Por Manuel González Villamil – Luis había trabajado duro durante meses para desarrollar su idea de negocio: una aplicación que conectaba a los usuarios con profesionales de la salud mental, ofreciendo un servicio personalizado, accesible y de calidad. Estaba seguro de que su proyecto tenía un gran potencial, tanto social como económico. Había sido seleccionado entre cientos de candidatos para presentar su propuesta ante el famoso tiburón de Wall Street, el señor Smith, que estaba dispuesto a invertir millones de dólares en la mejor idea.
Luis entró en la sala de reuniones, donde lo esperaba el señor Smith, rodeado de sus asesores y de una pantalla gigante. Luis se presentó, conectó su portátil y empezó a explicar su idea con entusiasmo y confianza. Mostró las ventajas de su aplicación, los testimonios de los usuarios satisfechos, los datos de mercado, el plan de negocio, el modelo de ingresos… Todo parecía ir bien, hasta que el señor Smith le interrumpió con una pregunta: ¿Y cuál es el ciclo de vida de su producto?
¿El ciclo de vida? -preguntó Luis, sorprendido.
Sí, el ciclo de vida. ¿Cada cuánto tiempo los usuarios tienen que renovar su suscripción, actualizar su aplicación, comprar nuevos servicios o productos complementarios?
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Bueno, eso depende de las necesidades de cada usuario. La aplicación es flexible y se adapta a cada caso. No hay una fecha de caducidad ni una obligación de comprar nada más. Lo importante es que los usuarios se sientan bien y reciban la ayuda que necesitan.
Ya veo -dijo el señor Smith, frunciendo el ceño-. ¿Y eso no le parece un problema?
¿Un problema? -repitió Luis, desconcertado.
Sí, un problema. Un problema grave. Su producto es demasiado bueno. No tiene obsolescencia programada. No genera dependencia. No crea necesidades artificiales. No incentiva el consumo. No es rentable. No es un negocio.
Pero… -intentó protestar Luis.
Lo siento, joven. Su idea es muy bonita, pero no me interesa. No encaja en un mundo tan competitivo como este. No es lo que busco. Gracias por su tiempo, pero puede retirarse. Que tenga un buen día.
Luis se quedó sin palabras. Recogió sus cosas y salió de la sala, sintiéndose frustrado y decepcionado. No podía creer que su idea fuera rechazada por ser demasiado buena. No entendía cómo el señor Smith podía preferir invertir en productos que se rompían, que se quedaban obsoletos, que engañaban a los consumidores, que dañaban el medio ambiente, que generaban desigualdad y sufrimiento. No entendía cómo el mundo podía funcionar así. No entendía qué sentido tenía todo.
La historia de Luis es solo un ejemplo que ilustra la crisis de sentido que padece el mundo occidental, especialmente en Estados Unidos, el epicentro del modelo neoliberal que domina el planeta. Un modelo que se basa en la obsolescencia programada y la tecnocracia como principios fundamentales, y que tiene como consecuencias las enormes desigualdades sociales, la pobreza, la falta de empatía, la sobreexplotación de la mano de obra, la drogadicción como refugio de lo violento que es el sistema, la delincuencia, la segregación, etc.
A partir de los años sesenta, tiempo de incertidumbre por la crisis del petróleo, la disputa por la hegemonía entre el bloque occidental y oriental, la desindustrialización de las economías, el aburguesamiento del proletariado, el cambio de emitir dinero no por oro sino por deuda, los poderosos quienes manejaban los hilos del mundo se vieron en un gran problema: cómo dinamizar la economía, puesto que la inflación y el estancamiento golpeaban al mundo desarrollado y al Estado de bienestar.
Es entonces, que aparece la obsolescencia programada como el corazón que fundamenta al modelo neoliberal. La obsolescencia programada es la estrategia de diseñar y producir productos que se vuelven inútiles o inservibles en poco tiempo, para aumentar las ventas y los beneficios. La tecnocracia es el sistema de gobierno o de gestión que se basa en el uso de la tecnología y la ciencia como criterios de autoridad y de eficiencia, sin tener en cuenta los valores humanos o sociales.
Estos dos conceptos se retroalimentan y se refuerzan mutuamente, creando un círculo vicioso que atrapa a los individuos y a las sociedades en una espiral de dependencia, insatisfacción, frustración y vacío. Un vacío que se intenta llenar con más productos, más servicios, más información, más entretenimiento, más drogas, más violencia, más desesperación.
Esta sociedad global y compleja, posmoderna y extremadamente individualista, es suscitada por la razón de la codicia, el modelo está sustentado en el producir más con menos recursos, lo que los tecnócratas llaman optimización, ese es el pilar del sistema moderno, sin embargo, se corre el riesgo moral de que por producir más se tenga que ser poco ético en las acciones, ya sea sobreexplotando la mano de obra, reduciendo la calidad de su producto o servicio, sobornando para conseguir contratación pública, etc.
Ese pensar ocasiona la crisis de sentido de la sociedad, puesto que lo que nos enseña no es para aportar a la sociedad, sino para acaparar riqueza sin considerar la ética, los buenos principios, la solidaridad por el desvalido y las buenas prácticas empresariales.
La muerte de Adam Harrison, el hijo del famoso Rick Harrison del programa “El precio de la historia”, por una sobredosis de fentanilo, es un ejemplo trágico de cómo la obsolescencia programada y la tecnocracia neoliberal afectan a la sociedad estadounidense. El fentanilo es un opioide sintético muy potente y muy adictivo, que las farmacéuticas producen y venden con el único fin de obtener más ganancias, sin importarles el daño que causan a los consumidores.
El fentanilo parece también una forma de control social, que mantiene a la gente enganchada, aislada y sumisa, sin capacidad de rebelarse contra el sistema que los explota. El fentanilo es, en definitiva, un signo de la decadencia y la crisis de sentido que vive Estados Unidos, un país que ha perdido sus valores, su solidaridad y su esperanza, y que se ha convertido en una cultura del desecho.
Las consecuencias de la cultura del desecho: una crisis de sentido y una amenaza para la vida
La obsolescencia programada y la tecnocracia neoliberal son dos fenómenos que caracterizan al modelo económico y social dominante en el mundo occidental, y que tienen efectos negativos tanto en el medio ambiente como en las personas. Estos fenómenos promueven una cultura del desecho, que se basa en el consumo excesivo, la competencia desleal, la deshumanización y la codicia.
Esta cultura del desecho no solo afecta a los productos y a los recursos naturales, sino también a las relaciones humanas, que se vuelven superficiales, efímeras y utilitarias. La cultura del desecho genera una crisis de sentido, que se manifiesta en el vacío existencial, la insatisfacción, la frustración y la desesperación de muchos individuos y sociedades, que recurren a las drogas, la violencia, el suicidio o la indiferencia como formas de escape. Esta crisis de sentido es una amenaza para la dignidad humana, la democracia, la justicia y la paz.
Según el filósofo francés Edgar Morin, la crisis de sentido es el resultado de la pérdida de los grandes relatos que daban coherencia y orientación a la vida humana, como la religión, la política, la ciencia o la historia. Estos relatos han sido cuestionados, desacreditados o fragmentados por la complejidad, la incertidumbre y la diversidad del mundo actual. Morin propone recuperar el sentido de la vida a través de una reforma del pensamiento, que sea capaz de integrar la complejidad, la incertidumbre y la diversidad, y que reconozca la unidad y la diversidad de la condición humana. Morin afirma que “el sentido de la vida no se encuentra, se hace” (Morin, 2001, p. 15).
La crisis de sentido también tiene un impacto negativo en el medio ambiente, que sufre las consecuencias de la sobreexplotación, la contaminación y el cambio climático. La cultura del desecho trata a la naturaleza como un objeto, como una fuente inagotable de recursos y como un vertedero de residuos, sin respetar sus límites, sus ciclos y su equilibrio. La cultura del desecho ignora que la naturaleza es un sujeto, que tiene valor en sí misma, que forma parte de nuestra identidad y que nos brinda bienes y servicios esenciales para nuestra supervivencia y bienestar. La cultura del desecho pone en riesgo la vida de todas las especies, incluida la humana, y compromete el futuro de las generaciones venideras.
Según el ecólogo estadounidense Barry Commoner, la crisis ambiental es el resultado de la violación de cuatro leyes ecológicas básicas: la ley de la conservación de la materia, la ley de la interdependencia de los seres vivos, la ley de la diversidad biológica y la ley de los costes ambientales. Commoner propone respetar estas leyes y adoptar una ética ecológica, que se base en el principio de responsabilidad, el principio de precaución, el principio de prevención y el principio de participación. Commoner afirma que “el primer gran paso de la sabiduría ecológica es aprender que somos parte de la naturaleza” (Commoner, 1971, p. 17).
Ante esta situación, es necesario cuestionar el sistema actual y buscar alternativas más sostenibles, solidarias y humanas, que respeten los valores éticos y morales, que promuevan el desarrollo integral de las personas y que fomenten la armonía con la naturaleza. Estas alternativas pueden inspirarse en otras culturas y modelos, como el caso de China, que ha logrado sacar a millones de personas de la pobreza, mejorar su calidad de vida y aumentar su felicidad, sin renunciar a su identidad, a su tradición y a su soberanía.
China es un ejemplo de que es posible combinar el progreso económico con el bienestar social, el respeto a la diversidad y la cooperación internacional. China ha sabido adaptarse a los cambios y a los desafíos del mundo actual, sin perder de vista sus raíces y sus valores. China ha demostrado que se puede ser moderno y tradicional, que se puede ser innovador y conservador, que se puede ser competitivo y solidario, que se puede ser global y local. China ha construido una cultura de la vida, que se basa en el equilibrio, la armonía, la sabiduría y la felicidad.
Según el sociólogo chino Fei Xiaotong, la cultura china se caracteriza por el concepto de tianxia, que significa “todo bajo el cielo”. Este concepto implica una visión holística e integradora de la realidad, que reconoce la interrelación y la interdependencia de todos los elementos que la componen. El concepto de tianxia también implica una actitud de apertura y de tolerancia hacia la diversidad, que respeta las diferencias y busca el consenso. El concepto de tianxia también implica una ética de responsabilidad y de cuidado hacia la vida, que se basa en el principio de reciprocidad, el principio de armonía, el principio de benevolencia y el principio de humanidad. Fei Xiaotong afirma que “la cultura china es una cultura de la vida, que valora la vida por encima de todo” (Fei, 1992, p. 23).
En conclusión, la obsolescencia programada y la tecnocracia neoliberal son dos caras de la misma moneda, que nos llevan a una cultura del desecho y a una crisis de sentido. Es urgente cambiar esta realidad y construir una cultura de la vida, que nos permita vivir con plenitud, con sentido y con esperanza. Este es el desafío que tenemos como ciudadanos del mundo, como seres humanos y como hijos de la Tierra. ¿Estamos dispuestos a asumirlo?
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