Cultura(s)

Curiosidades de la Historia: una fiesta que paralizó Chile por más de veinte días

La historia de Chile nos recuerda una ocasión en que se festejó sin reparar en gastos en honor al Rey de España.

Por Juan Medina Torres.- En economía, se dice que los días feriado son atentatorios contra el crecimiento de un país. Pero en la Colonia poco importaba, y si la fiesta era en honor del rey, menos todavía, porque su objetivo era parte de la revitalización de la figura del monarca.

Para cumplir con este propósito, el 3 de noviembre de 1789 se iniciaron, en esta lejana y modesta colonia de Chile, los festejos de la jura del rey Carlos IV de España, que duraron casi un mes.

Don Ambrosio O’Higgins, entonces Gobernador, participó activamente, durante meses, en la elaboración del programa, conjuntamente con el consejo municipal y el encargado local de la Real Audiencia. Incluso, cita Jaime Valenzuela Márquez en su obra “Fiesta, Rito y Política del Chile borbónico y republicano, la primera autoridad” en más de una oportunidad llegó a expresar su deseo de que “convendría imaginar espectáculos distintos de los que se han presentado a público hasta aquí”, demostrando la importancia que le asignaba al éxito de esta celebración.

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Curiosidades de la Historia: La Corrupción en la Colonia

Lo curioso del caso, es que Carlos IV había asumido el trono de España un año antes y además, en 1789, en París estalló la Revolución Francesa, un proceso social y político que derrocó la monarquía absoluta y proclamó la República.

A pesar de lo anotado, la fiesta debía hacerse de acuerdo a la tradición del barroco cortesano francés, con una orientación absolutista donde se destacara la figura del rey.

Como una nota de innovación respecto a otras juras, don Ambrosio invitó a la capital a los caciques de los cuatro butalmapus indígenas, acompañados de una numerosa comitiva, con el fin de demostrar que la autoridad soberana imperial del rey de Castilla era perfectamente compatible con las soberanías locales de los líderes indígenas.

La historiadora Isabel Cruz de Amenábar en su trabajo de investigación sobre el tema titulado ″Tiempos fabulosos y mito de origen: Festividades de Estado en Chile entre la Colonia y la República” nos relata que: “El día de la jura, el 3 de noviembre, amanecieron expuestos al público sobre la portada del Palacio los retratos del Rey y la reina, en marcos de plata, y el Real Estandarte en el balcón del Cabildo. A las cuatro de la tarde, tras el acostumbrado desfile, subieron las autoridades al tablado de la plaza. Y allí, después de imponer silencio a la multitud, los cuatro reyes de armas, los cuatro caciques, don Francisco Curilemu por el Butalmapu de los Quechereguas, don Francisco Marilevi por el de los Llanos, don Juan Cavillant por la nación pehuenche y don Ramón Vetalevi por el de la costa de Arauco, de rodillas frente al real pendón, prestaron juramento de obediencia al nuevo monarca y a sus gobernadores, siendo el pasmo y admiración de los circunstantes esta acción no acostumbrada en otros semejantes casos anteriores”.

Isabel Cruz agrega que “esta incorporación de los caciques a la ceremonia de la jura de Carlos IV constituía el afianzamiento y la consagración del sistema de los parlamentos, iniciados por los gobernadores de Chile durante el siglo XVIII, que culminaron en el parlamento de Negrete. El último de los grandes parlamentos de la época, realizado a instancias del mismo Ambrosio O’Higgins, se celebró cuatro años después de esta jura, y aseguró una relativa paz durante los lustros postreros del período”.

Según Jaime Valenzuela Márquez, durante las celebraciones “la ciudad, liberada de sus obligaciones laborales normales, fue transformada, disfrazada e inundada de campesinos que venían a encandilarse con la ma­jestuosidad de su Rey y de su representante, de los magistrados y funcionarios, y de los aristócratas patrones que desfilaron y jugaron ante sus ojos”.

El evento fue todo un acontecimiento en la historia de las celebraciones pú­blicas de la ciudad de Santiago, llegando a ser, en palabras del propio Ambrosio O’Higgins, “el pasmo y admiración no sólo de los del país, sino de personas acostumbra­das a ver las magnificencias de otras cortes”

La fiesta tuvo un costo de seis mil pesos de la época, casi la mitad del presupuesto anual de la colonia, de los cuales mil seiscientos pesos sirvieron para pagar los fuegos artificiales que se usaron durante las noches de espectáculos.

Alvaro Medina

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