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La Convención en busca de autor

Por Gonzalo García Pino[1].-  ¿Qué tienen en común Benito Pérez Galdós, Oscar Wilde, Edgar Allan Poe, Franz Kafka, Vincent van Gogh, Herman Melville o Franz Schubert?

Brillantes artistas de todo tipo de disciplinas y nacionalidades quienes, aunque pasen decenas o centenares de años, han dejado un legado inolvidable. La calidad de sus obras o de las actuaciones que realizan son portentosas y siguen venciendo el tiempo en nuestra memoria. Pero esto va mucho más allá de un recuerdo.

Lo que sus obras brindaban apenas les permitieron a ellos sobrevivir. Murieron en condiciones miserables. Su fama y debida valoración artística llegó tardíamente una vez concluidas sus paletadas, acordes o escritos. Fueron autores sin derechos tangibles, pero las generaciones posteriores se beneficiaron de sus obras.

Ver también:
La trampa del derecho de autor en la propuesta de nueva constitución

Es un equilibrio delicado tanto el estético como el jurídico. El beneficio de percibir la calidad de la obra a veces depende de cómo juzgamos al autor, su manera de ser, su carácter y relación social y, en general, un conjunto variopinto de argumentos impide desacoplar la calidad de la obra respecto de su autor. El beneficio del juicio estético se disocia de su tiempo y aparece o desaparece tardíamente. Pero el beneficio normativo opera de manera independiente. Se manifiesta en el concreto reconocimiento de los derechos a los creadores. Lo normal es que haya coincidencia temporal entre beneficiarse estéticamente de una obra respecto del beneficio que recibe el autor por sus derechos.

Pero algunas propuestas de convencionales han incrementado la adivinanza: quieren partir recolectando los beneficios colectivos o estéticos, desconociendo la condición misma de los autores que producen cultura.

Después de tantas luchas sociales del mundo de la cultura y bajo un escenario que no preveía ninguna adversidad inicial, se está produciendo un giro copernicano en los términos normativos: para beneficiar a la sociedad de las creaciones de los artistas, se privilegió optar por desconocer la condición y calidad de autores.

No es mi interés entrar en el examen de quién se beneficia realmente detrás de estas normas que el Pleno de la Convención entendió que debía rechazar. Solo dudas, ¿quién es el beneficiario último de este régimen de sociedad abierta y sin derechos? ¿Por qué usted destinaría su tiempo a la tarea intelectual si no puede cosechar sus frutos más evidentes? Entonces, más que beneficios, puro desaliento de la actividad creadora con serio riesgo para los intereses sociales de una cultura independiente.

Pero el Pleno rechazó lo propuesto y ahora la tarea de la Comisión de Sistemas de Conocimientos es proponer lo correcto, según las inquietudes que ya manifestaron algunos convencionales como Ignacio Achurra, Constanza Hube o Paulina Valenzuela que fueron centrales en desestimar la propuesta inicial. Más allá de proponer algunas ideas, recordaré algunas de las cuestiones centrales que se han redactado de un modo equivocado y sobre las cuales en este mismo medio se ha alzado la voz.

La primera cuestión es la difuminación del reconocimiento de la condición de los creadores en cuanto “autores” es esencial y no es lo mismo que “titulares”, puesto que tal titularidad puede ser adquirida sin tener talento creativo alguno, sea por compraventa, cesión o sucesión por causa de muerte. El artista es autor, los titulares pueden ser varios más e incluso excluyendo al creador.

En segundo término, el alcance del derecho de autor, omitido como tal y referido ambiguamente a un alcance sobre “intereses morales y materiales”. Qué abarca y cuál es el ámbito protegido del derecho es una cuestión central de esta norma. Para mí es evidente que ha de reconocerse con claridad que el derecho de autor le pertenece a todo aquel que siendo inventor, creador o artista, promuevan obras, composiciones e interpretaciones por las cuales han de recibir su pago económico justo. La imaginación no es solo para llegar al poder, es fuente creativa por excelencia y genera beneficios en terceros por su uso y aquello debe pagarse por la industria y todos aquellos que libremente acceden a él obteniendo privativamente unos beneficios tangibles.

En tercer lugar, el equilibrio con el cual se ha de armonizar un estatuto claro y fuerte de la propiedad intelectual respecto del carácter de sus limitaciones en función de los beneficios que provee para la sociedad. Ese estatuto supone una dimensión sinérgica para potenciar ambos dominios y no debilitarlos uno a costa del otro.

Y, finalmente, una inadecuada omisión e incomprensión de los tratados internacionales que regulan la materia y que responden buena parte de los problemas “creativos” de las proposiciones rechazadas.

Para partir este brevísimo examen es menester indicar algunas contradicciones amplias sobre esta materia. Uno podría entender un margen de ambigüedad normativa que caracteriza a toda Constitución, pero cuestión diferente es aquella vaguedad que va dirigida a ser zanjada judicialmente porque el constituyente, en vez de resolver un problema, lo crea. Esta discusión es un test del alcance de la propia Constitución. Los convencionales deberían tener conciencia del efecto de proponer textos que nacen para ser reformados o resueltos por la vía judicial. ¿No verán en ese proceso una afectación del propio sentido normativo de lo que proponen? Es un mal síntoma del trabajo hecho.

Pero confiados en que el Pleno corrige, adecua y ordena, es perfectamente posible apelar a ese nuevo camino. Por de pronto, en el propio texto propuesto no había ningún problema en reconocer la “propiedad intelectual indígena”, con lo cual se creaban dos tipos de estatutos. Uno clásico, para los pueblos indígenas y otro, híbrido para los creadores y artistas no indígenas. No parece ser una distinción que pueda sostenerse en el tiempo. ¿Existen dos tipos de artistas diferenciados por raza o etnia?

Pero también otras indicaciones que se votan sin problemas (como la ICC N° 586-7) y que reconocen en el ámbito literario la condición de “autores”. No vamos a descubrir las perspectivas de desarmonía de los textos propuestos. Es parte del diseño interno que los corrija la Comisión de Armonización, pero esto es bastante más que la dimensión de la belleza articuladora. Consiste en tratar las cosas por su nombre.

En derecho todos sabemos que la palabra tiene márgenes más o menos amplios. ¿Cuánto hay que pagar para tener una “justa retribución” salarial por el trabajo hecho? ¿Cuánta agua ha de correr para distinguir un “río” de un “arroyo”?

Pero las cosas también tienen un nombre distinguible a lo que son, no por un esencialismo inmutable, sino que primordialmente por sus efectos. Ser “autor” como tal y ser “titular” de una obra, no es razonar con sinónimos. No todo autor es titular, ni todo titular es autor de una composición, según ya lo hemos explicado.

Es el momento de que todo este conjunto normativo recupere las garantías fuertes del Convenio de Berna para la Protección de las Obras Literarias y Artísticas; del Tratado de la Organización Mundial de Propiedad Intelectual (OMPI) sobre Derecho de Autor y su vínculo con el Convenio de Berna, así como el Acuerdo sobre los ADPIC (Derechos de Propiedad Intelectual relacionados con el Comercio).

En un examen integral, nos daremos cuenta que no es posible deteriorar los términos bajo los cuales han sido reconocidos estos derechos en estos diversos tratados, los que hacen parte del Derecho internacional y libremente asumidos en el derecho interno.

Hoy tenemos conciencia que son reglas que van en una línea de recuperar esta dimensión convencional que los tratados han ido recogiendo de un sinnúmero de experiencias. Por de pronto, es necesario recordar que las vías para hacerlo son dos y que se interponen como una fórmula para hacer frente a un hipotético desconocimiento del derecho de autor y al alcance de sus derechos.

Por una parte, una Constitución es un sistema, y el análisis que se debe hacer respecto de cada derecho es una aproximación al conjunto de una interpretación razonable dentro de toda la Constitución. Es probable que una versión completamente aislada de los textos tienda a darnos una respuesta reducida.

En tal sentido, una perspectiva más amplia nos da cuenta que no es posible establecer dos estatutos diversos en materia de propiedad intelectual (uno para el mundo indígena y otro para los demás no indígenas). Salvo en dimensiones ancestrales, no es posible construir un modelo discriminatorio de derechos de propiedad intelectual ni tampoco la consideración de acciones afirmativas permitiría un reconocimiento de esa naturaleza. Hay que recordar que la propia Constitución que se está proponiendo supone que se han de respetar los derechos reconocidos en los tratados internacionales.

Adicionalmente, la sola existencia de estas reglas diferenciadas nos hace retornar a un estatuto más previsible en cuanto al derecho de autor. De este modo, podríamos entender que lo que se va a proponer se reencauzará por las regulaciones reconocibles de la propiedad intelectual en Chile, más allá de las necesarias adecuaciones.

Lo anterior es central, porque ya en una norma aprobada por la Convención es exigible el respeto del “principio de progresividad y no regresión de los derechos fundamentales”, lo que supone que deba el Estado, en su dimensión proactiva, “adoptar todas las medidas necesarias para lograr de manera progresiva la plena realización de los derechos fundamentales”, que en este caso ya venían garantizados a los creadores bajo una expectativa de adecuación y renovación. Pero en la perspectiva de no evitar retrocesos, este mismo proceso constituyente no puede ponerse del lado de la inacción, la discriminación, el desconocimiento de derechos o directamente la afectación de éstos. Por esa razón, dicha norma dispone que “ninguna medida (constitucional, legal o administrativa) podrá tener un carácter regresivo que disminuya, menoscabe o impida injustificadamente su ejercicio”. No es del caso examinar el desarrollo eventual de una hipótesis normativa. Sin embargo, así como las palabras son un ejercicio autoral exigente, los términos jurídicos deben obrar bajo la misma guía de ese estándar.

Pero si alguien estimara que se debe avanzar en un ámbito que reitere las ideas ya planteadas en un informe rechazado a la Comisión de Sistemas de Conocimientos y que desconozca los alcances de los tratados internacionales, hay que simplemente recordar que el proceso constituyente ha de ser llevado delante de buena fe. Y el Estado de Chile garantizó ante la comunidad internacional que “el texto de Nueva Constitución que se someta a plebiscito deberá respetar el carácter de República del Estado de Chile, su régimen democrático, las sentencias judiciales firmes y ejecutoriadas y los tratados internacionales ratificados por Chile y que se encuentren vigentes”.

No es posible afirmar que, a la vez, todos esos tratados aparecen respetados ante la comunidad internacional, pero, para el ámbito interno, aparecerían unilateralmente desconocidos. Aquí revelo un argumento lógico y con un fuerte contenido constitucional. No es este el ámbito para desarrollarlo en plenitud, pero la comunidad de autores chilenos y que hacen patria en la cultura nacional, tiene de su mano la garantía de sentencias judiciales y de tratados internacionales que son una carta de reconocimiento de sus legítimos derechos.

Parte del reconocimiento de buena fe es que han de satisfacer los principios básicos de la Convención de Berna: de trato nacional; de protección automática y de independencia. En nombre de ellos, se exige que el trato dado a un nacional no sea distinto a otros autores debido a su nacionalidad; que la protección no dependa de formalidad alguna y promueve el automatismo de su garantía y, en particular, que lo protegido es la obra con independencia del grado de protección que tenga en el país de origen de la obra.

De este modo, el orden interno no puede ser una excusa para un incumplimiento del grado de protección que reciben las obras desde estos mismos instrumentos.

Y, así como en el mundo de la cultura, algunos discuten los alcances del intertextualismo en cuanto la dimensión creativa aborda los límites de la relación entre los textos de diversos autores, en el derecho constitucional, después de un cambio constitucional como el que nuestro país está en curso, opera lo que conocemos como el interconstitucionalismo. Este es un efecto algo inevitable, puesto que el interconstitucionalismo es la interpretación del nuevo texto a partir de prácticas interpretativas del viejo texto. Mal que mal una nueva Constitución no erradica los conocimientos de los intérpretes y éstos los adaptan desde el único lugar en donde los concibieron y adquieren sentido.

En consecuencia, sea porque esos derechos son previos, sea porque están en tratados o reconocidos en sentencias judiciales, cabe asumir que la Convención deba proponer un escenario de certezas jurídicas favorables a los creadores de Chile y cumpla su promesa de ampliar la esperanza de la dignidad y no legar un recuento penoso de judicializaciones que solo benefician a quiénes pueden amparar juicios largos.

[1] Doctor en Derechos Fundamentales Universidad Carlos III de Madrid, ex Ministro del Tribunal Constitucional (2011-2022), Profesor de Derecho Constitucional Universidad Alberto Hurtado y Universidad Católica.

Alvaro Medina

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