Por José María Vallejo.- La pelea entre los fiscales de la Región de O’higgins, Emiliano Arias y Sergio Moya, con acusaciones de corrupción contra el primero, es una riña que no solo revela las incompetencias de los persecutores de Rancagua, sino un reflejo de la maña de un Ministerio Público y de un Sistema de Justicia cuya magnitud por ahora es difícil de evaluar.
Moya -el jefe de la unidad de Alta Complejidad- apareció con las acusaciones contra su superior, Arias, justo cuando se estaba decidiendo el traslado de la causa contra los ministros de la Corte de Apelaciones. Lo acusó de traficar influencias en el caso Caval, negociando una salida alternativa al juicio oral para el síndico Herman Chadwick; obstrucción a la investigación en el caso Elgueta y en la investigación sobre malversación de fondos del alcalde de Rancagua; y ahora filtra que estaría vinculado con el extravío de una denuncia en una causa de tráfico de drogas en Chiloé.
Pero, tanto del desahogo extemporáneo de Moya, como de las destempladas defensas de Arias, surgen algunas preguntas. Primero, ¿por qué ambos ventilan tantos trapos sucios por los medios? ¿No tienen conciencia de las consecuencias que tendrá para la institución? Aparentemente no. Importan más sus agendas personales.
Segundo, ¿por qué Moya esperó tanto tiempo para dar a conocer estas acusaciones contra Arias? Estamos hablando de cuestiones que se arrastrarían de años, de acuerdo a la tesis del acusador. Si se sabían, se trataría de una cadena de silenciamientos institucionalizada, que le permitió a un fiscal como Arias -que según Moya está tan lleno de defectos como de delitos- ascender los peldaños del Ministerio Público hasta llegar a la Fiscalía Regional y pelear la nacional. Si no se sabían, es igual de grave: significa que por años un fiscal puede tener el poder para hacer y deshacer en función de su ambición, sin que sea detectado o detenido en su carrera. Y en ese escenario, si puede hacerlo uno, pueden hacerlo todos. El entinglado que arma Moya para sostener sus acusaciones revelaría una institución o corrupta o ineficiente. Y, adicional a esta demora, se desprende otra pregunta: ¿qué relación tienen estas acusaciones con el hecho de que sean justo después de que el caso de la Corte de Rancagua se traslade a Santiago, y -más importante incluso- después de que al mismo Moya se le abriera un sumario por reuniones que sostuvo con el alto mando de Carabineros en el marco de la “Operación Huracán” y que se le vinculara con el uso del software “Antorcha”?
Tercero, ¿por qué el Fiscal Nacional Abbott no abrió de inmediato una investigación interna? ¿Por qué no ha habido una reacción con esta situación en que dos funcionarios ventilan sus pecados por la prensa, pero sí antes -por ejemplo- cuando abrió con prontitud un proceso contra el fiscal Marcos Emilfork, por supuestas filtraciones a los medios en un caso que afectaba a los ex ministro Javiera Blanco y José Antonio Gómez? En 2016, Abbott removió del caso Corpesca a Arias por declaraciones en la prensa que “excedían” sus funciones como fiscal, cuando afirmó que en la formación de la ley de Pesca se habían cometido delitos. ¿Y ante tamañas filtraciones y declaraciones a la prensa de Arias y Moya, en el caso actual, no pasa nada? ¿Un simple traslado de causa a Santiago?
Sobre Abbott hay que recordar ciertas situaciones, que precisamente hacen que lo acontecido con los fiscales en Rancagua pueda ser un reflejo de sí mismo o de la forma en que se maneja una institución. Siendo Fiscal Regional de Valparaíso estuvo involucrado en un caso de denegación de justicia y pruebas falsas que hoy tiene al Estado de Chile enjuiciado en la Comisión Interamericana de Derechos Humanos; su llegada a la Fiscalía Nacional estuvo sembrada de dudas por sus reuniones “de campaña” con senadores; y luego, al arribar al timón del Ministerio Público, cuestionado por la promesa, ciertamente cumplida, de que los casos de financiamiento ilegal a la política no serían perseguidos.
Las preguntas que se ciernen sobre el actuar y la eficiencia de los fiscales, son justas. Y la falta de respuesta demanda no solo un cambio en sus actuales autoridades, sino una reflexión profunda sobre los controles en torno a su accionar. No cabe duda de que hay muchos fiscales dedicados que creen en la justicia y en que su trabajo es defender el derecho a la Justicia de las víctimas de los delitos. Pero, ¿hasta dónde se extiende la ineficacia y la agenda egoísta que han hecho desfilar los personajes aludidos en las preguntas de esta columna?