Por Samuel Medina Letelier.- En su ensayo “La Risa”, publicado en 1900, el filósofo Henry Bergson analiza las causas y funciones del humor en la sociedad. Según él, lo cómico surge cuando se imita o representa una característica mecánica, repetitiva o automatizada en algo viviente, lo que contrasta con la flexibilidad y espontaneidad propias de la vida.
La risa, además de ser un fenómeno colectivo, actúa como un correctivo social, señalando comportamientos excesivamente rígidos y recordándonos la necesidad de adaptación. En última instancia, para Bergson, la risa es exclusivamente humana y nos protege de la enajenación mecanicista.
Este análisis, escrito en plena Segunda Revolución Industrial (1850-1914), menciona los avances tecnológicos de la época, como el teléfono, la máquina de escribir y el motor de combustión interna. Pero, ¿qué pensaría Bergson si pudiera observar el estado actual de la tecnología, especialmente el desarrollo de la Inteligencia Artificial (IA)?
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En el siglo XXI, lo mecánico ha alcanzado un nuevo nivel. Las máquinas no sólo ejecutan tareas repetitivas, sino que ahora “aprenden” y toman decisiones. Paradójicamente, mientras la tecnología avanza, el ser humano parece estancarse frente a una pantalla, consumiendo contenido sin cuestionar, sin pensar, sin realmente existir (parafraseando a Descartes: dubito ergo cogito, cogito ergo sum).
Probablemente, Bergson encontraría esto hilarante. Nos hemos olvidado de vivir activamente: de ser felices, amar, aprender y dejar huella (como decía Coco Legrand en el Festival de Viña del Mar 2010).
La risa, sin embargo, sigue presente en la era digital, aunque su contexto ha cambiado. Hoy, el humor prolifera en redes sociales mediante memes y videos virales, como el “Zafrada” o la “vístima” (referidos en la última rutina de Pedro Ruminot en Viña).
Pero esta risa ya no surge de una interacción genuina, sino de un entorno artificial que nos desconecta del mundo real. Las redes, con su anonimato, facilitan la burla y el desprecio, convirtiéndose en una herramienta que fomenta la apatía emocional.
Siguiendo la línea de José Ingenieros, podríamos decir que el hombre mediocre se ha vuelto un mero espectador de la vida. En lugar de vivir sus propias experiencias, observa y envidia las de otros, atrapado en una cárcel mental construida por la inseguridad.
Si Bergson estuviera hoy entre nosotros y pidiera a una IA que explicara su teoría sobre lo cómico, obtendría una respuesta mecánica y sin alma. Y en un giro irónico del destino, eso probablemente lo haría reír. Porque, al final, lo más gracioso de la IA no es que pueda contar chistes, sino que, sin querer, es un chiste viviente.
Samuel Medina Letelier es Geólogo
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