Por Héctor Cartagena.- El sicópata de Alto Hospicio violó, asesinó e hizo desaparecer a 14 jóvenes indefensas. Un verdadero asesino en serie chilensis. Imperdonable, sin duda.
Las mataba de un piedrazo en la cabeza o golpeándolas hasta dejarlas exangües. Se deshacía de los cuerpos arrojándolos dentro de un pique minero. A otras las abandonó en medio de la pampa del desierto. A una la fue a dejar a un basural clandestino. La última, por suerte, escapó y gracias a ella y su valiente testimonio—más una prueba de ADN—fue posible identificarlo y enjuiciarlo. Ahora el sicópata de Alto Hospicio paga una pena de
cadena perpetua en la cárcel de alta seguridad de Colina.
Los «abuelitos» de Punta Peuco, en cambio, apenas tuvieron como víctimas a varios miles de personas. En defensa de la patria, los abuelitos de Punta Peuco no discriminaron entre mujeres, niños u hombres e incluso, en algunos casos, hasta fetos.
Los abuelitos—y abuelitas, no está de más mencionarlo, aunque solo una de ellas esté presa y no precisamente ahí—de Punta Peuco usaban métodos sofisticados de tortura para conseguir una confesión, una delación o simplemente como deporte: desde perros hasta ratones e incluso palos de escoba eran válidos, además de sus propios miembros viriles y quién sabe qué otra cosa, para lograr el acceso carnal involuntario.
Los abuelitos de Punta Peuco no tenían apuro en provocar la muerte a sus víctimas y para ello contaban también con el apoyo de generosos profesionales de la medicina. Una muerte rápida e indolora no habría servido para desmoralizar a sus víctimas y darle una lección a esos «comunistas conchesumadres» que querían entregarle el país a la URSS y a los Castro.
Por ese motivo, Víctor Jara tenía que morir acribillado a balazos, no sin antes ser ultrajado y quedar con sus manos destrozadas a culatazos de fusil. Había una «razón de Estado» para que su cuerpo tuviera que ser lanzado a la ribera del Mapocho como quien bota basura clandestinamente. Por el mismo motivo, no bastaba con deportar a la ciudadana uruguaya Mónica Benaroyo, la «decapitada de Arica», mi colega que era admiradora del Che Guevara y quería estudiar en la Universidad de La Habana. Era necesario enterrarla hasta el cuello en medio del desierto y volarle la cabeza de una patada. Después era imprescindible ocultar su cuerpo dentro del regimiento, pero sin la cabeza. No vaya a ser que la encuentren. En fin, así, con el terror, es como aprenden estos «comunistas de mierda».
Ahora que la Corte Suprema ha fijado un estándar tan bajo, concediendo libertades condicionales a estos tiernos abuelitos de Punta Peuco, supongo que no tendrá problemas en concederle un beneficio carcelario al «sicópata de Alto Hospicio» después de que cumpla, claro, con las condiciones que exige la ley y que fielmente hace cumplir Gendarmería de Chile. ¿No ven que estamos en un «estado de Derecho»?
Me pregunto qué dirán los defensores de los abuelitos de Punta Peuco cuando eso pase. Seguramente pondrán el grito en el cielo. Mal que mal, el sicópata de Alto Hospicio es un asesino en serie, un violador, un torturador, un femicida y, en último término, un auténtico sicópata. No tiene perdón de Dios. En cambio, los abuelitos de Punta Peuco apenas son violadores de DD.HH.
Héctor Cartagena es traductor y miembro del Partido Pirata.