Por Álvaro Ramis.- En una sociedad como la actual, marcada por la individuación de las relaciones interpersonales, secularización de los imaginarios colectivos y racionalización de los procesos de acción colectiva, cada vez más reducidos a su dimensión funcional, la celebración de la última Semana Santa en Chile pareció caer en una aparente irrelevancia. Es lógico que los símbolos dejen de comunicar si la comunidad interpretativa en la que se asienta aparece en crisis o fragmentada. En medio de una Iglesia afectada por rupturas internas relevantes, y por cuestionamientos radicales a su legitimidad como autoridad y fuente normativa en el ámbito público, la forma de pensar una celebración religiosa de esta importancia debe pensarse de forma crítica e innovadora.
La Semana Santa se puede analizar bajo los mismos parámetros de las conmemoraciones propias de todas las tradiciones religiosas, ya sea el Ramadán en el Islam, el festival hindú de las luces, el año nuevo persa, el We Tripantu en la cosmovisión Mapuche. En todos estos casos lo que se expresa es un mensaje racional, pero que no se transmite en términos científicos o técnicos. Lo que la celebración religiosa comunica es un relato, una narración de carácter intergeneracional, que se comunica por medio de historias y elementos materiales un contenido mítico-simbólico que otorga un marco de pertenencia y arraigo en una comunidad determinada.
Más allá del contenido específicamente religioso o de la doctrina teológico-dogmático que caracteriza a esa celebración, lo que se debería relevar es el valor de la Semana Santa como momento de encuentro intergeneracional fundado en la transmisión de un relato de sentido, que permite la solidaridad entre personas de diferentes edades y posiciones en la sociedad. Esta dimensión está presente en las diversas fiestas y conmemoraciones religiosas. Por ejemplo, el Pesaj judío se puede entender como una fiesta de las preguntas, donde las niñas y niños de una familia preguntan: ¿por qué esta noche es diferente a las demás noches? Y los adultos les responden contándoles lo sucedido en una historia milenaria. Este modelo se reitera en cada tradición religiosa, de distinta manera, pero bajo la misma lógica. Lo constante es la transmisión de una interpretación del pasado que permite vivir el presente en una comunidad de pertenencia.
Hanna Arendt, pensando en el valor social y terapéutico de la memoria social, tiene una frase que resume el potencial de esta dimensión anamnética de la vida social: “Todas las penas pueden soportarse si las ponemos en una historia o contamos una historia sobre ellas”. Pero a la vez Arendt advierte sobre el carácter dinámico de esta memoria, ya que la comprensión de la historia “no tiene fin y por lo tanto no puede producir resultados definitivos”. El relato de la pascua, la narración bíblica y la celebración litúrgica no puede anquilosarse en una repetición mecánica y vacía de palabras y ritos que se autonomizan del contexto y la vida de las personas. Porque la historia, cómo interpretación del pasado, es demasiado importante, ya que sólo podemos ser aquello que nuestro pasado nos permite ser.
Álvaro Ramis es Doctor en Filosofía y rector de la Universidad Academia de Humanismo Cristiano.