Opinión

Hasta dónde puede llegar la militarización de la seguridad interior

Pérdida de libertades, estigmatización y abuso de poder son elementos que suelen acompañar la militarización de la seguridad interior.

Por Alvaro Medina J.- Poco antes de Navidad, aparecieron en Guayaquil –Ecuador-  los cuerpos de cuatro niños que habían desaparecido tres semanas antes. El mayor, de 15 años; el menor, de 11. Las investigaciones de estos días dieron cuenta de una terrible realidad: los niños fueron secuestrados, torturados y asesinados por 16 militares.

Más allá de lo que se revele, ya se puede decir que es una horrible consecuencia de la militarización de la seguridad interna, fenómeno que ha prendido como el fuego por América Latina, tanto en su aplicación como en los deseos, no sólo de grupos de extrema derecha que han sembrado el odio a la marginalidad y a los extranjeros, sino de las clases medias y pobres que se han visto desprotegidas del Estado frente al avance del narcotráfico.

La chispa más vehemente en este sentido ha sido el sistema represivo de Nayib Bukele en El Salvador, que en su lucha contra las maras ha sembrado las cárceles de todo lo que huela a criminal. Pero también se vio en el Brasil de Bolsonaro y ha sido parte del discurso de Milei en Argentina, así como de la derecha y extrema derecha (también de algunos socialistas) en Chile. Y en Ecuador, el avance casi sin contrapeso de las bandas de narcotráfico llegó incluso a las pantallas de televisión con la toma de un estudio en vivo.

Ver también:
El nacimiento de la Doctrina de la Seguridad Nacional
Cine: “Dejar el mundo atrás” y el apocalipsis de la falsa libertad

No es un tema que se pueda juzgar a la ligera. Se debe partir por los hechos.

Es un hecho que las derechas han abusado de este tema para estigmatizar y crear enemigos, polarizando el discurso político. Pero también es un hecho que la delincuencia ha crecido en violencia y el narcotráfico se ha tomado extensos territorios en América Latina, en ciudades y campos. Es un hecho que la criminalidad abusa de dar “oportunidades” a jóvenes y niños, por su inimputabilidad penal y porque son más receptivos ante el lujo y el dinero que suelen exhibir en las zonas de pobreza, seduciendo a los menores.

Ante esto, suele aumentar el clamor por acciones más decididas del Estado para frenar estas situaciones, militarizando la seguridad interior. En otras palabras, “sacando los militares a las calles” o dando a las policías armamento y capacidades militares.

A primera vista, parece sensato: los ciudadanos de a pie, con miedo, podríamos llegar a pensar que con eso se equipara el miedo que la criminalidad nos hace sentir, que los delincuentes deberían sentir un poco de nuestra angustia, y creemos que los militares, con su armamento y actitud imponente, podrían amedrentarlos. Asimismo, pensamos que actuarían como en una batalla, arrasando con las bandas criminales.

Sin embargo, hay que tener en cuenta tres cosas frente a estos deseos y sopesar con realidad.

Lo primero es que la militarización conlleva la cesión de muchas libertades y derechos. Normalmente se hace en contexto de estados de excepción constitucional o incluso Estados autocráticos y dictatoriales. Los ciudadanos, en teoría, aceptan entregar sus libertades civiles a una autoridad fuerte militarizada que usará la fuerza para terminar con el crimen.

O sea, para sentirnos más seguros, perdemos libertades. Por ejemplo, la libertad de tránsito, de asociación, de expresión, de reunión, tienden a ser las primeras afectadas. Luego también algunas libertades económicas. Si se piensa que las barberías son fuente de narcotráfico, por ejemplo, ya no será tan fácil ejercer el oficio de peluquero.

Considere también que en esa lógica, cualquier reclamo sobre arbitrariedades posibles cae en el vacío. No hay derecho a reclamar ante abusos de poder en condiciones autoritarias. Después de todo, están ahí para darnos seguridad.

Lo segundo a tener en cuenta es que la militarización de la seguridad implica que el filtro con que se sale a la calle, incluso si no son militares directamente, sino policías militarizados, mira el mundo con la lógica de amigos-enemigos. Los criminales son enemigos del país, del Estado. Pero, claro, también cualquiera que los ayude, cualquiera de sus cómplices. Y luego, cualquiera que se les parezca.

Y ahí viene un tercer elemento que pasa siempre, sin excepción, cuando se militariza la seguridad interna: y es que la polarización de visor (buscando enemigos) etiqueta y estigmatiza al criminal por elementos visuales. Raza, moda, peinado, la forma de hablar, el lugar donde se vive, por nombrar algunos aspectos, convierten a cualquiera en sospechoso. No se equivoque, no es exageración. Por buenas que sean las intenciones de quienes llevan a cabo el control militarizado de la seguridad, los prejuicios sociales y raciales llevan a estigmas peligrosos, más aún cuando el que ejecuta el estereotipo tiene poder y tiene un arma.

Así, por ejemplo, con mucha probabilidad se controlará la identidad, se detendrá por sospecha, se torturará (¡pero, claro!… hay que sacarle información), se condenará… a quienes “parezcan” criminales. Piense usted honestamente si en su propia familia no hay nadie con alguna característica así. No es sólo el color de piel: la ropa holgada, el peinado o los tatuajes o los piercing o la ceja cortada, o ser asistentes a un concierto, o fumar marihuana en la calle, o ser muy bulliciosos… Si son tantos los elementos que llevan a la estigmatización en tiempos normales, imagínese en tiempos autoritarios.

Si en esa juguera sumamos el poder y la eventual impunidad de los actos, la posibilidad de abusos es altísima.

Y entonces, hasta los niños son enemigos, como parece haber ocurrido en Ecuador.

Alvaro Medina

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