Por Juan Medina Torres.- El 10 de marzo de 1600, el rey Felipe III, llamado el Piadoso, presentó al pontífice Clemente VIII al franciscano fray Juan Pérez de Espinoza para el obispado de Santiago. Desde que recibió las respectivas bulas, se dirigió a Chile, vía Buenos Aires.
Diversos historiadores coloniales reconocen su calidad moral y su capacidad para disciplinar y elevar la condición espiritual e intelectual del clero. Otros cronistas señalan que, durante su obispado, se registraron múltiples querellas que evidencian luchas entre el poder civil y el eclesiástico. Más de una vez recurrió a la excomunión de sus enemigos para defender una autoridad que consideraba atacada.
Uno de estos desencuentros lo relata Justo Abel Rosales en su obra La Cañadilla de Santiago, su historia y sus tradiciones. El caso ocurrió en la Catedral de Santiago, entre el obispo y los integrantes de la Real Audiencia, en 1609, pocos meses después de que este tribunal se estableciera en la ciudad.
Los oidores pretendían ser los primeros en mojar sus dedos en el agua bendita antes que los canónigos, como parte de una ceremonia menor llamada de los asperges. Al no llegar a un acuerdo, consultaron al Rey, quien respondió que se siguiese la costumbre. Los oidores, sintiéndose humillados, resolvieron no entrar a la iglesia hasta que los canónigos hubiesen secado sus dedos humedecidos en el agua bendita.
El obispo Juan Pérez de Espinoza no comprendió la actitud de los altos jurisconsultos. Cuando estos ingresaron a la iglesia, les comunicó que estaban excomulgados, lo que provocó un gran alboroto. Los oidores, convertidos en herejes, no se intimidaron y ordenaron el arresto del obispo, quien huyó por el camino del Salto, vía la Cañadilla, y se refugió en las antiguas posesiones de Rodrigo de Araya.
Desde ese lugar, puso en entredicho a la ciudad, lo que según la jurisprudencia canónica, implicaba privar a sus habitantes de oír misa, recibir los sacramentos, acceder a sepultura religiosa, y apenas permitir el bautismo de recién nacidos y la comunión de moribundos.
Ante tal situación, los habitantes se alborotaron y, reunidos en diversos puntos de Santiago, presionaron a los oidores para revocar la orden de arresto. El obispo volvió triunfante, recibido por una multitud encabezada, según Rosales, por “los tímidos magistrados de la Audiencia, en actitud más bien de reos que de jueces, con toga y peluca, quienes rodearon reverentes la coleadora mula del obispo, acompañándolo hasta su morada”.
A pesar de su triunfo, las reiteradas acciones para hacer valer su autoridad le generaron numerosos enemigos. Su situación en Chile se volvió insostenible, por lo que solicitó en varias ocasiones al Rey aceptar su renuncia al cargo de obispo de Santiago. Al no recibir respuesta, en 1618 abandonó su diócesis sin pedir permiso ni al Gobernador ni al Rey, cruzó la Cordillera de los Andes y se dirigió a España, nuevamente vía Buenos Aires. Murió en Sevilla en 1622.
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