Por Gonzalo Martner.- Está de moda en la sociedad chilena declararse independiente o por encima de la izquierda y la derecha. Cabe reiterar, no obstante lo dicho en otras ocasiones: está claro que la derecha existe. En Chile esta corriente política nos gobierna, sin ir más lejos, representando directamente los intereses de la oligarquía económica, y también existe en el mundo, con los Trump y Bolsonaro, para los que tengan dudas. Entonces, la categoría política de derecha parece estar muy vigente.
Se puede estar o no interesado en política (local, nacional o internacional). Es legítimo que así sea. Si se está interesado, existe un espectro de posiciones sobre los problemas públicos a los que se puede adherir o no (militar en algún partido político es harina de otro costal), es decir en materia de legitimidad, organización y fines del poder. Tradicionalmente, este espectro va de la derecha a la izquierda pasando por el centro y sus respectivas variantes, aunque esa clasificación ha sido siempre objeto de controversias. Pero mantiene su pertinencia básica, mejor que la de conservadores, liberales y populistas y otras más. Desde luego es posible situarse en distintos temas en unas u otras ubicaciones en el espectro de ideas. Es legítimo, aunque pudiera no ser muy coherente. Todo esto es parte de la diversidad de cada sociedad y de las aproximaciones plurales a su interpretación. Más allá de las diversas clasificaciones posibles, la izquierda es indispensable en esa diversidad como contraposición necesaria a la derecha realmente existente.
El problema es que parte de la izquierda institucional, de larga tradición en Chile, dejó de cumplir su función: representar los intereses de la mayoría social y confrontarse -con los medios de la democracia, que es su espacio natural de desarrollo- con los de la oligarquía económica para evitar que el sistema político devenga en plutocracia, como en muchos sentidos es hoy el nuestro, es decir el gobierno de los ricos, concepto que se remonta al griego Jenofonte hace 25 siglos, lo que indica que el problema no es demasiado nuevo.
Recordemos, además, que la política tiene algunas dimensiones de consenso -especialmente en las reglas del juego lo más civilizadas y justas que sea posible y que ojalá sean compartidas por todos- pero es en esencia lucha de ideas e intereses contradictorios. En efecto, la sociedad está cruzada por intereses sociales y económicos contrapuestos, no sumables (es lo que en la rama de las matemáticas llamada teoría de juegos se denomina “juegos de suma cero”, situaciones en las que lo que unos ganan otros lo pierden, contrariamente a los juegos cooperativos de suma positiva, que también existen en la sociedad moderna, pero son desgraciadamente bastante menos frecuentes). Hay quienes piensan que esas contraposiciones no existen o son cada vez menos intensas, sin adelantar la menor evidencia. En realidad, las más de la veces se acomodan a los intereses dominantes o se repliegan a una acción política dedicada a la ocupación de espacios burocráticos en las instituciones.
Y otros, siguiendo esos pasos, se declaran independientes de toda ubicación en el espectro político (distintos son los no militantes de partidos pero que se reconocen en una posición política), probablemente porque prefieren mantener una identidad líquida que no los comprometa. El problema es que no se entiende bien qué acción política fecunda pueda surgir de la indefinición, mientras su continuidad desaparece con el individuo independiente, que nunca será eterno, en circunstancias que las sociedades se construyen por largas acumulaciones institucionales y culturales que moldean ideas y canalizan intereses.
Otros, legítimamente, se definen como de centro, y viven la tensión de oscilar entre los intereses de unos y otros de los componentes principales de la sociedad y, en ocasiones, pierden su credibilidad en el ejercicio. Por ejemplo, no se avizora mucho con qué credibilidad abordará una candidata presidencial de centro la reforma previsional y el rol de las AFP luego de haber sido entre 2006 y 2010 miembro del directorio de una de las principales AFP, inmediatamente después de haber ocupado el cargo de Superintendenta de Seguridad Social, o el tema de la indispensable separación de los intereses públicos y de los intereses privados. O como lo hará la candidata presidencial del principal partido de izquierda, que ha sostenido que no considera que esa sea ya una categoría pertinente y que lo importante es abordar los problemas concretos.
Los problemas y reclamos de las mayorías económicamente subordinadas y de los grupos discriminados de diversa índole requieren de una representación política consistente, aunque siempre será plural dada la diversidad sociológica y cultural de esas mayorías y grupos. Esta representación solo será eficaz si se inserta en algún tipo de proyecto político de largo plazo que exprese una coalición de intereses sociales a ser defendidos contra los intereses de la oligarquía económica y su representación política, la derecha.
En este sentido, la valorización de la acción individual “independiente” por sobre la acción colectiva en la esfera pública a la que asistimos en estos tiempos es un signo preocupante frente al hecho que la derecha sí tiene un proyecto histórico colectivo: el que consiste en que la minoría de propietarios que representa conserve la apropiación de los recursos naturales y de la actividad económica rentable en nombre de la eficiencia y de la supuestamente necesaria remuneración sin límite del capital privado invertido. Olvida interesadamente que el origen de ese capital es muchas veces poco legítimo (¿qué legitimidad tiene la herencia de grandes fortunas, por ejemplo? ¿qué eficiencia económica retribuye?) y que para reproducirse ha requerido de bienes públicos que hacen posible su acumulación privada, como las infraestructuras legales y productivas y la acción pública en educación y salud, así como del trabajo doméstico no remunerado de las mujeres que hace posible la existencia de una fuerza de trabajo disponible para las empresas.
Esta apropiación privada concentrada permite a una minoría con poder hacerse de la mayor parte del valor económico que proviene del uso solo parcialmente remunerado de bienes naturales y del trabajo asalariado y no asalariado, con frecuencia otorgando, además, una influencia indebida al capital transnacional. Para ello requiere controlar el Estado y el monopolio del uso legal de la coerción, con el fin de garantizar esa apropiación, mantener a raya a los trabajadores y sus organizaciones y contener los movimientos sociales. Y, de paso, obtener el menor cobro posible de impuestos sobre sus recursos. Además, pugna para que el gasto social sea lo más bajo y focalizado que se pueda.
Y lo más grave: recurre, en caso de problemas, a la violencia y a la dictadura o en el mejor de los casos a una democracia tutelada para mantener su dominio sobre la sociedad. Esa es la esencia de la derecha en Chile, aunque se recubra de ideas liberales respecto a la no interferencia del Estado sobre los individuos y la limitación de la soberanía popular en nombre de esa no interferencia, con el frecuente límite de sus valores conservadores en materia de prohibición de libertades personales (laicidad, divorcio, aborto y un largo etcétera). Estos valores, por lo demás, junto a la aspiración individualista -frecuentemente ilusoria- de movilidad social, le proveen clientelas electorales más allá de sus filas y sus intereses minoritarios.
¿Cómo llamar, por su parte, a aquellas fuerzas políticas que se proponen construir una democracia social y económica que ponga los frutos de la naturaleza al servicio de todos, protegiéndola de la depredación y dándole un trato de bien común? ¿Cómo llamar a aquellas fuerzas políticas que pugnan por una retribución justa del trabajo y por el cobro de tributos -de preferencia a los sectores de más altos ingresos y riqueza y a las rentas de situación- para proveer bienes públicos, ingresos básicos y protección universal frente a los riesgos? ¿Y que postulan que es necesario transitar en el mediano y largo plazo del capitalismo hacia una economía mixta -el camino de la estatización y centralización generalizada demostró ser contrario a las libertades individuales y colectivas y al dinamismo económico- eliminando el rentismo y discutiendo periódicamente el reparto salario/ganancia/impuesto entre los interlocutores económicos en un marco democrático?
Llámeseles como se quiera. Desde la revolución francesa se acostumbra en denominar izquierdas y derechas a las fuerzas políticas que representan los intereses polares en la sociedad post-feudal por su posición física en el hemiciclo parlamentario. Es una comodidad del lenguaje, es el “significante” como parte del “signo”, como diría el lingüista Ferdinand de Saussure. En Estados Unidos, a la izquierda suelen denominarla como “liberals”. Pero el “significado” es que en la sociedad existen intereses contrapuestos y que estos tienen representaciones que deben denominarse de alguna manera. En el caso de la derecha, su identidad está clara y expresa un poder constituido, el de la oligarquía económica (o élite económica, para lo que prefieren conceptos más anodinos). Lo problemático, siempre lo ha sido, pero no por eso es menos indispensable, es la representación de los intereses de la mayoría social, la de los trabajadores, los creadores y los excluidos y discriminados en la vida social. Pero esperemos que, al menos, no sea problemática su denominación, como izquierda, o progresismo para los que les acomode más, o como se quiera. Su tarea histórica es la construcción de una alternativa de cambio al orden oligárquico y plutocrático. Y esto requiere en primer lugar de una suficiente autoestima sobre lo bien fundado de su identidad y de sus valores igualitarios y libertarios, sobre lo honorable de la historia de su propio proyecto y, sobre todo, sobre sus virtualidades y ventajas para mejorar la vida de las mayorías.
Gonzalo Martner es economista y Director del Magíster en Gerencia y Políticas Públicas de la Universidad de Santiago de Chile.