La banalidad del mal se muestra cuando se pierde la capacidad de juzgar y el sentido común se fragmenta, la democracia se debilita y la mentira se convierte en norma.
Por Hugo Cox.- Vivimos una época donde todos opinamos sobre todo y las redes sociales amplifican cada juicio instantáneo, cada veredicto emocional. Y, sin embargo, se ha perdido algo esencial: la capacidad de discernir entre lo verdadero y lo falso, de orientarnos en un mundo que se desmorona bajo nuestros pies; en donde en el ágora, que es el Congreso, no se discute, sino que se descalifica al otro, en que nadie se escucha. En este escenario, Hannah Arendt realiza una pregunta lanzada desde el futuro: ¿qué ocurre cuando una sociedad pierde la facultad de juzgar políticamente?
Un hombre es peligroso precisamente porque deja de pensar, apagando ese diálogo interior que nos hace preguntarnos: ¿qué estoy haciendo? ¿Puedo vivir conmigo mismo después de esto?
La respuesta es tan sencilla como exigente: nuestra capacidad de juzgar por nosotros mismos, sin bastón en que apoyarnos, la misma facultad que todo ser humano posee y que se abandona al reemplazar el pensamiento por la obediencia, por el cumplimiento mecánico de reglas. No hay decisión en él, no hay conciencia, no hay juicio. Solo repetición y sumisión.
Y eso —descubrió Arendt con horror— es más peligroso que cualquier forma de maldad deliberada. Porque mientras el mal radical es excepcional, la banalidad del mal puede extenderse como una epidemia. Todos podemos caer en ella: sólo hace falta dejar de pensar.
¿Qué ocurre cuando la posibilidad misma de ejercer esa imparcialidad, de ver el mundo desde múltiples perspectivas sin perder el juicio, desaparece? ¿Cuándo ya no hay un mundo común? Para Arendt, la realidad no es algo que percibimos de forma aislada: se necesita que otros la validen y reconozcan. Cuando varios perciben el mismo objeto o fenómeno, aunque desde diferentes perspectivas, se genera una confianza en esa realidad compartida. Eso es el sentido común: no una facultad individual, sino la capacidad de orientarnos juntos en el mundo.
Hay sectores en la sociedad que buscan destruir ese sentido común. En el mundo de la posverdad, esos sectores, con infraestructura comunicativa y recursos económicos, fabrican su propia realidad y seguidores dispuestos a creer que lo suyo es “sentido común”, aunque contradiga lo que ven con sus propios ojos.
Mientras la imparcialidad homérica requiere imaginar cómo vería el mundo alguien distinto a nosotros y ejercer ese “pensamiento ampliado” que nos permite juzgar políticamente, la perspectiva meramente privada de esos sectores —sus intuiciones, prejuicios e intereses económicos— se eleva a verdad universal sin mediación del debate público ni verificación factual. Es una suerte de solipsismo masivo: una mirada radicalmente privada amplificada hasta parecer común. Sin hechos compartidos, cuando cada tribu habita su propia realidad, el poderoso puede simplemente fabricar su verdad. No necesita imparcialidad, pues no necesita convencer a nadie fuera de su burbuja. Basta con que sus seguidores repitan sus palabras, que el algoritmo amplifique su mensaje y que la confusión reine.
Siempre ha habido mentira en política, pero lo que define la era de la posverdad es otra cosa: el cinismo, la desfachatez, el descaro generalizado, que destruye la capacidad de orientarse en el mundo. No se trata de creer las mentiras de esos sectores, sino de dejar de creer en la posibilidad misma de una verdad compartida, encerrándose cada uno en sus propias burbujas, donde todo confirma lo que ya pensaba. Se sustituye el juicio político —el ejercicio exigente de pensar desde múltiples perspectivas— por la repetición tribal de consignas.
Lo que ocurre generalmente cuando las mentiras se multiplican es que el resultado no es solo creerlas, sino que lamentablemente se pierde la fe pública en la verdad y, por lo tanto, las personas empiezan a creer en cualquier cosa. Cuando el descaro y la desfachatez están por sobre la verdad, las mentiras hacen que las verdades se debiliten. Las mentiras no reemplazan la realidad. Y es en ese momento, escribió Arendt en Los orígenes del totalitarismo, “dejamos de protestar cuando nos engañan y pasamos a admirar la ‘superior astucia táctica’ del líder”.
¿Cómo salvar esta trampa? Arendt diría que la solución pasa por recuperar nuestra capacidad ciudadana de juzgar y hacerlo: “Juzgar sin pasamanos, sin que digan mecánicamente qué pensar, sin disolvernos en la masa, la inercia o la obediencia sin rostro”.
En síntesis, se necesita reconstruir un país donde los hechos importen, donde el sentido común nos permita orientarnos juntos y podamos discrepar sobre el significado de lo que vemos, pero hayamos acordado que vimos lo mismo. Se necesita escuchar al otro sin perder nuestro propio juicio sobre lo que está bien o mal. Hoy más que nunca se requieren ciudadanos que puedan juzgar los hechos y ciudadanos que se escuchen: es parte de la democracia y es algo que no se puede perder. La historia nos regala muchos ejemplos de que, cuando se pierde la capacidad de escuchar al otro, vamos camino al totalitarismo o a las autocracias en cualquiera de sus versiones, incluido el populismo de cualquier signo.

