Por Juan Medina Torres.- La muerte, por motivos de la guerra, epidemias, pestes, simples enfermedades, trabajos forzados, alimentación insuficiente, riñas, asesinatos, desastres naturales… fue una experiencia constante y cotidiana del habitante durante la colonia.
Por ello, el emperador Carlos V dictó, el 18 de julio de 1539, una cédula mediante la cual encargaba a los arzobispos y obispos de América que “en sus diócesis provean y den orden como los vecinos i naturales de ellas se puedan enterrar y entierren libremente en las iglesias y monasterios que quisieren y por bien tuvieren, estando benditos el monasterio o la iglesia y no se les ponga impedimento”.
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Si bien esta real cédula indicaba dónde debían ser sepultados los cristianos, no fijó los precios de dichos servicios, lo cual creó serios problemas entre la iglesia y las autoridades civiles.
Dicho propósito quedó establecido en el acta del 29 de Diciembre de 1543, que indica explícitamente:
“Por cuanto esta ciudad es nuevamente poblada, y es menester que se sepa que es lo que han de llevar los sacerdotes en limosnas o débitos por los oficios, misas, sufragios y exequias y las demás cosas tocantes a su sacro oficio, que se les dé lo siguiente:
Esta intervención de la autoridad civil en materias eclesiásticas no fue bien recibida por los curas, quienes reclamaron al Cabildo, y el obispado del Cuzco envió a Chile un visitador y vicario general para que un representante de la iglesia determinara estos aranceles eclesiásticos.
El visitador, Hernando Ortiz de Zúñiga, llegó a fines de 1551 e hizo desistir al cabildo de llevar adelante su arancel, y estableció otro en su reemplazo, el cual tampoco fue respetado y continuaron cobrándose aranceles excesivos.
El problema llegó hasta la Corte y el 1 de noviembre de 1573, el rey Felipe II por real cédula, ordena al gobernador de Chile que no se cobre el doble del precio establecido a los habitantes que decidan enterrarse en los conventos franciscanos, pero esta reglamentación tampoco fue acatada.
Si los dictámenes establecidos para los españoles no se respetaban, menos fueron respetadas las disposiciones sobre el entierro de los indígenas.
Además, llama la atención que los curas ordenaban que el cadáver de una persona que era sepultada fuera de una iglesia debía pagar los mismos derechos que si fuera enterrada en una iglesia o parroquia.
La realidad fue muy diferente a lo que pretendía la casa real sobre el tema. En efecto, Felipe II por real cédula del 11 de Junio de 1594, mandó que los curas sepultaran gratuitamente a los indios. Pero una cosa era lo que se ordenaba a miles de kilómetros de distancia y otra era lo que hacía la iglesia en estos territorios en términos económicos.
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