestionamientos a la relación que establecíamos entre nosotros, nosotras, nosotres y la naturaleza. ¿Qué es el neoliberalismo sino un modelo basado en una concepción de ser humano individualista, productivo y racional sumido en una ética meritocrática del bien y el éxito como posesión de capital que permite la aparición de relaciones de dominación, explotación, opresión, exclusión y extracción entre personas y la naturaleza?
El COVID-19 nos obligó a tomar distancia y a explorar otras formas de relación. La investigación se ha centrado en estudiar los aspectos negativos de esta distancia, como el aumento de la preocupación, el miedo, las alteraciones del sueño o el aislamiento, indicadores de trastornos ansiosos o depresivos que coindicen con los diagnósticos más frecuentes en las licencias médicas psiquiátricas que se dispararon en cuarentena, lo que también coinciden con las reacciones normales de los procesos de adaptación.
En estos últimos años, no ha sido solo una persona quien está experimentando reacciones adaptativas a una crisis, ha sido todo el mundo, por tanto me parece equivocado poner el acento solo en la prevalencia de los trastornos psiquiátricos y no en los procesos salutógenos que están en la base de estas reacciones, ya que la salud mental no es la mera ausencia de la sintomatología psiquiátrica, sino que es un proceso de interacción y balance generativo entre los aspectos negativos, disfuncionales y desagradables de la vida y los procesos positivos, funcionales y agradables.
Como señala un reciente artículo del Grupo de trabajo de la Red del Colegio Europeo de Neuropsicofarmacología, los individuos con trastornos del espectro autista pueden tener habilidades cognitivas sobresalientes como hipermnesia, hiperlexia e hipercalculia, así como los individuos con depresión pueden ser capaces de mostrar excelentes estrategias de autogestión o ser muy creativos, como lo fueron Ludwig van Beethoven, Sylvia Plath y Ernest Hemingway. Asimismo, los individuos que no sufren ningún trastorno mental no gozan necesariamente de una buena salud mental y sus niveles de bienestar son muy variables. Esta mirada de la salud mental coincide con la concepción que se levanta en Chile con el Plan de Nacional de Salud Mental 2017-2025. Sin embargo, parece que todos hacemos caso omiso a esta referencia y seguimos poniendo la atención en la enfermedad. Parece interesarnos más el no enfermar, que el ser personas cada vez más saludables.
Si pusiéramos el acento a la salud mental, seríamos conscientes de que cierto grado de malestar puede ser útil para el crecimiento personal y el desarrollo de estrategias de afrontamiento. “Ningún mar en calma, hizo experto a un marinero” y ninguna vida sin crisis ha sostenido procesos reales de desarrollo humano. La distancia impuesta por la cuarentena nos obligó a enfrentar una vida distinta y nuestro cuerpo reaccionó como suele reaccionar frente a la amenaza, con una serie de síntomas de estrés, que Hans Seyle denominó síndrome de adaptación general a comienzos del siglo XX.
Desde la mirada de la salud mental, lo saludable es transformar las amenazas en desafíos y desarrollar aprendizajes positivos que permiten el desarrollo personal y comunitario. El problema para la salud pública y las políticas sociales es que solo algunas personas pueden hacerlo solas, de manera rápida y eficaz, como lo han hecho de manera excepcional los innovadores y emprendedores; mientras que otras personas necesitan apoyo y acompañamiento para desarrollar las habilidades necesarias para enfrentar las crisis, acceder a los recursos materiales que se necesitan para el cambio y superar las barreras estructurales que les impone su clase social. Sin ese apoyo, las amenazas nunca se convierte en desafíos y los malestares nunca son generativos y rápidamente se intensifican en agobio y enfermedad mental.
Las políticas públicas deben responder a estos problemas, cuya complejidad está en la interdependencia de las dimensiones humanas que se abordan como si fueran esferas independientes que compiten por su reconocimiento en el presupuesto público.
Al comienzo de la pandemia se quiso cerrar programas orientados a la salud mental de los niños, bajo el argumento que era más importante invertir en la salud física de las personas mayores que contraían COVID. El valor que estaba detrás de esto era la vida. Los ancianos podían morir, pero solo a unos pocos les importaba el vivir bien de los niños y adolescentes o la posibilidad de que comenzarán a perder el sentido de su vida e incluso pensar en su propia muerte.
Es cierto que el recurso es escaso y hay que pensar en su priorización, sin embargo, nuevamente priorizamos el no morir (la enfermedad), en vez de priorizar el vivir bien (la salud). Es metafórico cómo un país entero tuvo que luchar para que el programa Habilidades para la Vida, el único programa de salud mental escolar en el país no cerrara al comienzo de la pandemia, cuando precisamente esas habilidades son las más necesarias hoy día.
Otros programas que tienen la vida en sus nombres, como elige vivir sano o elige vivir sin drogas, suponen que las personas tienen todas las habilidades, motivaciones y oportunidades para “elegir la vida”, cuando todo un sistema se orienta hacia la enfermedad y, además, limita las libertades, entregando estructuralmente un escaso apoyo al desarrollo de habilidades y al acceso a los recursos. Basta con revisar los indicadores de educación y poner atención a las consignas de los movimientos sociales de las últimas décadas. A pesar de lo anterior, muchos tenemos confianza en que rescataremos las cosmovisiones indígenas que fundamentan acciones holísticas, integrales y centradas en la vida o, incluso, aprender de perspectivas contemporáneas nacionales que ponen a la integralidad de la vida en el centro de la reflexión y la práctica, como las que entregan Humberto Maturana o Rolando Toro.
Con la escasa orientación hacia la vida de las políticas públicas, hacia la promoción de la salud, es inevitable que aquellas personas que no contaran con los recursos y las habilidades para transformar amenazas en desafíos, que son muchas en Chile, experimentaran trastornos psiquiátricos que necesitaran de tratamiento. Bien sabida son las brechas de atención en salud mental, aquellos que acceden pueden optar al componente esencial de cualquier tratamiento, el reposo, mientras que los que no, siguen agotándose hasta consumirse en la enfermedad mental.
El reposo en cuarentena mediante licencia médica nos distanció aún más de los otros, obligándonos a reflexionar no tan solo sobre cómo queremos relacionarnos con demás, sino por sobre todo cómo queremos relacionarnos con nosotros mismos. Nos enfrentó a nuestra identidad, nuestros proyectos, en definitiva, a la coherencia de lo que hacemos con lo que realmente queremos hacer. Una de las hipótesis para la depresión es la pérdida de plasticidad cerebral, es decir, puede ser que sea la rigidez de las rutinas sin sentido o insatisfactorias sea aquello nos enferma, y es a través del descanso y, ojalá, de un proceso terapéutico de introspección que podemos decidir hacer lo que es mejor para nosotros. La pandemia llevó a muchos a este proceso, incluso aquellos que lograron sobrevivir al COVID-19 y sus familias. Muchos dejaron sus trabajos o cambiaron de su ciudad, otros se reinventaron completamente. Habitualmente, superar una enfermedad mental implica un proceso de crecimiento, de movimiento, de transmutación personal. A los niños les explicamos el proceso terapéutico con metáforas como el de la oruga, que luego de un proceso de descanso, le salen alas, se convierte en mariposa y vuela libre. Se mueve, sana, crece.
Por todo lo anterior, no es casualidad que el concepto de autocuidado ocupe hoy un lugar privilegiado en el léxico social. Antes, cuando se hablaba de autocuidado, emergía un imaginario con un núcleo puesto en fiestas y encuentros sociales en bares, una especie de “había que pasarla bien un rato, entre tanta pena”. Hoy este imaginario se ha expandido e incluye alimentación saludable, práctica de deporte u otras actividades físicas, involucramiento en actividades de desarrollo profesional, personal y espiritual, aprender a mantener una buena higiene mental, tomar decisiones respecto a la mantención de relaciones que dañan, aunque estas provengan de la propia familia. El autocuidado, como práctica social, fundamenta también una ética del cuidado que en la medida que se instala en las personas sostiene el desarrollo de comunidades de cuidado donde el cuidar se basa en el respeto, en la empatía, la solidaridad y el deseo genuino por el bienestar del otro. La historia nos ha enseñado que los grandes cambios solo ocurren cuando se cambian las estructuras sociales, lo que se produce a través del contagio viral y acumulativo de pensamientos y actitudes generativas, por lo que exponernos a los discursos de grandes líderes de cambio con la convicción de Greta Thunberg o Elisa Loncón, no solo erizan los pelos, sino también contagian de esperanza y devuelven al camino de la salud mental.
“No era depresión, era capitalismo” es una consigna clave para entender el lugar de la salud mental en la sociedad actual. Lamentablemente, parece que las políticas públicas no están diseñadas para abordar de manera integral las condiciones que sanan, y siguen poniendo énfasis en las condiciones que enferman y la enfermedad. Por ejemplo, la ley de salud mental o el plan saludablemente son grandes avances para el acceso a la atención psiquiátrica, pero poco dicen de la promoción de la buena vida, y la salud mental.
La pandemia nos enseñó que podemos cambiar y muchos aprendimos, porque tuvimos el privilegio de contar con los recursos, las habilidades o los apoyos necesarios, pero muchos otros aún siguen enfermándose, agobiados por las amenazas constantes de la cuarentena y la incertidumbre. Es posible que se avecine una nueva pandemia, la pandemia de la pérdida del sentido de la vida, la que solo seremos capaces de detener si nos inoculamos con malestar generativo que nos ayuda a crecer e instalamos políticas públicas firmes cuyo centro sea el desarrollo de comunidades de cuidado que nutran relaciones de solidaridad, ternura, respeto y empatía. Confío en que la sabiduría de la diversidad chilena puesta en la Nueva Constitución logre consagrar la salud mental como un derecho y releve la importancia de hablar de ella como un ideal político.
Rodrigo Rojas-Andrade. Dr. en Psicología. Director Centro de Salud Mental en Comunidades Educativas, Escuela de Psicología, Universidad Academia de Humanismo Cristiano.
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